Una mano se posó en su hombro. La niña se volvió.
—Me alegro de verte.
Ariel dio un respingo y retrocedió un paso. La mujer que se acababa de bajar la capucha no era Atagaira. Era más baja y estrecha de hombros que cualquiera de ellas, y tenía una cabellera tan negra que parecía devorar el resplandor de los luznagos como un pozo. Sus ojos rasgados y su barbilla afilada resultaban inconfundibles.
—Madre...
Y
a tenían en su poder la Espada de Fuego! Había sido mucho más fácil de lo previsto, sobre todo porque Ziyam no había tenido que arriesgarse personalmente. Cuando vio el resplandor de la hoja asomando de la vaina y sintió la corriente que electrizaba el aire, trató de imaginarse la tortura que experimentaría Derguín al despertar y descubrir que se la habían robado.
El mismo tormento que sufro yo por su culpa
.
Sin embargo, al pensar en él ahora parecía que todo amor y anhelo habían desaparecido. Ya ni siquiera quedaba odio. Tan sólo indiferencia. Como si el turbión de pasiones que la había poseído sólo hubiese estado encaminado a conseguir la Espada de Fuego.
Mejor que fuera así. Ojalá que fuera así. Si el enamoramiento que cantaban las poetisas consistía en ese sinvivir que había sufrido, prefería no volver a caer en las garras de tal enfermedad.
Aunque, en el fondo de su conciencia, algo le decía que había caído en otro mal más siniestro e insidioso. La llamada de la máscara.
Después de la primera ocasión, había cedido dos veces más a su reclamo, pese a que cuando se la acercaba a la cara no podía evitar la horrenda visión de un espejo que le mostraba su rostro como una calavera con repugnantes colgajos de carne adheridos.
Pero la pulsión era demasiado poderosa, como un abismo que la invitara a arrojarse a él o una hoguera cuyas llamas le canturrearan irresistibles:
Mete la mano, siente nuestra caricia
... Además, se argüía, a ella le había quitado la cicatriz. Eso significaba que no podía hacerle lo mismo que a Yibul Vanash, que el numen que se comunicaba con ella a través de la máscara no pretendía destruir ni su semblante ni su espíritu.
En su segundo contacto, a solas con Antea en la gruta, había visto durante unos segundos el lugar del que provenía la voz. Era una vasta cúpula alumbrada por luces fantasmales, por ríos fosforescentes que flotaban en su centro dibujando anillos imposibles y rodeando un cilindro negro del que brotaban a la vez la llamada y una amenaza oscura y seductora.
Debes abrir el cilindro. Sácame de mi prisión, despiértame de esta pesadilla y te daré lo que anhelas. Todo lo que anhelas
.
Tan sólo unas horas después había vuelto a recaer. Esta vez había contemplado una gran bahía en forma de C, rodeada por altos acantilados rojizos y ocupada por una ciudad cuyos edificios crecían no sólo junto al mar, sino adheridos a cualquier superficie que le ofrecían las paredes, oportunistas como mejillones adosados a las rocas.
Sigue mis sueños, búscame aquí y lo tendrás todo. Yo sé recompensar a quienes me son fieles, mujer
.
Ambas visiones habían sido muy breves: Antea no permitía tan siquiera que la arena del reloj llenara media ampolleta. Cada vez que le quitaba la máscara, Ziyam reaccionaba con más rabia. Había llegado al extremo de abofetear a la jefa de las Teburashi para que le devolviera la grotesca careta, mientras Antea la levantaba sobre su cabeza estirando los brazos y manteniéndola fuera de su alcance.
Cuando Ziyam dejó de saltar como una niña para arrebatarle la máscara y se aburrió de propinarle patadas en las espinillas, Antea le preguntó:
—Con todo respeto, majestad, ¿tan maravillosas son las visiones que contemplas al ponerte este trozo de madera en la cara?
—¿Trozo de madera? No entiendes nada. —Ziyam respiró hondo y trató de controlarse—. Lo entenderías si tú misma te la pusieras, pero...
—Creo que es mejor que no lo haga, majestad.
—¡Por supuesto que no! La máscara me pertenece.
O yo empiezo a pertenecerle a ella
, se dijo, sin saber que Derguín había comentado algo parecido de la Espada de Fuego. Pues tal era la virtud de los objetos fabricados por los antiguos dioses.
¿Cómo explicarle a la leal pero obtusa Antea que, cuando se ponía la máscara, las visiones que recibía eran infinitamente más sólidas y reales que las que le ofrecían sus propios ojos? ¿Que veía colores que no sabía que existían, formas que se escondían dentro de las formas? ¿Que sentía que se asomaba a un gran vacío que no era un abismo, sino la infinitud del conocimiento absoluto?
Y el conocimiento era a la vez poder y placer. Las dos drogas más adictivas del universo. ¿Cómo explicar eso, cómo resistirse a ese reclamo?
La voz de Antea la sacó de su ensimismamiento.
