—¿Qué vas a hacer?
—Ningún dios ni demonio va a destruir mi ciudad. Eso te lo aseguro.
Para vestirse y armarse, Kratos se permitió el lujo de entrar en Protahitéi durante unos segundos. Después bajó por la escalera de caracol dando órdenes a voces. Cuando llegó al piso inferior, los soldados de guardia se cuadraron ante él.
—¡Partágiro!
—¡Sí,
tah
Kratos! —respondió el jefe de su escolta entrechocando los talones.
—Reúne a todos los hombres posibles, con lanzas y escudos. A la plaza central. ¡Más rápidos que el rayo!
Partágiro se apresuró a cumplir las órdenes y Kratos corrió por la calle de Malabashi hacia la plaza. La campana que habían instalado en el torreón tocaba a rebato, mientras por toda la ciudad sonaban trompetas que se respondían unas a otras llamando a zafarrancho de combate.
Cuando llegó a la plaza, que tras dos días de trabajo había quedado casi despejada de escombros, Kratos se topó con decenas de hombres y mujeres que bajaban despavoridos por la calle de Abinia. Era difícil convertir de nuevo a esa turba asustada en un ejército, pero Kratos había traído consigo al corneta de la guardia y le ordenó que tocara con toda la fuerza de sus pulmones
Formar falange
.
La vida de la Horda Roja estaba regulada a son de trompeta. Había más de cien toques distintos que todos los Invictos debían conocer. Los oficiales se encargaban de examinarlos periódicamente y comprobar que no los olvidaban, so pena de arresto. Las siete notas de
Formar falange
surtieron el efecto mágico de detener la estampida. Los hombres se frenaron en el acto y, aunque pertenecían a unidades distintas, algunos de ellos a la caballería o al cuerpo de arqueros, empezaron a cerrar filas allí donde les señalaba Kratos.
La mayoría bajaban desarmados. Kratos eligió para la primera fila a los que traían espadas o lanzas, y colocó detrás a los demás para que hicieran bulto, al menos hasta que llegara el equipo que había encargado. De las mujeres que habían huido de la taberna algunas siguieron huyendo, pero otras, tan acostumbradas como los hombres a interpretar los toques de trompeta, corrieron a las casas y las armerías para coger lanzas y escudos de los astilleros.
Las llamas del incendio se veían más altas ahora, por encima de los tejados de las casas que flanqueaban la calle de Abinia.
—Es el pabellón de la armería,
tah
Kratos. Ese monstruo debe haberle prendido fuego con los ojos.
Kratos se volvió a su derecha, sorprendido de oír una voz femenina. Era la Atagaira morena. Llevaba una espada al cinto, pero de algún modo se había agenciado también una lanza y se había plantado en la primera fila junto a Kybes.
Pensó en decirles que ése no era su sitio y enviarlos al final de la formación, pero se arrepintió al instante. Todo aquel que estuviera dispuesto a enfrentarse en primera fila a una amenaza sobrenatural era bienvenido.
A lo lejos se seguían oyendo gritos, y también golpes y estrépito de cascotes derrumbándose, como si una brigada de demolición estuviera echando abajo edificios a golpe de ariete. Kratos consiguió por fin organizar algo parecido a una falange en que las seis o siete primeras filas disponían de picas y escudos. Normalmente los
fogosos
, los infantes que formaban en vanguardia, llevaban lanzas de tres metros, mientras que los
verdugos
, más veteranos, los apoyaban desde atrás con picas de cinco metros. Ahora, considerando el tamaño de la estatua de Anfiún, Kratos ordenó que las armas más largas pasaran a la primera fila.
—¡Adelante!
Los Invictos marcharon cuesta arriba por la calle de Abinia, marcando el paso con fuerza para que el retemblar de las botas sirviera de acicate al valor. En su avance siguieron topándose con gente que huía. Al encontrarse de frente con la falange, se apartaban a los lados, saltando sobre muros derruidos o colándose por ventanas rotas, y muchos de ellos se agregaban al fondo de la formación.
No tardaron mucho en ver a la estatua viviente de Anfiún, iluminada por el vivo resplandor de Rimom.
—¡Ese hijo de puta se ha aburrido ya de destrozarme la taberna! —exclamó Gavilán, que formaba tres escudos a la derecha de Kratos. El capitán cojeaba de forma ostensible, tenía la hombrera izquierda de la túnica quemada y los jirones se le pegaban a la piel abrasada, pero se había negado a que Kratos lo mandara a cualquier fila que no fuese la primera.
—¡Tu taberna ya era un destrozo, Gavilán! —gritó Oxay, cuya rubia cabeza descollaba entre las demás. Sólo Trescuerpos lo superaba en altura.
Dios o demonio, el coloso sabía bien lo que hacía: se había dirigido al lugar donde más daños podía causar. A la derecha de la calle de Abinia había una manzana donde se alzaban quince casas en condiciones aceptables que de lejos parecían casi intactas. Cuando eran de un solo piso, el gigante se dedicaba a hundir sus tejados a puñetazos. Si las moradas tenían dos o tres plantas, la emprendía a golpes y patadas con sus paredes hasta que se desmoronaban enteras entre un ensordecedor estrépito y nubes de polvo.
