—Voy a mirar lo que no me atrevo a mirar, pero no queda otro remedio. Cuando lo haga, me escucharás con atención, porque apenas nos quedará tiempo.
—El emperador de Áinar no tiene costumbre de recibir órdenes.
—Si mis temores son ciertos, antes de que se cumpla un mes no existirá Áinar ni ningún otro reino sobre el que puedas reclamar tu imperio. Escucha y atiende esta vez, y quizá así ganes tiempo para que en el futuro sean otros quienes obedezcan tus instrucciones.
¿Decías que no era insolente?
, le chistó el gemelo colérico.
¡Es peor que ese cuervo de Ulma Tor! ¡Aniquílalo con la lanza!
—Te escucharé, viejo. Pero más vale que tus palabras merezcan la pena.
—Bien. Ahora, no mires.
Linar le dio la espalda y se llevó ambas manos a la frente.
Se va a quitar el parche
, pensó Togul Barok.
El viejo cayó de rodillas con un grito de dolor. En su nuca apareció una tenue luz roja, como si su cráneo se hubiera vuelto translúcido y en su interior ardiera una brasa.
¡Ahora! ¡Ahora es débil! ¡Usa tu lanza ahora!
—¡Ni se te ocurra hacerlo en este momento!
Linar se había levantado y dado la vuelta con tal rapidez que Togul Barok ni siquiera llegó a captar su movimiento. Era como si le hubieran robado unos segundos a su vista o a su consciencia.
El viejo ya no tenía el parche, sólo una cuenca vacía y oscura casi el doble de grande que el otro ojo. Su mano izquierda estaba cerrada, ocultando algo que sin embargo emitía luz roja a través de sus dedos.
—Éste es mi consejo, Togul Barok —dijo Linar, con voz ronca y fatigada, como si en aquel brevísimo lapso de tiempo se hubiera sometido a una terrible prueba—. Si eres tan inteligente como creo, lo obedecerás. Toma a tus ciento veinte elegidos y dirígete con ellos al Trekos. Pero cuando llegues a él, en lugar de cruzarlo sigue su curso río abajo hasta llegar al bosque de Corocín.
—Corocín —repitió Togul Barok, fascinado por el brillo carmesí que palpitaba a través de la mano de Linar como un pequeño corazón.
—Es un lugar plagado de peligros, pero si no te apartas del río no te toparás con problemas. Cuando llegues a Tirimnás y la Ruta de la Seda, en lugar de viajar a tu país, dirígete al este. A pocas horas de camino observarás que a la derecha de la calzada se extiende un vasto erial. Es el desierto de Guinos. Atraviésalo en dirección sudeste, hasta llegar a su mismo centro. Sabrás que has llegado cuando encuentres un cráter mayor que los que has visto abrirse hoy.
—Ese desierto es un lugar maldito...
—Has estado en otros similares después de cruzar la Sierra Virgen y has sobrevivido.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Si apretáis el paso, en jornada y media estaréis en el lugar indicado. Utiliza la lanza para proteger a tus hombres del mal que flota en el aire.
—¿Y qué ocurrirá una vez esté allí?
—Encontrarás una puerta. Tú y tus hombres la atravesaréis. Y cuando paséis al otro lado, ya sabréis lo que tenéis que hacer.
—¿Por qué debo hacerte caso? Todo son enigmas e indicaciones vagas.
—¡Porque si no no tendrás ningún papel en todo lo que ha de ocurrir, y será como si ni siquiera hubieses nacido!
Togul Barok reculó un paso, sobresaltado por el rugido del viejo. No parecía gritar de furia ni impaciencia, sino como alguien que tratara de reprimir un dolor terrible.
Linar abrió la mano y tiró al suelo lo que hasta ese momento aferraba entre los dedos. El objeto, una esfera roja casi tan grande como un huevo, se clavó en el suelo con un siseo de arena fundida. En su centro había tres puntos negros formando un triángulo, y al verlos Togul Barok pensó sin saber por qué que eran otras tantas pupilas que lo estaban observando.
—¡Clávale la lanza!
—¡¿Por qué?!
—¡Antes de que nos vea! ¡Date prisa!
Linar se dio la vuelta y se puso en cuclillas.
Más nervioso incluso que durante la lluvia de meteoritos, Togul Barok luchó por extraer la lanza de las anillas que la sujetaban a la coraza. Por fin logró sacarla, la levantó sobre su cabeza y la clavó en el ojo con todas sus fuerzas.
Al hacerlo oyó un grito tan penetrante que le taladró los oídos, penetró en su cerebro e hizo que su gemelo parásito chillara también y rascara con desesperación en su cráneo,
rrrikkk
,
rrrikkk
.
Cuando levantó la lanza, el ojo había reventado, dejando en el suelo un charco de fluido viscoso y fosforescente en el que las pupilas nadaban como tres pequeñas cucarachas. Togul Barok examinó la punta del arma para buscar alguna mancha, pero estaba limpia.
