Al recordar a Shayre había sentido una punzada de melancolía. No es que la echara exactamente de menos ni la comparase con Aidé. Pero desde que cumplió los cuarenta, había descubierto que la mochila que llevaba a la espalda y cargaba el peso de lo vivido abultaba cada vez más. Seguía siendo hombre de proyectos y de acción, pero a ratos, sin ser invitadas, lo asaltaban imágenes del pasado. Y cuando eran de Shayre no podía evitar el dolor. No había llegado a sentir por ella la misma pasión que por Aidé, pero era tan joven y había sufrido una muerte tan injusta...
Por supuesto, no lo expresó en voz alta. Aidé era muy celosa. No dejaba de ser curioso: cuando se habían conocido, ella era la amante de otro hombre. Kratos todavía conservaba fresco el recuerdo de cómo Aidé había seducido a Forcas y lo había arrastrado a la cama para convencerlo de que le permitiera ir de cacería. Aquella noche se había acostado con el duque para conseguir hacer el amor con Kratos al día siguiente. Por desgracia, las cortinas de la tienda no eran precisamente paredes de mampostería y él lo había escuchado todo.
Ah, pero que él no mirase siquiera a otras mujeres. Un sucinto comentario sobre el atractivo de la reina de las Atagairas le había valido una larga discusión.
En fin, así era la temperamental Aidé para lo bueno y para lo malo. Si el bebé les salía tan dominante como la madre y tan testarudo como el padre, su educación iba a ser de lo más entretenida.
—¡Padre! ¡Padre!
La silueta de Darkos se recortó al otro lado de la cortina. Kratos se incorporó en la cama, mientras Aidé tiraba de la sábana para taparse los pechos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kratos. Se dio cuenta de que se oían gritos y voces en el terrado y también en la calle.
—¡Tienes que venir a ver esto! ¡Corre! ¡Hay una cara en la luna!
Kratos se puso los pantalones y, descalzo y sin camisa, salió de la alcoba, cruzó la sala común y subió la escalera que llevaba a la trampilla y al terrado. Allí estaban ya Partágiro y varios soldados más.
En el oeste quedaban restos de la luz del día, unos matices cárdenos flotando sobre las arrugadas cimas de los montes Crisios. Pero al este, donde el cielo debería verse más oscuro y ya cuajado de estrellas, Rimom brillaba con mucha más intensidad que nunca. Aquel resplandor habría sido señal suficiente como para inquietar a los astrólogos, pero lo que mantenía a todo el mundo boquiabierto en el terrado y en las calles de Nikastu era el rostro barbudo y de mirada severa que los contemplaba desde la luna azul.
Y después vino la lluvia de meteoritos.
Kratos apoyó las manos en las almenas, bajó la cabeza y suspiró. Mientras todos miraban al cielo, él rumiaba pensamientos sombríos.
Cuando llegaron a Pasonorte había llegado a pensar que a partir de ahora llevaría una vida normal. Dirigir la Horda como un gobernante benévolo y a la vez estricto. Procurar que la región entera prosperara y, quién sabe, con el tiempo pudiera convertirse en una nación, mandada por reyes o por generales elegidos. Terminar de educar a su hijo adolescente y enseñarle a manejar la espada, casarse, amar a su joven esposa y sobrellevar sus cambios de humor. Envejecer despacio y contar batallas y aventuras.
Pero al ver el rostro pintado en la luna comprendió que el tiempo de los prodigios no había terminado, que las ominosas insinuaciones de Linar sobre los tiempos difíciles que los aguardaban no eran sólo paranoicos delirios de viejo.
La prueba no tardó en llegar. Pues unos minutos después de que los últimos rastros de las estrellas fugaces se borraran del cielo, empezaron los gritos de terror.
—Buena faena nos ha hecho Derguín —dijo Baoyim, frotándose la mejilla con gesto cansado.
Ambos habían vuelto a la taberna de Gavilán. En la mesa, entre Kybes y ella, descansaba la breve nota que Derguín le había entregado a un centinela de la Horda antes de desaparecer, según los escasos testigos, a lomos de una bestia alada.
He partido con Mikhon Tiq por recuperar la Espada de Fuego. No pudiera llevaros. Sólo sitio para dos. Volveré. Seguid a Kratos. Nos peleamos los dos, pero seguid donde él esté. Yo os encontraré.
La había escrito en el idioma de los Aifolu para evitar que nadie que no fuese Kybes la pudiese leer. Aunque el estilo adolecía de ciertas incorrecciones, el mensaje era claro.
—¿Que sigamos a Kratos? —se quejó Baoyim—. ¿Adónde? No parece moverse de Pasonorte. Y éste no es nuestro sitio.
Como para corroborarlo, estaban sentados los dos solos en una mesa donde habrían cabido seis comensales más. Nadie intentaba unirse a ellos ni les invitaba a una ronda.
—En realidad —continuó Baoyim—, nunca he pertenecido a ningún sitio, ¿sabes? Siempre he sido muy rara. —Se tocó los rizos negros y los sacudió con cierto desdén, como si quisiera librarse de ellos. Se le había subido la bebida, pero la borrachera le estaba dando más mohína que eufórica—. Mírame, ni siquiera parezco una Atagaira.