La mayoría de los edificios se hallaban vacíos, pues sus habitantes habían huido alertados por los gritos y las llamas del Mirador de Nikastu. Pero cuando Anfiún derrumbó uno de los tejados se oyeron agudos chillidos de terror. El gigante se inclinó sobre el hueco, metió los brazos y sacó una presa en cada mano. Había sorprendido a una pareja tan enfrascada en su abrazo amoroso que no había llegado a percatarse de los ruidos del exterior.
El gigante los levantó en alto, dos marionetas desnudas que pataleaban en el aire. Los alaridos de ambos se apagaron al instante cuando las enormes manos metálicas les aplastaron la cabeza.
Entre los soldados que marchaban calle arriba se oyeron insultos e improperios dirigidos contra la estatua viviente. Ésta pareció oírlos, se volvió hacia ellos y desde donde se hallaba les arrojó ambos cuerpos.
El cadáver de la mujer voló decenas de metros antes de chocar contra el suelo con tal fuerza que rebotó y se estrelló contra Gavilán. Éste trató de amortiguar el impacto con el escudo, pero cayó de espaldas y derribó a varios hombres de atrás.
El avance de la formación se detuvo un instante mientras los compañeros ayudaban a Gavilán y a los demás caídos a levantarse. El cuerpo de la mujer, que debió ser bella antes de que el coloso aplastara su cráneo, quedó tendido en el suelo, mientras las filas de soldados trataban de esquivarla sin pisotearla.
Gavilán volvió a ocupar su puesto. Su escudo, pintado de rojo como los demás, mostraba ahora un salpicón más oscuro.
—¡Sabía que las mujeres se morían por arrojarse a mis brazos, pero esto es excesivo!
—¡Capitán, hay veces en que tus bromas de mal gusto se convierten en repugnantes! —dijo Kratos.
—¡No vamos a salir de ésta,
tah
Kratos, así que deja que me vaya al infierno siendo el mismo zafio bruto de siempre!
Entre los demás se oyeron algunas carcajadas. Kratos comprendió que no era por insensibilidad: estaban aterrorizados. No iban a luchar contra Aifolus, ni siquiera contra demonios de metal, sino contra un
dios
, en contra de todo lo que les habían inculcado desde niños.
No debían pensar en eso.
—¡Seguid adelante! ¡No es un dios! —exclamó Kratos—. ¡No es más que un demonio disfrazado, obra de magia negra!
El gigante siguió derribando paredes y tejados, tan entretenido en sus destrozos como un crío gamberro rompiendo castillos de arena. Mientras, la falange continuó su avance. Pese a que la calle de Abinia era de las avenidas más anchas de la ciudad, allí no tenía más de quince metros de anchura. La formación tuvo que estrecharse aún más. Incluso tocándose con los hombros y con los escudos medio de lado, no cabían más de treinta hombres en cada fila.
Kratos observó a sus compañeros de vanguardia. Allí estaba la Atagaira de los cabellos negros, empuñando la lanza con más decisión que cualquier hombre. También el Aifolu que llevaba el escudo en el lado contrario, algo que se podía perdonar en una batalla tan poco convencional. El grosero y animoso Gavilán. A su lado Trescuerpos con una pica de seis metros. También se las habían arreglado para ponerse en la primera fila dos generales, el rubio Oxay y el tuerto Abatón, a quien se podría tildar de mal bicho, pero jamás de cobarde. Por supuesto, también estaban el joven Partágiro y otros miembros de su guardia personal.
Buenos camaradas para morir
, pensó. Luego añadió en voz alta:
—¡Pero hoy no moriremos!
Torció el cuello un instante para mirar atrás. La formación tenía tanta profundidad que más que una falange parecía una columna de marcha.
Un momento. ¿Quién era el soldado que había escondido la cabeza debajo del escudo en la cuarta fila? ¡Darkos! ¿A quién se le había ocurrido incluir en la formación a un chico de catorce años?
¡Le voy a arrancar la piel del trasero, voy a fabricar una pandereta con ella y se la voy a colgar del cuello para que oiga los cascabeles el resto de su vida!
, pensó.
Pero luego, pese al enojo y el miedo, otro pensamiento le llenó de calidez.
En verdad que el muy insensato es hijo de su padre
. Tras reducir la pequeña barriada a escombros aún más ruinosos que los del resto de la ciudad, el gigante debió aburrirse y se volvió hacia ellos. Aquella sonrisa imperturbable y misteriosa de las estatuas antiguas resultaba más inquietante que cualquier gesto de amenaza. Cuando empezó a bajar por la calle de Abinia, el suelo retembló bajo sus pies de metal.
—¡Ya decía yo que pesaba demasiado para ser de madera! —comentó Gavilán. Para transportar el
Xóanos
habían tenido que unir dos carretones, y lo habían levantado improvisando una grúa con vigas y poleas.
