—Cuando llegue el reino de Tubilok y la puerta que las Moiras cierran se abra, éste no será un mundo compatible con la vida humana. Mas, por el momento, me habéis servido y os recompenso con un consejo.
Se volvió un momento hacia las ocho mujeres —siete para él—. No quedaba nada del hombre resplandeciente, sólo esa armadura que ahora absorbía toda luz, más negra que las mismas tinieblas. Tubilok levantó los brazos hacia la cúpula y sus manos se iluminaron con un fulgor rojo que no presagiaba nada bueno.
—Huid mientras podáis.
Según los antiguos poetas, el Bardaliut, hogar de los dioses inmortales y bienaventurados, es una ciudad cuyos cimientos no se sustentan en la tierra, sino que flotan sobre las cabezas de los hombres, más allá de las cimas de las montañas y de las alturas donde vuelan los gigantescos terones, e incluso por encima de los rasgados cirros que anuncian con sus reflejos la salida del Sol y de las lunas. Los palacios del Bardaliut son inalcanzables. Por esa razón ni tan siquiera el Rey Gris con toda su ciencia pudo llegar a ellos cuando intentó asaltar los cielos en su impía y temeraria guerra contra los dioses.
Muchos autores han elucubrado sobre la ubicación del Bardaliut. Varum Mahal lo sitúa flotando sobre las inhóspitas montañas de Halpiam; Mibiusha asegura que sus palacios proyectan sus sombras sobre las Tierras Antiguas; y Fliantro afirma que sobrevuela el mar de los Sueños. Pero nosotros creemos que buscar el emplazamiento exacto del Bardaliut es tan inútil como tratar de hallar al ebanista que talló el cofre donde Manígulat guarda encerrados a los siete vientos. Pues, por la propia naturaleza volátil del Bardaliut, no está atado a ningún lugar, sino que puede viajar a voluntad allá donde quieran los dioses, y unas veces se encuentra más cerca del suelo y en otras ocasiones se aleja tanto que va más allá incluso del Cinturón de Zenort y alcanza el reino de las tres lunas.
KENIR,
Teoría de los orbes celestes
, II, 4-5
P
or primera vez en siglos, los dioses están reunidos.
«Siglos» no es una palabra que para los Yúgaroi signifique lo mismo que para los humanos. Cuando un ser afronta la perspectiva de la inmortalidad, de un futuro que se extiende como un horizonte plano e ilimitado, cualquier unidad de tiempo carece de significado estable. Los años pueden percibirse como días, los días como siglos, las horas como eones, y eras enteras pueden convertirse en recuerdos tan concentrados como una tarde de verano.
Pero, como sea, los dioses se han reunido. Pues algo les ha hecho percibir que la situación ha cambiado, de tal suerte que han decidido reengancharse al flujo del tiempo.
Allí se encuentran Anurie y Anfiún, Taniar, Himdewom y Eleris, Shirta, Rimom y Pothine, Diazmom, Vanth, Ashine y Dirpiom, y más dioses aún, hasta llegar a treinta. A todos ellos se les han consagrado templos en los reinos y naciones de Tramórea.
Y, por supuesto, preside aquella asamblea el soberano de todos ellos, el gran Manígulat, señor del rayo y del fuego celeste.
En el pasado los Yúgaroi fueron muchos más de treinta. Los humanos los consideran inmortales, pero no se trata del adjetivo más adecuado para ellos. «Duraderos» sería más preciso. Entre ellos mismos pueden destruirse, como así ha ocurrido en el pasado. Hubo otros que perecieron en las guerras contra los humanos, cuando éstos poseían una ciencia lo bastante avanzada como para ser enemigos dignos de tal nombre.
Como fuere, el número de los moradores del Bardaliut se reduce ahora a tres decenas. Podrían haberse reproducido por medios naturales, artificiales o mixtos —«natural» es otro de los conceptos que para ellos ha adquirido un significado brumoso con el tiempo—. Pero no han mostrado interés en ello.
Algunos pensadores, como Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas, creen que los Yúgaroi, los grandes dioses, son eternos en el sentido filosófico; es decir, que no tienen principio ni final y que siempre han existido.
Lo cual no es cierto. Pero los dioses llevan siendo dioses desde hace tanto tiempo que el recuerdo de un tiempo anterior a su apoteosis no acude con facilidad a sus mentes.
De hecho, su memoria no es como la de los mortales. Los dioses almacenan siglos, milenios de recuerdos. Si todos se presentaran sin ser convocados cada vez que un sabor, un sonido, un olor o un pensamiento despertaran una asociación mental, sus cerebros se convertirían en caóticos enjambres de imágenes del pasado.
Entre los humanos, los Numeristas son los que más se han esforzado por encontrar un modo racional de organizar los recuerdos, y gracias a sus trucos mnemotécnicos sorprenden a los profanos. Pero su sistema no deja de ser imperfecto, ya que se basa en cerrar los ojos, imaginarse dentro de una biblioteca y pasear por sus salas y recorrer sus anaqueles buscando los volúmenes que quieren consultar.
