En el mismo instante en que llegaba a la grieta de salida, oyó una sílaba tan grave que le retumbó en el pecho,
MMENNNNN
.
—¡Tírate al suelo! —le gritó una voz humana.
Kratos no dudó en obedecer. Un segundo después oyó un silbido crepitante, como una tetera hirviendo en el fuego pero mucho más potente, y a continuación el crujido de algo muy pesado que caía sobre la nieve. Aún esperó antes de levantar la cabeza, e hizo bien, pues notó que algo caliente le pasaba por encima. El extraño siseo se repitió y pequeños fragmentos de roca cayeron sobre sus pantorrillas.
—Ya puedes levantarte, amigo.
Cuando se incorporó, vio que a unos pasos de distancia el corueco yacía panza arriba sobre la nieve. Le habían segado el cuello limpiamente y su cabeza yacía a medio metro, unida al resto del cuerpo tan sólo por el charco de sangre que poco a poco se extendía por el manto blanco.
Kratos se dio la vuelta y comprobó que a la izquierda de la entrada había una hendidura perfectamente recta en la roca. Aún brotaba humo de ella. Lo que hubiera decapitado al corueco había pasado por encima de Kratos y taladrado la piedra.
Se volvió hacia su salvador. Era un hombre de su misma estatura, corpulento aunque no gordo, de barba blanca y encrespado cabello gris. La capa que cubría su cuerpo, de lana parda y textura basta como arpillera, no parecía tan gruesa como para protegerle del frío que reinaba en aquel lugar.
El desconocido se presentó como Yatom, a secas. No añadió el nombre de su padre ni de qué ciudad procedía. El joven Kratos, sin embargo, infinitamente agradecido por haberse salvado en el último instante, le dijo que se llamaba Kratos May, que era natural de Tíshipan, que estudiaba para convertirse en Tahedorán y que ahora estaba sirviendo en el ejército imperial.
Al ver que Kratos tiritaba y tenía los labios azules de frío, Yatom lo guió ladera abajo hasta donde empezaban los pinos. Una vez allí, arrancó unas cuantas ramas, les sacudió la nieve, las tronchó y las amontonó y prendió fuego haciendo girar la punta de su báculo sobre ellas. Después abrió el zurrón que llevaba colgado en bandolera y sacó una bota de vino, una torta de cebada y unas tiras de cecina. La carne seca y aquel cereal más apropiado para alimentar a un pollino que a un humano le parecieron a Kratos los manjares más suculentos que había probado en su vida. Mientras los comía en cuclillas junto al fuego lloró de agradecimiento y le dijo a Yatom que podía pedirle lo que quisiera.
—He perdido mi espada, pero si no la encuentro conseguiré otra, y tuyos son los servicios que pueda prestarte con ella.
Yatom sonrió bonachón; era un hombre más cordial que Linar y sin asomo de la insolencia burlona del Gran Barantán.
—¿Estás seguro de lo que dices? Mira que los servicios que pedimos los magos pueden resultar una carga pesada para quien ha de prestarlos.
Un mago. Tenía que serlo. De otra manera no habría podido apartar la enorme roca ni decapitar al corueco sin armas, al menos visibles. «No te mezcles nunca en asuntos de brujas ni magos o perderás el triple de lo que creas ganar», le solía decir su anciana abuela en Tíshipan.
Pero ya entonces Kratos se aferraba a su palabra. Le había ofrecido sus servicios a Yatom y no pensaba retractarse aunque le brindasen la oportunidad.
—Estoy seguro.
—Muy bien,
ib
Kratos. Sospecho que, si el destino ha guiado aquí mis pasos para que salve tu vida, es porque Kartine te tiene reservado algo grande. Estoy convencido de que llegarás a maestro de la espada como ansías, y serás uno de los Tahedoranes más grandes que hayan existido. Te lo digo yo, que he conocido a muchos, entre ellos al gran Minos.