—Ya tienes el arma y también tienes la máscara, majestad. ¿Adónde se supone que nos dirigimos ahora?
—No es tu misión hacer preguntas.
—Castígame si quieres, pero mi misión es protegerte de todo mal, aunque sea de ti misma. —Antea había subido la voz, pero al darse cuenta de que las demás guerreras intentaban escucharla volvió a bajarla—. Eres nuestra reina. Tu sitio está en Atagaira.
—Mi lugar está donde yo decida. Demasiado tiempo he hecho lo que otras querían.
—Ser reina no consiste en hacer lo que se quiere en cada momento, majestad. Tienes responsabilidades con tus súbditas. Debes hacer justicia, repartir cargos para cubrir las bajas y ratificar herencias, renovar el feudo con Pabsha, asegurar la prosperidad...
Ziyam interrumpió aquella retahíla con una bofetada.
—¡Deja de sermonearme!
Antea mostró los dientes durante un segundo, como un mastín a punto de morder. Después agachó la cabeza y dijo:
—Es tu debilidad la que me abofetea, majestad. La verdadera fuerza no necesita mostrarse. Es como
Zemal
. Le basta estar guardada en su funda para que percibamos su poder.
Ziyam respiró hondo, hasta sentir que el aire llegaba al fondo de sus pulmones, y después lo exhaló. Antea era una carga que había heredado de su madre, tenía el fastidioso hábito de decir lo que pensaba y, todavía peor, la nefasta costumbre de pensar de manera opuesta a Ziyam. Pero también era una mujer fuerte y capaz que, por ahora, le resultaba útil.
Le puso la mano en la barbilla y la obligó a mirarla a la cara. Sabía que, cuando fijaba los ojos en otra persona abriéndolos mucho y sin parpadear, su interlocutor solía creer que era sincera.
—Perdóname por lo que acabo de hacer, Antea. No voy a explicarte por qué. Pero te ruego que aceptes mi palabra cuando te digo que el viaje que vamos a hacer es muy importante.
—Majestad, siempre aceptaré tu palabra. Pero mi misión es ver problemas y peligros y aconsejarte.
Tu misión es darme la razón, por lo menos de vez en cuando
, pensó Ziyam, pero se mordió la lengua.
—¿Qué peligros ves ahora?
—Sólo llevas unos días reinando. Es posible que alguna de las marquesas crea que eres joven y débil y que puede aprovechar el momento para usurparte el trono. Si te ausentas...
—La marquesa de Faretra será una buena regente. Pero si a ella o a cualquier otra, o a todas juntas, se les ocurre aprovecharse de mi ausencia, descubrirán para su pesar que cuando regrese lo haré con mucho más poder del que puedan alcanzar a soñar.
Muchísimo
más poder. ¿Eres capaz de entenderlo?
Antea parecía reacia a dar su brazo a torcer. Pero en ese momento las llamó Tríane.
—¡Venid ya! ¡Ha llegado el momento de partir!
La extraña mujer se acercó a la orilla hasta introducir los pies descalzos en el agua y empezó a salmodiar algo en un idioma que despertó reminiscencias en Ziyam. ¿No era acaso la lengua en que Iluanka habló dentro de su cabeza cuando tenía quince años y sufrió la ordalía que la convirtió en guerrera? Pero en aquella ocasión Ziyam comprendió sus palabras, y ahora aquel idioma le resultaba una jerigonza ininteligible.
Un viento seco y frío que venía del norte hacía ondear los faldones de las capas y rizaba la superficie del lago. Pero a un par de metros de la orilla, cerca de una gran roca, se formó un círculo de quietud perfecta, un remanso que más parecía un cristal. Tríane bajó las manos, y el círculo empezó a hundirse por el centro formando una concavidad cada vez más profunda, como si una gran esfera invisible flotara en la superficie del lago y se hundiera poco a poco.
—Tu madre siempre decía que tratar con hechiceras es de insensatas —murmuró Antea casi al oído de Ziyam. Las demás Atagairas habían retrocedido unos pasos, apartándose del agua, y contenían el aliento. La única que no parecía sorprendida era Ariel.
Lógico
, pensó Ziyam. Tríane era su madre. ¿Qué mezcla habría heredado la pequeña diablilla del Zemalnit y de aquella ninfa que se jactaba de dominar el reino de las aguas?
La superficie siguió hundiéndose. El hueco se convirtió en un semicilindro que se alargó hasta llegar por un lado a la orilla donde estaban las Atagairas y por el otro hasta la roca que cerraba la cala en su parte oeste. Finalmente, las aguas de la pequeña ensenada quedaron divididas a derecha e izquierda por un pasillo que llegaba hasta el fondo del lago. Al retirarse, dejaron al descubierto un gran agujero circular excavado en la roca, oculto hasta entonces bajo la superficie.
—Ése es el túnel que nos llevará a nuestro destino —anunció Tríane.
