El simulacro que durante siglos ha ocupado el lugar del dios herrero se desvanece.
Como se ve, la larga asamblea de los Yúgaroi sigue ofreciendo sorpresas.
M
ientras subía las escaleras del torreón con su hijo en brazos, Kratos iba pensando en cómo organizar el viaje. El mensaje del Gran Barantán había sido muy claro. «Te veré en Teluria dentro de cuatro días y te diré en persona lo que tienes que hacer.»
¡Cuatro días! Para..., ¿cuántos kilómetros? Casi prefería no saberlo, porque la fatiga y el desánimo se abatían sobre él como un manto de plomo. Una vez asentado en Pasonorte, había tenido la esperanza de descansar un poco. No era mucho lo que pedía: dormir tal vez seis horas por noche, pasar un rato con Aidé y también con Darkos. El resto del tiempo lo dedicaría a organizar la reconstrucción de la ciudad y la transformación de la Horda Roja.
Pero los acontecimientos se precipitaban a una velocidad imposible y parecían empeñados en robarle hasta la última hora de sueño y descanso. ¿Cuándo era la última vez que se había tumbado a haraganear y se había permitido dejar la mente en blanco?
Conocía la respuesta. Cuando era un capitán más de la Horda Roja, un hombre solitario y sin esperanzas de futuro, amargado por la lesión de su hombro y la pérdida de la Espada de Fuego. Entonces no le faltaba tiempo. Todo lo contrario: cada día era vasto y llano como un páramo.
Sí, ahora se sentía infinitamente más vivo de lo que se había sentido en años, pero ¿no podía haber un término medio entre el vacío del tedio y la presión insoportable a la que se veía sometido ahora?
Sabía de sobra la respuesta. No existía ese término medio. Antes lo habría achacado a que los dioses se complacen en poner a prueba a los humanos para endurecerlos.
Ahora pensaba bien distinto.
Los dioses no nos ponen a prueba. Los dioses nos atormentan porque son crueles y caprichosos
.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Aidé al ver entrar a Kratos. La joven se había quedado dormida sobre la cama, sin llegar a desvestirse ni cubrirse con la manta—. No me he enterado de cuándo ha salido.
—Enseguida te cuento.
La alcoba de Darkos estaba separada de la de ellos por una puerta que habían encontrado entre las ruinas y no llegaba a cubrir el vano, pero les ofrecía algo de intimidad. Kratos pasó al interior y, agachándose con cuidado, dejó a su hijo sobre la yacija. Después le tocó la frente. Aunque su cuerpo estaba algo caliente, no parecía tener fiebre.
—Como cuando se despierte le note algo raro, juro por esos cabrones de dioses que te despellejo, Barantán —masculló.
¿Qué hacer ahora? Se le antojaba una locura obedecer las instrucciones dictadas por los labios de un crío de catorce años poseído por un mago que apenas levantaba metro y medio del suelo. Sin embargo, el Gran Barantán había demostrado que poseía poderes auténticos. Algunos parecían naturales, como sus dotes de algebrista: gracias a las dolorosas manipulaciones de Barantán, Kratos había recuperado el uso del hombro derecho. Otros eran más espectaculares. Muchos testigos acreditaban cómo el mago había invocado una tormenta sobrenatural y descargado un infierno de rayos sobre el demonio metálico Molgru.
No había que dejarse engañar por su aspecto. Aquel hombrecillo era un Kalagorinor.
Es penoso seguir la senda de los sabios, pero dulce servir a la luz que no ciega
. Así rezaba el lema que le enseñó Yatom cuando lo salvó del corueco. Por si en algún momento lo hubiese olvidado, las tres cicatrices paralelas que bajaban desde su oreja derecha hasta su clavícula se lo recordaban.
Rendido de sueño, Kratos entrecerró los ojos, y los recuerdos regresaron tan vívidos como si alguien los estuviera pintando ante él.
En aquel entonces tenía diecinueve años. Era un Ibtahán con seis marcas, esperando a que llegara el mes de Anfiuntaniar
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para presentarse a la prueba de maestría que lo convertiría en Tahedorán.
Los cadetes de Uhdanfiún estaban obligados a servir al ejército de Áinar si éste los reclamaba para misiones concretas. En aquella ocasión, Kratos fue alistado junto con nueve compañeros más para viajar al noroeste de Áinar con un batallón de infantería y un escuadrón de caballería. Los límites del imperio terminaban teóricamente en el desfiladero de los Cuchillos, que separaba la Sierra Virgen de las montañas de Misia. Pero la política de Áinar era mantener puestos avanzados más al norte para evitar que los pueblos bárbaros amenazaran sus provincias septentrionales.