—¿A Minos Iyar? Pero si vivió hace más de tres siglos...
—Así es,
ib
Kratos. Sé que no parezco joven, pero tengo muchos más años de los que aparento —dijo Yatom, con cierta coquetería que resultaba chocante en un mago.
Cuando Kratos terminó de comer, Yatom le aplicó un bálsamo en las heridas y le puso una venda encima.
—Puedo cosértelas de tal manera que no te quede cicatriz.
¡Una cicatriz de garras de corueco! Un guerrero de diecinueve años no podía resistirse a lucir un trofeo como aquél, aunque en realidad no fuera él quien hubiese derrotado a la bestia.
—No lo hagas. Quiero esa cicatriz. Así recordaré siempre que estoy en deuda contigo.
—Tú lo has dicho, no yo. Que sea como deseas.
Ya repuesto de las adversidades de la noche, Kratos desanduvo el sendero trazado por las pisadas del corueco y su propio rastro de sangre. Por suerte, no había vuelto a nevar y era fácil seguir las huellas. Gracias a eso, no tardó en encontrar su espada.
Krima
era la única herencia que conservaba de su padre. La había forjado Beorig, uno de los mejores espaderos de su época, para Tiblos May, que se la había legado a su hijo Drofón, y de éste había pasado a Kratos. La hoja no sólo poseía valor sentimental: cualquier experto, fuera guerrero o coleccionista, habría pagado por ella al menos sesenta imbriales, quince meses de sueldo para un oficial Ainari.
Al recordarla ahora, a Kratos se le empañaron los ojos. Guardaba los dos fragmentos de
Krima
en un baúl. Él mismo la había roto contra la rodilla metálica de Gankru. En el pasado ya la había quebrado Ulma Tor, pero Derguín se la había devuelto milagrosamente reforjada, con una misteriosa T grabada en la espiga.
Por desgracia, los milagros sólo ocurren una vez.
¿Por qué no hago más que recordar el pasado?
, se preguntó.
Cuando encontró a
Krima
, Kratos se había arrodillado de forma dramática ante Yatom y le había ofrecido la espada, sujetándola por el plano y tendiéndole la empuñadura. El mago, rozando el pomo con los dedos, le había dicho:
—Acepto los servicios que me ofreces libremente y por propia voluntad,
ib
Kratos May. Cuando yo o cualquiera de mis hermanos en el Kalagor los requiramos con la fórmula
Es penoso seguir la senda de los sabios, pero dulce servir a la luz que no ciega
, tú nos los prestarás.
—Que los dioses sean testigos —corroboró Kratos.
—Me basta con que lo sepamos tú y yo. No metas a los dioses en esto —respondió Yatom.
Ahora, muchos años después, Kratos comprendía por qué.
Por aquel juramento había tenido que unir su destino al de Derguín Gorión. Poco después de la muerte de Hairón, Yatom le había dicho: «Debes adiestrar a un joven guerrero para que se convierta en el próximo Zemalnit».
Y así había sido. Kratos cumplió su palabra, a su pesar, entrenando al muchacho para que en muy poco tiempo se pusiera en forma y perfeccionara su técnica. Después, a orillas del mar Ignoto, obedeciendo la orden de Linar, Kratos renunció a luchar contra Derguín, aunque calculaba que tenía siete probabilidades entre diez de derrotarlo con la espada.
No obstante, sabía que estaba en deuda con Derguín. El joven Ritión le había salvado la vida en tres ocasiones. La primera casi por reflejo, al desviar una flecha que volaba hacia su cuello. La tercera gracias a la Espada de Fuego, cuando destruyó al demonio Gankru.