Estaban a unos treinta metros cuando Anfiún reveló una nueva arma. Mientras parecía una estatua, todos pensaban que la espada que llevaba al cinto formaba una única pieza de madera junto con la vaina. Pero el coloso la extrajo con un agudo rechinar y la blandió sobre su cabeza. Era una hoja de más de tres metros, tan brillante como la armadura que recubría a su dueño.
Se oyeron algunos murmullos de desánimo entre la formación. Para empeorar las cosas, los ojos inexpresivos de la estatua se iluminaron y dos haces de luz tan pegados que parecían uno solo cayeron sobre la cabeza de Oxay. El general aulló de dolor mientras su melena rubia crepitaba como una antorcha. El rayo rojo se apagó, pero unos segundos después pasó por encima de la cabeza de Abatón y prendió fuego a la ropa del soldado que marchaba dos filas por detrás.
Con sólo girar el cuello, el dios viviente empezó a sembrar la destrucción y el pavor entre las filas de la falange. Siete, ocho, diez hombres más cayeron al suelo entre alaridos, mientras sus compañeros trataban de apagar las llamas de sus cuerpos a manotazos e incluso a pisotones.
Kratos comprendió que si seguían a esa distancia del gigante, el rayo incendiario los aniquilaría. Era preferible luchar cuerpo a cuerpo y arriesgarse a ser aplastados por sus pies y sus puños.
—¡¡Cargad, Invictos!! ¡¡Cargad!!
Y aunque las piernas les temblaban de miedo, aunque escudos, ropas y cabelleras ardían en llamas, los hombres de la Horda emprendieron una frenética carrera cuesta arriba cantando
Como el viento aplasta la hierba
.
No era la primera vez en su vida que Darkos se daba cuenta de que dejarse llevar por sus impulsos era una pésima idea.
Su padre estaba muy enfadado con él por haberse ido de la lengua, y con razón. Era Darkos quien debía haber guardado el secreto del robo de
Zemal
. En el momento en que se lo había contado a Rhumi, aquel rumor escapó de su control. Y todo el mundo sabía que las mujeres son más indiscretas que los hombres —curiosamente, a Darkos no se le ocurrió confrontar ese tópico con el hecho de que el primer culpable de indiscreción había sido él.
Si quería congraciarse con su padre, tenía que demostrar que merecía su respeto. Cuando vio desde el terrado cómo aquella estatua cobraba vida y caminaba por las calles destrozándolo todo a su paso, pensó que no había mejor ocasión de probar su valor.
Al fin y al cabo, ¿no había subido a la Torre de la Sangre de Nidra para salvar a Aidé y se había enfrentado al demonio Molgru? ¡Era un héroe, uno de los pocos supervivientes de Ilfatar, el hijo del gran
tah
Kratos May!
Eso había pensado en aquel momento. Pero ahora era muy distinto. Ahora avanzaba hacia la muerte apretujado entre hombres sudorosos de miedo, aguantando con el antebrazo izquierdo un escudo de roble que pesaba más de ocho kilos y aferrando con ambas manos una lanza de fresno de casi cuatro metros que tenía que llevar lo más alta posible para no ensartar con la punta al soldado que marchaba delante ni pinchar con la contera al que le seguía.
Además, para ser sincero, era el Gran Barantán quien había derrotado a Molgru, no él. Y esta vez no tenían al mago para ayudarlos.
Pensando en magia estaba cuando empezaron los fuegos. Las luces rojas destellaban en el aire y de pronto brotaban llamas de la nada. Al ver que el coloso volvía la mirada hacia su zona, Darkos se agachó por instinto. Dos haces paralelos pasaron sobre su cabeza y alguien gritó atrás. Un segundo después, las luces saltaron a un lado, y el soldado que estaba al junto a Darkos aulló de dolor.
Ante la horrorizada mirada del muchacho, el rostro de aquel hombre se arrugó y ennegreció en segundos, mientras unas llamaradas amarillas crepitaban en su barba y un olor espantoso impregnaba el aire. Cuando el soldado cayó de rodillas arrancándose la piel entre alaridos, el rayo letal siguió su camino, prendió fuego al escudo del hombre que marchaba detrás, lo atravesó e incendió su casaca. Por suerte, la luz roja se apagó unos segundos antes de buscar una nueva víctima. El soldado consiguió salir del trance soltando el escudo y apagando a manotadas las llamas de su ropa.
Soltar el escudo, pensó Darkos: eso era lo mejor que podía hacer. Al advertir miradas de pánico a su alrededor comprendió que, aunque los hombres que lo rodeaban fueran guerreros curtidos, esta amenaza demoníaca y sobrehumana los aterrorizaba tanto como a él. Estaban a punto de arrojar las armas al suelo y huir despavoridos.
Fue entonces cuando oyó la voz de su padre, un rugido que se sobrepuso a las pisadas del monstruo metálico y a los gritos de espanto y dolor.