Aquel invierno, el del año 981, fue el más crudo que se recordaba en mucho tiempo, con temperaturas y ventiscas más propias de las tierras al norte del país de los Équitros que de aquella región. Como Kratos le había contado a Derguín, siempre que salían al aire libre lo hacían con gruesos abrigos, guantes de piel forrados y la cara embadurnada de sebo. Aun así, los médicos hubieron de amputar muchos dedos de manos y pies, y varios soldados quedaron desnarigados. Si tenían que orinar al aire libre, algo a veces inevitable porque no transpiraban ni una gota de sudor, tenían que hacerlo contra el viento. De lo contrario, el chorro se congelaba no sólo en pleno aire, sino incluso antes de salir del miembro, lo que producía heridas muy molestas y, lo que resultaba casi más doloroso, las carcajadas de los compañeros.
Aquellos fríos extremos provocaron que los Mahík, que normalmente se concentraban más al noroeste y hacían incursiones muy esporádicas en forma de pequeñas bandas de salteadores, bajaran en masa hacia el sur y amenazaran la frontera y los puestos que custodiaban la Ruta del Ámbar. El comercio con el país de los Équitros era demasiado valioso para que Áinar se permitiese perder la mitad de los cargamentos a manos de los salvajes Mahík.
El día 13 de Elertaniar, cuando a Kratos sólo le quedaba una semana de servicio, salió con una partida de veinte hombres a perseguir a dos prisioneros fugados. Los alcanzaron casi a media tarde, y cuando regresaban empezó a echárseles la noche encima. Llegados al lecho de un río helado, cabalgaron por su orilla derecha, la que ofrecía el terreno más despejado. Kratos sugirió al sargento que mandaba la patrulla que, si no quería marchar por las alturas que rodeaban el río, al menos enviara exploradores que inspeccionaran las crestas. Como era de esperar, el sargento se burló de su bisoñez, lo llamó «gallina» e hizo caso omiso de su consejo.
Y, también como era de esperar, pues en la guerra siempre se cumple la peor hipótesis, cayeron en una emboscada. Las flechas empezaron a lloverles desde dos sitios distintos. En la primera andanada, una saeta mató a la montura de Kratos, un animal de una raza norteña poco mayor que un poni y cubierto por unas espesas guedejas más propias de una vicuña que de un caballo.
Por aquel entonces, como Ibtahán, Kratos sólo conocía la fórmula de la primera aceleración. En cuanto dio con sus huesos en la nieve, la pronunció y subió por la ladera como alma que lleva el diablo mientras las flechas seguían silbando a su alrededor.
Trepó por un sendero entre las rocas, tan estrecho que se dejó un jirón de la capa contra un peñasco. Sin pretenderlo, desembocó en un pequeño claro rodeado de pinos y se topó casi de bruces con siete bárbaros que disparaban rodilla en tierra agazapados entre los árboles y las piedras.
Kratos desenvainó la espada y embistió contra los Mahík sin pronunciar palabra. Aunque Protahitéi no proporcionaba la velocidad casi sobrenatural de la tercera aceleración, Kratos se movía un cincuenta por ciento más rápido que en estado normal, contaba con la sorpresa y también con su pericia como Ibtahán. En apenas un minuto abatió a cuatro bárbaros y puso en fuga a los otros tres. Aunque había otro grupo de emboscados, supo luego que su oportuna irrupción en el claro había salvado la vida de la mitad de los miembros de su patrulla.
En lugar de regresar con el resto, Kratos decidió seguir por la ladera para buscar al segundo grupo de enemigos, ya que la cantidad de flechas que les habían disparado le parecía excesiva para tan sólo siete arqueros.
Fue entonces, mientras el sol rozaba el horizonte oeste y Taniar asomaba como una hermana gemela por oriente, cuando lo atacó el corueco.
Aunque estaba cansado de la carrera ladera arriba y del combate contra los Mahík, Kratos volvió a entrar en Protahitéi. Pero aquella bestia de casi dos metros y medio y al menos trescientos kilos de peso se movía con una agilidad insospechada. Cada vez que Kratos le lanzaba un tajo con la espada, el corueco interponía los brazos. La hoja penetraba apenas en la piel coriácea del monstruo y chocaba con sus huesos metálicos sin causarle ningún daño.
En uno de los saltos para esquivar los zarpazos de la criatura, Kratos se quedó clavado hasta las caderas en la nieve. Desconcertado, no vio venir el siguiente golpe, que le alcanzó en un lado de la cabeza y lo dejó semiinconsciente.
Cuando la visión se le despejó un poco, descubrió que viajaba suspendido en el aire, cabeza abajo. El monstruo lo había agarrado con una manaza por ambos tobillos y lo llevaba así, con el brazo estirado para mantener a su presa apartada del cuerpo, mientras avanzaba anadeando con sus dos piernas grotescamente cortas y apoyando en la nieve los nudillos de la otra mano.
El corueco no andaba con muchos miramientos. El cráneo de Kratos, que por aquel entonces todavía tenía pelo, se hundió en la nieve varias veces y se rozó con más de una piedra. A su paso iba sembrando manchas de sangre, pero la hemorragia no era grave. Parecía milagroso que las garras del monstruo no le hubieran desgarrado la carótida o la yugular.