Pero era la segunda vez la que más hacía sentir a Kratos el peso de su débito. Cuando Krust, Tylse, Aperión y él se encontraban encerrados en las mazmorras del castillo de Grios, Derguín podría haber aprovechado la ocasión para librarse al mismo tiempo de cuatro rivales, lo que le habría dejado —como al final sucedió— mano a mano contra Togul Barok. Sin embargo, se había desviado de su camino, corriendo un gran peligro, para sacarlos de allí. ¡Y le había devuelto, milagrosamente reforjada, su espada
Krima
!
Recordó las palabras de Aidé. «¿Por qué eres tan injusto con él?» Ella tenía razón. ¿Cómo habría actuado Kratos en lugar de Derguín? Quería pensar que, del mismo modo que el joven Ritión había llevado a
Riamar
a Grios, él habría tirado de las riendas de
Amauro
para desviarse de su camino y sacarlo del aprieto.
En cualquier caso, no se trataba de eso ahora. Su deuda con Derguín era un asunto entre ambos. Pero la que guardaba con los Kalagorinôr ya estaba más que saldada. No tenía por qué obedecer las instrucciones del Gran Barantán.
Sin embargo, mientras tapaba a su hijo con la manta, pensó que el dilema actual no era obedecer o desobedecer. El verdadero problema era que, aparte de lo que le proponía Barantán, —tan enigmático como se mostraban siempre los Kalagorinôr—, no le quedaba ninguna otra opción. Las estatuas cobraban vida. Las lunas se convertían en rostros y luego se apagaban. ¿Qué sería lo siguiente? La lluvia de estrellas había sido un espectáculo muy bello, pero sospechaba que en algún otro lugar de Tramórea no lo habían visto así. La caída de una sola roca celeste en Trisia había provocado la hambruna que llevó a la Horda Roja a Malib. ¿Qué consecuencias tendría lo ocurrido poco antes de anochecer?
«El sueño de los dioses ha terminado. El tiempo de los humanos se acabó.»
¿Podían los dioses cumplir su amenaza? Uno solo de ellos había matado a casi quinientas personas. Al final los Invictos habían logrado destruirlo, pero Kratos no se hacía ilusiones: estaba convencido de que sólo se trataba de una imagen poseída por el espíritu del verdadero Anfiún. Así se lo había corroborado la semidivina Samikir. Para matar a los auténticos Yúgaroi tendrían que esforzarse mucho más.
Considerando los poderes y las armas que podían manejar los dioses, la guerra prometía ser breve y devastadora. Si querían sobrevivir, los mortales no podían perder la iniciativa.
En realidad, se corrigió Kratos, ya la habían perdido. Se trataba de recuperarla o, al menos, de actuar. Pero ¿qué podían hacer? ¿Arrojar piedras al cielo, escupir hacia lo alto y esperar a que el salivazo les cayera de nuevo en la cara?
Lo único que tenía era la propuesta del Gran Barantán. Y si quería llegar a Pabsha en cuatro días, empresa que se le antojaba imposible, debía empezar con los preparativos cuanto antes.
—¡Ahri! —llamó en cuanto salió de la alcoba de Darkos.
El antiguo Numerista estaba ya allí, sentado y hablando casi en susurros con Aidé. Por lo que a Kratos le llegaba de la conversación, debía estar contándole todo lo sucedido en la celda de Samikir. Ahri era hombre de principios. Poco antes de que Kratos se convirtiera en jefe de la Horda, Ihbias había intentado que falsificara las cuentas. Tras obtener como respuesta una negativa, le había propinado una paliza tan salvaje que varias semanas después aún le quedaban huellas en el rostro.
Pero si de lo que se trataba era de sonsacarle información, no hacía falta tan siquiera amenazarlo con la tortura: la lengua de Ahri se soltaba de forma espontánea.
—Acércate. Tenemos que planear el viaje.
Ahri sacó de su zurrón un mapa plegado y lo desdobló sobre una mesa. Era una copia del mapamundi de Tarondas. Kratos señaló con el dedo Pasonorte y después el país de Pabsha, al otro lado de las montañas de Atagaira.