Sin darse la vuelta ni incorporarse, Linar exclamó:
—¡Guárdate la lanza y márchate de aquí! ¡Llévate a tus hombres ahora mismo! ¡Haz lo que te digo!
No, haz lo que te digo yo
, sugirió el gemelo.
Ahora que empuñas la lanza, clávasela en la espalda
.
Durante unos segundos eternos, Togul Barok se quedó con el brazo en alto y la punta de la lanza negra apuntando a la espalda indefensa de Linar. Un instinto muy profundo le decía que debía matarlo, que aquel viejo era su enemigo por naturaleza.
«Será como si ni siquiera hubieras nacido.»
No le hagas caso... Con la lanza somos poderosos
...
—Si tú insistes tanto, es que no es bueno para mí —dijo Togul Barok en voz alta. Volvió a encajarse la lanza en la espalda y, sin despedirse de Linar, se dirigió de vuelta al lugar donde había dejado a sus hombres.
Los primeros cien metros los recorrió andando. Luego recordó el ojo reventado en el suelo, un pánico irracional se apoderó de él y arrancó a correr.
E
ra ya casi de noche cuando las patrullas que Kratos había enviado a recorrer Pasonorte se reunieron en el punto de encuentro, al pie de la cuña rocosa sobre la que se asentaba la joven ciudad de Nikastu. Una vez reagrupados, emprendieron la subida por el serpenteante sendero que conducía hasta la entrada oriental de la ciudad. Para satisfacción de Kratos, el vano de la puerta ya estaba tapado por dos batientes de madera de cuatro metros de altura. El paso siguiente sería construir un dintel de piedra y torres de vigilancia laterales, amén de un túnel techado para añadir una segunda puerta. Por el momento, la función de las torres la cumplían dos atalayas de madera. Sobre ambas ondeaban sendos estandartes con el orgulloso narval de la Horda Roja que había derrotado a los ejércitos de la oscuridad.
Desde la atalaya derecha, un centinela hizo sonar una trompa para saludar a los recién llegados. Los batientes se abrieron hacia fuera sin emitir un solo chirrido.
—Suave, suave, sí señor. Es lo que le digo a mi chica, que tenga siempre las puertas bien engrasadas por si en cualquier momento le toca abrirlas para que yo entre.
Kratos miró de soslayo al hombre que había hablado. Oxay, mestizo de Trisio y Ainari, mandaba el batallón Narval, el mismo en el que había servido Kratos como capitán hasta convertirse en general en jefe de la Horda. Oxay era un gigantón de trenzas rubias y piel pálida, que ahora se le había enrojecido por el sol. «A ver cuándo cambia el tiempo de una maldita vez y se nubla», llevaba quejándose todo el día.
El sentido del humor de Oxay resultaba tan tosco como el resto de su persona. Un hombre sincero y vehemente, a veces demasiado. Pero a cambio era incapaz de mentir. Por eso Kratos había confiado en él y en sus hombres para la misión que habían empezado hoy: recorrer las aldeas para anotar las provisiones almacenadas en los graneros, contar rebaños y, en general, informarse de todos los recursos de su nuevo feudo. No quería dejar una tarea así en manos de Abatón y sus hombres, que aprovecharían la mínima ocasión para expoliar a los campesinos, acosar a sus hijas y esposas, robar provisiones para sí y crear una red de clientelismo basada en un diez por ciento de sobornos y un noventa por ciento de amenazas.
Cuando entraron en las calles de Nikastu, sus nuevos moradores todavía seguían trabajando. Algo de lo que se congratuló Kratos, que había ordenado que las labores no se interrumpieran hasta la puesta de sol. Aunque sólo era la tercera jornada de la Horda en Pasonorte, no quería perder el tiempo. Si bien las Atagairas y ellos habían firmado una alianza y las ciudades Abinias más cercanas no contaban con grandes ejércitos, a Kratos no le hacía ninguna gracia habitar en una ciudad que no disponía de un circuito cerrado de murallas. Por eso todos, hombres, mujeres y niños, estaban limpiando de escombros las calles y apilando las piedras en montones, clasificándolas por tamaños y formas para reutilizarlas después en paredes y muros. Otras patrullas habían partido hacia la ladera norte de la sierra, donde crecían extensos pinares de los que podrían obtener madera para vigas, andamios, suelos, puertas y muebles de todo tipo.
Mientras él y sus hombres recorrían la calle de Malabashi, como habían bautizado a la avenida que iba de la plaza central hasta el torreón sur, las trompetas volvieron a sonar. Era el toque de descanso. El sol ya se había puesto tras los montes Crisios. Cuando volviera a salir sobre las montañas de Atagaira, el toque de diana daría la orden de reanudar el trabajo.
—Una jornada larga,
tah
Kratos —comentó Oxay—. Si hubiera querido estar tan atareado, me habría hecho campesino o puta en lugar de soldado.