Algunas guerreras murmuraron entre sí e hicieron gestos apotropaicos. Aunque Ziyam las había seleccionado por su lealtad y su disciplina a rajatabla, se las veía más asustadas que cuando tuvieron que cargar contra los Glabros. Al menos, a los pájaros del terror los tenían a la vista y sabían qué podían esperar de ellos, mientras que ahora se enfrentaban a lo desconocido.
Es el momento de dar ejemplo
. Bajó hasta la orilla y, antes incluso que Tríane, caminó por aquel pasaje sobrenatural que se había abierto en las aguas del lago.
—¡Ya habéis visto a vuestra reina! —exclamó Antea—. ¡Coged las balsas y seguidla!
Dos de las guerreras levantaron en vilo una de las balsas, mientras que para transportar la otra, en la que iba el cuerpo del Mazo, hicieron falta seis. Ziyam siguió adelante sin mirar atrás, pero cuando llegó a la boca del túnel, un círculo perfecto de dos metros de diámetro, se detuvo.
—Haces bien —le dijo Tríane—. Sólo una necia hace de guía en un terreno que desconoce.
—¿Y tú? ¿Sabes adónde nos llevas?
—¿Sabes orientarte tú en las montañas de Atagaira? —Sin esperar respuesta, Tríane atravesó la boca del túnel. A pocos pasos la siguió Ariel, que no parecía dar albricias por el reencuentro con su madre, pero tampoco se separaba de ella.
Ziyam se decidió a entrar, con el luznago rojo en la mano izquierda y la diestra apoyada en el pomo de la espada.
El túnel tenía corte circular, como la entrada, y bajaba hacia la oscuridad en una suave pendiente. Las paredes se veían tan lisas como en las galerías más antiguas de Acruria, excavadas en la montaña del Kisel hacía ya varias centurias. Cuando Derguín preguntó a Ziyam cómo habían logrado tallar la roca con tal perfección que al deslizar la mano no se notaba la menor arista ni rugosidad, ella le había contestado:
Noshir
.
Noshir
significaba algo de lo que no se hablaba. El Zemalnit había llegado a creer que querían ocultarle aquel secreto porque se trataba de un tabú para los extranjeros. Pero si las Atagairas no hablaban de ello era porque se negaban a reconocer que habían olvidado el secreto de labrar la roca de aquella manera. Según las consejas que contaban las abuelas, sus antepasadas conocían la técnica de fundir la piedra con antorchas mágicas, aunque otras historias aseguraban que quienes habían horadado aquellas galerías eran pequeños vástagos de la dragona Iluanka.
Al parecer, tales artes no eran privativas de las Atagairas. Ahora estaban caminando por una prueba evidente.
Habían avanzado unos quince metros cuando encontraron agua en el fondo del túnel. El agua brotaba de una rejilla metálica y fluía siguiendo la pendiente natural de la galería.
—Ya podéis botar las balsas. A partir de aquí navegaremos hasta nuestro destino —dijo Tríane.
—Las mujeres querrían saber cuál es, majestad —susurró Antea.
—Lo sabrán cuando llegue el momento —contestó Ziyam.
Las Atagairas estaban acostumbradas a vivir en cuevas y túneles, y rehuían la luz del sol siempre que podían. Pero Ziyam no sabía cómo reaccionarían si les confesaba que las aguardaba un viaje de más de mil kilómetros bajo la superficie de la tierra. Pues las visiones que le había enviado la máscara sólo podían corresponderse con una ciudad de Tramórea: Narak.
¡
L
a espada
!
Derguín despertó de golpe y se incorporó sobresaltado. Las brasas apenas emitían un tenue resplandor. Su mano palpó a la derecha, buscando la familiar empuñadura de
Zemal
.
No estaba allí.
La había visto en su sueño. Era como si hubiese mirado a través de los minúsculos ojos de la cabeza tallada en el pomo. Muchas sombras a su alrededor y una superficie plana y oscura en la que se reflejaban las estrellas y el Cinturón de Zenort.
Tenía que ser una pesadilla. Nadie podía coger la Espada de Fuego, y menos guardándola él tan cerca de su cuerpo. Había un candil apoyado en una pared, pero tenía demasiada prisa y estaba demasiado nervioso para entretenerse encendiendo fuego. Tomó el globo de papel de seda en el que dormitaba el luznago y lo zarandeó hasta despertar al insecto. Su resplandor azul se avivó poco a poco y alumbró la estancia.
Baoyim se tapó los ojos y empezó a removerse. Kybes siguió roncando panza arriba, con la boca abierta.
La manta de Ariel estaba extendida en el suelo, pero la niña no se encontraba ni encima ni debajo de ella. Tampoco había rastro de
Zemal
.
Una de las cosas que Derguín había aprendido del maestro que le enseñó las primeras letras y números en Zirna era que dos y dos siempre suman cuatro. En la historia conocida de la Espada de Fuego, sólo una persona que no fuera el legítimo Zemalnit la había empuñado y sobrevivido para contarlo. O más bien, para no contarlo, ya que Derguín se lo había prohibido de forma tajante.
Y esa persona era la pequeña Ariel.