—El Gran Barantán ha dicho que debemos estar allí en cuatro días. ¿Cómo lo ves, Ahri?
—Imposible,
tah
Kratos.
—¿En cuatro días? —preguntó Aidé, que se había unido a ellos—. ¡Ese hombre está loco!
Aidé no le guardaba demasiado cariño. Aún conservaba una pequeña cicatriz del corte que el Gran Barantán le hizo bajo la barbilla para que la sangre sirviera de cebo y atrajera a Molgru.
—Tendríamos que subir por aquí, hacia el nordeste. —Kratos plantó el dedo en el límite entre Abinia y la península de Iyam. Allí, según el mapa, se abría un paso entre las montañas y la costa—. Luego descenderíamos dejando Etemenanki a la izquierda, y seguiríamos por la costa hasta llegar a Pabsha.
—Demasiados kilómetros,
tah
Kratos. Incluso en veinte días sería un viaje fatigoso.
—Disponemos de miles de caballos del botín de los Aifolu. Esos animales son muy resistentes y comen menos que los nuestros.
—Por resistentes que sean, reventarán si tienen que cabalgar varias jornadas seguidas más de cien kilómetros.
—¡Pues que revienten! Tenemos de sobra. Podemos llevar cinco o seis por cada jinete, los que sean necesarios.
Aidé torció el gesto. Le gustaban mucho los caballos. Sin esperar a que dijera nada, Kratos se explicó.
—A mí tampoco me hace gracia sacrificar caballos, Aidé. No tienen la culpa de las tropelías que hayan cometido sus anteriores dueños. Pero nos hallamos en una situación desesperada.
—Así y todo —insistió Ahri—, no llegaremos. Aun cumpliendo los mejores promedios, necesitaríamos seis o siete días. Y eso si el terreno no es demasiado accidentado.
—Pues si tardáis más días, que el Pequeño Barantán se aguante y os espere —sentenció Aidé.
—No confío mucho en que lo haga —repuso Kratos—. Los magos son gente soberbia, y no les gusta que se desobedezcan sus instrucciones. Además, me temo que la urgencia aquí no es ningún capricho.
Meditó durante un rato, mientras Ahri y Aidé guardaban silencio. Por fin, dijo:
—Hay otra posibilidad. —Su índice trazó una línea recta desde Pasonorte hasta Pabsha.
—¿Atravesar esas montañas? Eso debe ser casi imposible. —Aidé se volvió hacia la ventana que miraba al este. Los picos de Atagaira se sucedían en filas, cada una más alta que la anterior, hasta llegar a las cimas donde las nieves perpetuas relucían azuladas bajo la luz de la mañana.
La mente de Kratos, aturdida de sueño, volvió a ausentarse. La luz. El Sol...
¿Serían capaces los dioses de apagar el mismísimo Sol? Hasta que amaneció y vio cómo asomaba sobre el horizonte este, Kratos no las había tenido todas consigo. Y, a juzgar por los susurros preñados de temor que se escuchaban, no era el único. Según el Mito de las Edades, cuando Tubilok se apoderó de Tramórea cubrió el cielo con un velo de sombras y cenizas que no dejaba pasar la luz del día. ¿Lo repetirían ahora los dioses? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir la humanidad sin los rayos del Sol?
Kratos sacudió la cabeza para espabilarse y de paso ahuyentar tales pensamientos. Añadir nuevos temores a los que ya sentían sólo conseguiría paralizarlos como ratones ante la mirada hipnótica de una cobra. Lo mejor era actuar, actuar, actuar.
—Si nos empeñamos en cruzar las montañas por arriba —dijo—, sí que será imposible. Pero lo intentaremos por abajo.
—¿Por abajo? Interesante —dijo Ahri—. Cuando afirmas algo así, supongo que lo haces porque conoces algún dato que a los demás se nos escapa. ¿Hay túneles bajo las montañas de Atagaira?