—Eres una mujer muy hermosa, Baoyim.
—¡Para ti puede que lo sea, pero en mi raza soy un bicho raro! Además... ¡si a ti ni siquiera te gustan las mujeres!
—Que me gusten los hombres no quiere decir que no sepa admirar la belleza femenina, Baoyim. Créeme, si decidiera tener una novia tú serías mi primera opción.
—¿Seguro? ¡Me estás tomando el pelo!
Baoyim siguió lamentándose un rato de lo desarraigada que se sentía. Kybes dejó que hablara. Debía ser muy duro verse separada de su pueblo, que más que un pueblo o una raza era prácticamente una especie distinta, incapaz de procrear con el resto de los humanos de Tramórea.
Mientras ella hablaba de las montañas nevadas de Acruria, de sus lagos limpios como espejos y de sus valles de esmeralda, Kybes meditó sobre su propio desarraigo. Si a Baoyim la miraban raro por ser una mujer guerrera, a él lo señalaban, a veces con disimulo y a veces sin ningún rebozo, por sus córneas amarillas y los tres círculos negros tatuados en la frente que lo delataban como miembro del Martal. Como si no supieran de sobra que había combatido con los Invictos en la batalla de la Roca de Sangre y que era él quien había brindado a Kratos información clave para tenderle una trampa a la caballería pesada de Ulisha.
No era nada nuevo para él. Ya desde niño se sentía fuera de lugar. Había nacido en Valiblauka, una región situada en el cruce entre Ritión, Malabashi y Pashkri. Su padre era un Aifolu que decidió abandonar la vida nómada y se convirtió en comerciante y Ritión de adopción.
Siendo Kybes el primogénito, su padre estaba empeñado en que heredase el negocio familiar. Pero Kybes soñaba con grandes proezas y amaba el arte de la espada sobre todas las cosas. A los doce años se había escapado de casa para viajar a Koras y estudiar con los maestros de Uhdanfiún. No llevaba ni tres horas de camino cuando los criados lo pillaron y se lo llevaron de vuelta al hogar.
Su padre le propinó una buena zurra. Mas, por otra parte, al darse cuenta de que por las malas no disuadiría a su hijo de sus afanes guerreros, le asignó un maestro de espada que el propio Kybes pagaba trabajando día y noche para la empresa paterna.
A los veinte años se despidió de la familia y, prácticamente con una mano delante y otra detrás, se encaminó al puerto de Haida y tomó un barco hacia Áinar.
Pero en el camino hizo escala en Narak y su destino cambió. Al enterarse de que el nuevo Zemalnit acababa de instalarse en la ciudad y había fundado su propia academia de la guerra, el Arubshar, Kybes se presentó a la prueba de ingreso.
Derguín y él habían congeniado enseguida. El Zemalnit era un joven amigable y nada pretencioso, y su sentido del humor tenía mucho en común con el de Kybes: ambos empezaban por reírse de sí mismos antes de burlarse de los demás. Como maestro, Derguín era paciente, poseía un talento increíble con la espada y un don para convertir lo complicado en sencillo y enseñárselo así a los demás.
Por otra parte, aunque de risa fácil, Derguín era proclive a accesos de melancolía y a encerrarse en sus cavilaciones. En parte, esa tendencia a ensimismarse era lo que atraía a Kybes. Tal vez fuera una impresión suya, pero Derguín Gorión parecía ver más allá de las cosas, como si sus pupilas captaran otra realidad que se escondía detrás de la que veían los demás. Además, era un gran narrador. Le gustaba hablar de lugares lejanos, tanto los que conocía por sus lecturas como los que había visitado durante la búsqueda de la Espada de Fuego. Sus relatos poseían la virtud de inspirar en los demás el inefable sueño de alcanzar el país desconocido que se extiende más allá del horizonte.
Aun así, Kybes seguía dudando si quedarse en Narak o proseguir viaje hasta Áinar; sólo en Uhdanfiún podría conocer los secretos de las Tahitéis. Pero entonces conoció a Semias. A ambos les bastó mirarse a los ojos para darse cuenta de que no sólo se caían bien, sino que entre ellos podía surgir algo más que camaradería.
Si bien Kybes se había acostado con algunas mujeres, la experiencia no le había colmado tanto como esperaba. Por otra parte, cuando veía a otros jóvenes ejercitarse medio desnudos en la palestra, se daba cuenta de que el puro goce estético de ver sus músculos contraídos y untados de aceite encubría algo más. Con Semias descubrió qué era ese «algo».
La homosexualidad estaba prohibida en Áinar. La primera vez se castigaba al sodomita con veinte latigazos en público. La segunda vez con castración y ahorcamiento —por ese orden: no se ahorraba dolor al reo—. En cambio, Narak, como la mayoría de las ciudades Ritionas, era mucho más tolerante. De Narak era el poeta Baryún, autor del
Elogio de lo efímero
, que también había cantado al amor entre hombres en su
Más hermoso que el espolón de una nave de guerra
.