Los dioses no imaginan bibliotecas metafóricas. Los dioses poseen bibliotecas
reales
: minúsculas estancias de metal y otros materiales más extraños incrustadas dentro de sus cabezas y en el mismísimo corazón de sus células, donde cada libro o su equivalente —cada imagen, sonido, pensamiento, textura o sabor— se almacena en un recipiente tan pequeño que dentro de un grano de arena cabrían tantos como granos de arena caben en una playa.
Así pues, los Yúgaroi pueden recordarlo todo, siempre que haya ocurrido, lo hayan almacenado en su biblioteca y no hayan decidido borrarlo por propia voluntad.
Pero rememorar el pasado no es una ocupación que les complazca. Incluso la prodigiosa ciencia que creó sus memorias perfectas está, en cierto modo, olvidada. Las maravillas del Bardaliut funcionan por sí solas, o así lo parece. Los dioses no necesitan pensar en ellas. Si no les queda otro remedio, tan sólo han de entrecerrar los ojos y, con una orden mental, solicitar los conocimientos necesarios a los minúsculos bibliotecarios que albergan en sus cuerpos.
Para esos bibliotecarios y para el resto de los diminutos duendes que viven en simbiosis con ellos, los Yúgaroi utilizan un término antiquísimo:
nanos
. Hay nanos en su cabeza, en sus músculos, en sus huesos, en el icor que fluye por sus venas, en el corazón de cada una de sus células, en toda la magia que los rodea.
Sólo hay dos de los Yúgaroi que no relegan a las sombras su origen ni reniegan de él. Uno no se halla presente en esta asamblea, ni será bienvenido cuando aparezca —que pronto aparecerá—. El otro sí está, aunque de una forma un tanto peculiar que los demás desconocen, pues es maestro de astucias. Se trata de Tarimán, el herrero, el inventor, el dios cojo.
Cuando Tarimán piensa en sus compañeros de raza o en los mortales que habitan en Tramórea, suele acordarse de una frase enunciada en tiempos tan remotos que por aquel entonces sólo una luna flotaba en el cielo:
Cualquier tecnología lo bastante avanzada no se distingue de la magia
.
En Tramórea perduran algunos restos de la tecnología o ciencia arcana, aunque los hombres los ignoren o los consideren magia. Por ejemplo, la Mixtura que beben los candidatos a convertirse en Tahedoranes y que les permite acelerar sus cuerpos y multiplicar su fuerza no es más que una solución de metales y compuestos orgánicos, en la que nadan billones de criaturas similares a los nanos que pululan en los organismos de los dioses.
Sólo que los más dotados de entre los humanos conocen tres aceleraciones. Los dioses dominan cinco.
Todo esto lo sabe y no lo olvida Tarimán. Pero de momento se limita a guardar silencio mientras observa a los demás. Antes de que empiece la propia asamblea, los dioses forman parejas y grupitos, y conversan entre sí de viva voz o recurriendo a la telepatía, sea ésta compartida o privada.
Una de las creencias humanas es que entre los Yúgaroi existen parejas eternas e indisolubles. Poetas y sacerdotes afirman que el rey Manígulat está casado con su hermana Himíe, señora de la luz del cielo, del mismo modo que la delicada Anurie es esposa inseparable del belicoso Anfiún, o que Rimom, el dios que trae el manto de la noche, es marido fiel de la amorosa y sensual Pothine.
Paparruchas.
Los dioses llevan tantos milenios viviendo, tantos evos, eones o como quieran llamarlos, que han tenido tiempo de aburrirse de sus parejas y de sí mismos, y no una sino varias veces. En algunos momentos, por pura probabilidad, se han formado vínculos como los que les atribuyen los humanos. Pero en otros Manígulat se ha acostado con Vanth, o con Ashine, o con Iyal, o con otros dioses varones, sea manteniendo su sexo o convirtiéndose él mismo en diosa, y también ha habido tríos, cuartetos y otras combinaciones que han durado más o menos tiempo.
Menos
es lo habitual. Porque los dioses, en realidad, son seres solitarios. La mayor parte del tiempo lo pasan encerrados en sus estancias privadas, a veces reviviendo recuerdos, más a menudo recombinándolos con fantasías creadas por ellos en escenarios imaginarios pero más convincentes que la propia realidad, o simplemente mirando a las estrellas con la mente en blanco. Pues la eternidad es muy larga.
En el fondo, estos dioses fueron creados como hombres y por los hombres, a imagen y semejanza de los humanos. Como tales, no están preparados para la inmortalidad, para contemplar ante sí un futuro inacabable en el que apenas quedan planes que trazar ni novedades que experimentar, pues todo ha sido probado ya mil veces.
Y por eso estamos tan locos
, piensa Tarimán, el dios que no renuncia a recordar.
—Ejem.