Sus hombres le rieron la ocurrencia, y Kratos se permitió una sonrisa. Los Invictos se quejaban de cuánto les hacía trabajar su nuevo jefe, pero él consideraba que la peor infección para un ejército era la holganza. No era un puritano y comprendía que los hombres tenían que beber, jugar a los dados y refocilarse con las seguidoras del campamento; en cuanto a lo último, prefería que formaran familias y se limitaran a acostarse con sus esposas, aunque éstas fueran en muchos casos antiguas prostitutas. Así y todo, no se metía demasiado en ello, siempre que el tiempo del que dispusieran los soldados para sus placeres y diversiones fuera como mucho la quinta parte del que empleaban trabajando.
En realidad, su intención era que la Horda Roja dejara de ser un ejército que en ciertos aspectos se comportaba como un estado para convertirse en un estado que, cuando fuese necesario, pudiese actuar como un ejército. Pretendía que los infantes, jinetes y arqueros fuesen también carpinteros, herreros, talabarteros, campesinos, incluso artistas y maestros. Pero para llegar a esa situación ideal aún quedaba tiempo.
Al pie del torreón, Oxay y sus hombres se despidieron para dirigirse a sus alojamientos. Kratos se quedó allí con los soldados de su escuadrón personal.
Mientras Partágiro, el apuesto Ritión que mandaba su guardia, organizaba los turnos de vigilancia, Kratos subió por la escalera de caracol a buen paso. Era agradable usar las piernas para algo que no fuese cabalgar todo el día. Cuando abrió la cortina que daba paso a sus aposentos, Aidé ya estaba allí esperándolo.
Kratos correspondió a su abrazo, pero por encima del hombro de su amante le pareció ver que alguien salía con paso furtivo por otra puerta. Esa cabellera morena...
—¿No era ésa Rhumi, la chica de Ilfatar? —preguntó, apartándose un poco de Aidé.
—Vaya, ¿lo era? No me había fijado.
—He prohibido que Darkos la vea, ¿lo recuerdas? No quiero volver a encontrarla por aquí.
Al momento se arrepintió de lo que había dicho. Utilizar con Aidé el modo imperativo o expresiones encabezadas por «no quiero», «te prohíbo» o incluso un sutil «preferiría que» significaba meterse en problemas. La joven puso los brazos en jarras y contestó:
—La he tomado a mi servicio personal. Es una muchacha de buena familia, que ha recibido una esmerada educación y ha tenido la mala suerte de que esos bárbaros arrasaran su ciudad.
—Aun así, no me gusta que ande cerca de mi hijo —respondió Kratos. En realidad, Rhumi le había parecido una muchacha muy agradable y educada, pero seguía enfadado porque entre ella y su hijo le hubiesen dejado en tan mal lugar con Derguín.
—No pienso consentir que se convierta en una «seguidora del campamento» como decís vosotros, ni voy a permitir que tenga que ganarse la vida en la taberna de Gavilán para que los clientes le den pellizcos en el culo y le cuelen las propinas en el escote.
—No me gusta que me desautorices, Aidé.
—Mira,
tah
Kratos, tú deja en mis manos los asuntos domésticos, no te metas en ellos y así no tendré que desautorizarte. ¿Acaso me has oído a mí opinar alguna vez sobre cómo debes gobernar la Horda Roja?
Kratos se quedó estupefacto ante la ocurrencia de Aidé. Si algo había hecho desde el primer día en que él se convirtió en jefe de los Invictos era opinar de todo. Su gesto de asombro debió ser tan cómico que incluso la joven se dio cuenta de que lo que acababa de decir se contradecía de forma palmaria con la realidad, y empezó a reír a carcajadas y se abrazó a Kratos.
Aunque habían recorrido tales distancias y sufrido tantos avatares que las últimas semanas se antojaban una eternidad, lo cierto era que sólo llevaban siendo amantes un mes. La mera cercanía física bastaba para enardecerlos. Lo que había empezado como el inicio de una posible discusión terminó entre las sábanas del lecho.
Cuando terminaron, Aidé le hizo recostar la cabeza entre sus senos. Normalmente era ella quien se apoyaba sobre el pecho de él, pero ahora se empeñó en lo contrario, como si quisiera acunarlo. Para Kratos resultaba algo incómodo; le obligaba a torcer la espalda y además le daba la impresión de que su peso debía molestar a Aidé.
—¿No los notas más hinchados?
Kratos palpó con la mano izquierda los pechos de la joven. Ya lo había hecho antes, pero no precisamente con intenciones examinadoras.
—Yo diría que los noto iguales. Sólo estás de un mes, Aidé.
Ella suspiró y le pasó la mano por la cabeza. Al hacerlo se oyó un áspero
kejjjj
,
kejjjj
.
—Pinchas un poco. —Su rostro se iluminó como el de una niña—. ¿Me dejas que te afeite?
Kratos se resignó. Jamás había dejado que nadie que no fuera un barbero lo afeitara; ni siquiera su concubina Shayre, por más que insistía en ello.
—¿De qué te has acordado? Se te han puesto los ojos tristes.
—¿A mí? No, no es nada —contestó Kratos, apartando la mirada—. Estaba pensando en todo lo que tenemos que organizar mañana.
—Olvídalo ahora. La noche es el reino de las lunas, del descanso y del placer.