Así que todo quedó decidido. Kybes encontró su lugar en Narak. Allí podía manejar la espada, tenía un maestro de esgrima que además despertaba sus sueños y también un amigo y amante. ¿Qué más podía pedir?
La felicidad, como dijo precisamente Baryún, es la más inestable de las posesiones, tan huidiza como el polvo que impregna las alas de las mariposas. En cuestión de días, todo se había ido al garete. Por la lealtad que sentía hacia Derguín, Kybes había aceptado casi sin pensárselo la loca misión de espiar en el Martal. Los peligros, la tensión y el temor constante de ser descubierto podía soportarlos. Pero los horrores en los que había participado le habían dejado una marca indeleble. Más de una noche se despertaba entre gritos creyendo que volvía a estar en la Torre de la Sangre sacrificando inocentes, o en la tienda de Ulisha bebiendo aquella horrible pócima bajo los ojos de la máscara del Enviado, o de rodillas en el suelo recogiendo los restos de sus propios dedos cortados por la espada de Bintra.
Mientras él vivía aquella pesadilla, Semias y sus compañeros los Ubsharim morían asesinados, y la academia donde Kybes había pasado la época más dichosa de su vida era destruida en un incendio. Aunque hubiese podido regresar, ya no tenía dónde.
Al menos, tras la victoria en la Roca de Sangre la situación se había arreglado un poco. Kybes llegó a pensar que conocería otro momento de estabilidad, aunque no llegase a ser tan feliz. Gracias al Gran Barantán podía blandir la espada de nuevo. Que todo el universo a su alrededor se hubiese vuelto del revés, que la mayoría de la gente pareciese zurda, que el sol saliera por el oeste y se ocultara por oriente, que las letras corrieran de derecha a izquierda: todo era un precio aceptable con tal de volverse a manejar por sí solo.
Y había vuelto a reunirse con Derguín, y también con Ariel, que había resultado ser
la
pequeña Ariel y no
el
pequeño Ariel. A Kybes le gustaba reír, y con las ocurrencias de Ariel le resultaba mucho más fácil. Era tan encantadoramente torpe e ingenua para algunas cosas y tan espabilada y hábil para otras... Parecía un duendecillo de los bosques que habitara temporalmente con ellos, los humanos, y les contagiara algo de sus traviesos encantos.
Pero ahora los había perdido a ambos de golpe. Por alguna razón incomprensible, Ariel le había robado la Espada de Fuego a Derguín. Éste, que tendía a sentirse atormentado como si todo el peso del mundo recayera sobre sus hombros, se había hundido del todo. Y luego había desaparecido.
Lo que los dejaba a él y a Baoyim en una situación complicada. Si antes eran árboles desarraigados, ahora se habían convertido en dientes de león flotando en el viento.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Ahora? —preguntó la Atagaira—. Yo, pedirme otra cerveza.
—Es cierto que hoy está más fresca que anoche, pero no creo que encontremos la solución a nuestros problemas emborrachándonos.
—¿Vas a echarme el sermón a mí ahora que no está Derguín?
Kybes estiró la mano sobre la mesa para tocar los dedos de Baoyim. Ella no rehuyó el contacto, tal vez porque sabía que Kybes no buscaba nada más que amistad.
—Hablo por mí también. Para tomar decisiones acertadas hay que tener la cabeza despejada.
—Con la cerveza todo parece mucho más claro —dijo Baoyim, removiendo con un dedo la bebida que quedaba en su jarra—. También es cierto que lo que se ve tan claro en una taberna de noche luego a la luz del día parece muy distinto —filosofó.
—Derguín ha dicho que sigamos con Kratos, pero no tengo muy claro qué papel podemos desempeñar en la Horda. —Kybes observó a su alrededor—. Nos consideran como un apéndice del Zemalnit. Y ahora él se ha ido.
—Ha prometido que volverá.
—Y sé que cumplirá... a no ser que le ocurra algo.
—No le va a pasar nada. Sabe defenderse solo. Es el Zemalnit.
—Pero no tiene la Espada de Fuego.
—Es un gran Tahedorán. Tú lo sabes mejor que yo. Ten un poco de confianza en él.
Lo que sentía Baoyim por el Zemalnit era, más que lealtad, devoción. Kybes había observado que Derguín, siempre reconcentrado en sus proyectos y visiones, no intentaba cultivar su encanto ni manipular a los demás para convencerlos de nada. Tal vez precisamente por eso despertaba admiración en los hombres, sobre todo si eran jóvenes e idealistas como los Ubsharim.
Pero esa admiración se convertía, en el caso de las mujeres, en una extraña atracción. Debía ser la mezcla de misterio y cierto desvalimiento, a pesar de ser, como se lo había descrito Kybes a Ariel, «el mejor guerrero del mundo».
Como Atagaira, Baoyim parecía sufrir esa mezcla de admiración masculina y atracción femenina por el Zemalnit. Sentimientos que Derguín no sospechaba que fuese capaz de despertar. Y también en eso, en la poca importancia que se atribuía a sí mismo, debía residir parte de su encanto.