Un ronco carraspeo de Manígulat sirve para anunciar a todos que ha empezado la asamblea. No hay asiento ni trono. El rey de los dioses está de pie sobre un suelo de mármol blanco. Sus tres metros de estatura no proyectan sombra sobre las baldosas. Éstas emiten un suave resplandor que se combina con el de las paredes y el techo —que en realidad forma parte del suelo—, inundando la estancia con un baño de luz homogénea.
Los demás dioses forman un semicírculo a una distancia prudencial de Manígulat. Por propia decisión, no hay nadie entre ellos que supere en estatura al señor del fuego celeste. O
casi
nadie. Es una muestra de respeto, como lo es guardar silencio ante una señal tan leve y tan breve como una simple tos.
¿Por qué los dioses sienten, si no reverencia ni devoción, sí un sano temor por Manígulat? Sin duda es un ser poderoso. Sus huesos están hechos de una fibra de carbono más dura que el diamante y más resistente que el acero. Sus uñas pueden convertirse en garras de un palmo, capaces de rayar la piedra más dura o atravesar un blindaje de bronce. La pupila exterior de cada uno de sus ojos puede proyectar un rayo de luz roja que abrasa la carne y corta el metal como mantequilla. En lugar de nervios que transmiten las órdenes a los músculos mediante lentas sinapsis químicas, posee fibras superconductoras por las que los impulsos y la información viajan a la velocidad de la luz. Dentro de su pecho, en lugar de corazón y pulmones, alberga una batería de microfusión que suministra energía a su cuerpo y, entre otros refinamientos, un anillo de materia híbrida que, con los estímulos adecuados, puede convertirse parcialmente en materia exótica y crear campos de repulsión que le permiten volar.
Pero todo eso, al fin y al cabo, lo poseen los demás dioses.
Sin embargo, Manígulat monopoliza secretos que, a cambio de ciertos privilegios, le brindó Tarimán hace mucho tiempo. En el universo que habitan los Yúgaroi existen cinco fuerzas fundamentales —afirmación que no sería correcta si nos internáramos en otras Branas o en la vastedad del Onkos—. Gracias a lo que Tarimán denomina sus «artilugios», en esencia una configuración especial de los superconductores que recorren su cuerpo, el rey de los dioses puede dominar o más bien trampear una de dichas fuerzas.
Pronto se comprobará cuál de ellas es, pues a no mucho tardar alguien desafiará a Manígulat. Pero por el momento, los demás lo escuchan.
—Mirad, hermanos —dice el rey de los Yúgaroi—. Lo que no podíamos ver y ahora vuelve a estar ante nuestros ojos.
El suelo desaparece debajo de Manígulat y el resto de los dioses. Muchos son los prodigios que pueden obrar. Uno de ellos el de levitar. Pero en este preciso momento no flotan sobre la nada: siguen pisando el mismo suelo que unos segundos antes parecía de mármol y que ahora se ha convertido en un purísimo cristal. Como tantas otras construcciones de los dioses, prácticamente todo el Bardaliut es de materia transmutable. No se trata de magia alquímica, sino de una técnica que manipula las capas exteriores de la sustancia base y hace que parezca y se comporte como lo que no es: hierro, oro, titanio, cuarzo, jaspe, carbono, porcelana, diamante. Una materia transmutable puede ser opaca o transparente, lisa o rugosa, cálida o gélida, tan sólida y estable como una roca o tan líquida y huidiza como el mercurio. Sólo necesita una inyección de energía y las instrucciones pertinentes.
Como los demás, el divinal herrero mira hacia abajo. En el centro de aquella negrura cuajada de estrellas se extiende el mundo de los hombres. Algunos autores mortales lo llaman Kthoma, que en la lengua arcana significa «Tierra». Pero para los dioses siempre ha recibido el nombre de su continente principal.
Tramórea.
Para Tarimán se trata de algo más, algo muy personal. El proyecto Tramórea. Del que él fue artífice principal.
Sólo hay dos grandes masas de tierra. Al norte Tramórea, que da nombre a todo el mundo, y al sur Aifu. Desde las alturas del Bardaliut, en Tramórea se mezclan muchos colores, pero prevalece el verde de los bosques, los prados y los campos cultivados. En cambio, Aifu es mucho más seco y en su mayor parte se ve ocre o rojizo como el ladrillo.
Ambos continentes están rodeados por las que sus habitantes consideran masas de agua separadas, el mar Ignoto y el mar de los Sueños. En realidad, forman un único e inmenso océano. Ahora, el Sol empieza a alumbrar el extremo occidental de Tramórea y el mar Ignoto sigue envuelto en sombras. Pero cuando pasen las horas, desde el Bardaliut se podrá comprobar que miles de kilómetros mar adentro hay tinieblas aún más profundas que ni los rayos del sol pueden iluminar.
Los marinos suelen ser gente supersticiosa y cuentan que si un barco navega lo bastante lejos hacia poniente, acabará llegando al fin del mundo y topándose con una inmensa catarata donde las aguas se vierten hacia la nada entre rugidos de espuma. Es una creencia que se remonta a mucho tiempo atrás, antes de que Tramórea y los propios dioses existieran.