El sol terminó de ponerse mientras el corueco lo llevaba a su guarida, una grieta en la ladera de un monte. Para ampliar el hueco, la bestia apartó la piedra que lo tapaba empujándola con el brazo libre y un pie. Entrando en Urtahitéi, Kratos quizá habría logrado mover esa roca, pero en aquella época era algo impensable para él.
La guarida del monstruo era una cueva angosta y húmeda. No se trataba de la típica gruta excavada por el agua en la caliza y decorada con estalactitas y estalagmitas: las paredes eran bloques de granito que en algún momento del pasado se habían resquebrajado, separándose en grandes grietas. En el aire flotaba tal olor a matadero y letrina que Kratos no pudo contener las arcadas y sus vómitos ácidos contribuyeron al hedor general.
El corueco tiró a Kratos en un rincón. El Ainari logró revolverse en el sitio para no partirse la cabeza, pero cuando quiso ponerse en pie la bestia ya había vuelto a tirar de la piedra para tapar la entrada y la escasa luz que llegaba del exterior desapareció.
La noche fue eterna. Kratos pensó que ya no tenía nada en las tripas, pero aún vomitó otra vez, y sólo haciendo terribles esfuerzos logró contener los retortijones intestinales provocados por el frío y el miedo. Lo único que distinguía en aquella oscuridad eran los ojos fosforescentes del corueco, dos luciérnagas amarillas volando en paralelo. Desarmado, tan sólo podía acurrucarse contra la pared de granito y rezar a todos los dioses para que la bestia no se acercase más.
Pese a que no veía nada, el olor a sangre y heces le informaba de que no estaba solo en aquella despensa. Dentro de la cueva no hacía tanto frío como en el exterior; de lo contrario, Kratos no habría sobrevivido. A cambio, la carne de las víctimas del corueco no llegaba a congelarse y se corrompía lentamente.
Durante la noche, el corueco dormitó a ratos, como revelaban sus largos y gorgoteantes ronquidos. Pero no llegaba a cerrar del todo los ojos: Kratos los veía a unos metros, dos finas ranuras amarillas. En cualquier caso, el miedo y, sobre todo, la oscuridad lo tenían paralizado, y no habría sabido adónde huir.
Cuando se acostumbró un poco más a las tinieblas, vio que más allá de los ojos de la bestia había una zona más clara, un triángulo que, sin llegar a ser luminoso, permitía intuir que la roca que hacía de puerta no encajaba del todo en el hueco de la entrada. Pero Kratos sabía que, aunque se atreviera a moverse de donde estaba, corriendo el riesgo de llamar la atención del corueco, no sería capaz de desplazarla.
En varias ocasiones, la bestia se levantó para alimentarse. Los sonidos que emitía en su festín eran repugnantes: chasquidos de huesos rompiéndose, sorbidos viscosos, roncos gruñidos de placer. Kratos ignoraba cuántos cadáveres guardaba la bestia en su cubil, pero por la orientación que sugerían los ruidos debían ser al menos tres o cuatro, repartidos por diversos rincones.
Hubo momentos en que Kratos casi se quedó dormido; pero cada vez que daba una cabezada, veía al corueco abalanzarse sobre él y se despertaba con el corazón desbocado.
Con todo, al final de la noche debió adormilarse de pura fatiga y miedo. Se vio empuñando la mítica
Zemal
, la Espada de Fuego de la que había oído hablar desde que era niño. O así lo creía con la confusión típica de los sueños, porque la hoja de aquella arma era curva y brillaba con un intenso resplandor verde, y no blanco azulado como el de
Zemal
. Con aquella arma, Kratos se plantó ante el corueco, le cortó la cabeza y luego hendió su cuerpo de arriba abajo. Mas, cuando se disponía a salir de la cueva, de las entrañas del monstruo brotó una enorme criatura alada, un dragón que abrió las fauces para vomitar un chorro de fuego sobre él.
Despertó tiritando de frío y con las pulsaciones aceleradas. El corueco lo estaba mirando, sin parpadear. Por encima de su cabeza, el resquicio sobre la roca dejaba pasar un claror gris que anticipaba el alba.
La bestia se puso en pie y avanzó hacia él, apoyando ambos nudillos en el suelo.
Voy a morir
, comprendió Kratos. Sus sueños de gloria —convertirse en Tahedorán y algún día en Zemalnit— quedarían en nada, y se convertiría en carroña devorada poco a poco por aquella criatura carnicera.
En ese momento, la roca que tapaba la entrada se movió con un fuerte crujido. Una figura envuelta en una capa y apoyada en un báculo se recortó contra la mortecina luz del exterior. El corueco se volvió hacia el recién llegado, profirió un gruñido de desafío y aporreó con los puños las escamas que le cubrían el pecho. Después se abalanzó hacia la puerta de la cueva con un rugido.
Kratos no esperó más. Pronunció a toda prisa la fórmula de Protahitéi, se levantó y corrió hacia el exterior. No le auguraba un porvenir muy largo al hombre al que había visto perfilado contra la luz, pero no pensaba enfrentarse desarmado al corueco si podía evitarlo, así que aquel tipo tendría que apañárselas solo.