Darkos tragó saliva y su gesto cambió. Era evidente que sabía que su padre no falseaba ni exageraba las dificultades. Pero no apartó la mirada. Eso agradó a Kratos.
—Lo resistiré.
—¿Estás seguro?
—Padre, aguanté en las catacumbas de Ilfatar y conseguí escapar con Rhumi. Después, cuando mataron a Asdrabo y me quedé solo, recorrí más de mil kilómetros con el Gran Barantán, soportando que me metiera garbanzos entre los dedos mientras tenía que sufrir el traqueteo de su maldito carromato y que me triturara con sus charlas.
Por una vez has utilizado el verbo «triturar» con algo de propiedad
, pensó Kratos, pero prefirió dejar que el muchacho siguiera hablando.
—Después de las horas de viaje, me obligaba a cortar leña, encender la hoguera, traer agua, almohazar a los caballos, limpiar el carro y cocinar la cena. ¡A veces hasta tenía que darle masajes en los pies!
—Como iniciación al sufrimiento no está mal. Lo que yo habría llevado peor son las charlas de ese insufrible hombrecillo.
—¿Cuándo salimos, padre? Debo preparar mi equipaje.
—¿Cómo que cuándo salimos? ¿Es que te he dicho en algún momento que sí?
Darkos levantó la barbilla y entrecerró los ojos. Aunque el mentón cuadrado lo había heredado de él, el gesto de terquedad era típico de su madre Irdile, a la que Kratos había dejado en Tíshipan porque no soportaba su carácter dominante. ¿Le ocurriría lo mismo con Aidé? Creía recordar que con Irdile había tardado un año en sostener las primeras discusiones, y no un mes escaso.
—Me lo debes —dijo Darkos.
—¿Que te lo debo? ¿Se puede saber qué me vas a echar en cara ahora? —
¿Que os abandoné a tu madre y a ti?
, añadió para sí mismo.
—Yo te salvé de esos bárbaros Khrumi, ¿te acuerdas?
—Sí, con esa
Zemal
de mentira. Si llegan a descubrir que podían apagar las llamas de esa espada orinándole encima, te habrías metido en un buen lío.
—El que estaba en un lío eras tú. Yo te saqué de él.
—Eso es cierto.
—Y gracias a que te llevé con el Gran Barantán, él te curó el hombro y pudiste manejar la espada de nuevo, triturarte a Ihbias y hacerte jefe de la Horda. Así que tienes que dejarme ir.
Kratos se cruzó de brazos.
—¿Te parece bien echarle cosas en cara a tu propio padre? ¿Ésa es la educación que te dieron en Ilfatar los Ritiones? En Áinar a los hijos que faltan al respeto a sus padres los azotan en las plazas públicas.
A ver qué responde a eso
, pensó.
—¡No te estoy echando en cara nada! ¡Es injusto que me digas eso! No te he pedido dinero, ni que me regales un caballo, ni ropa, ni nada. Lo único que quiero es que me dejes ir contigo.
—¿Por qué tienes tanto empeño? No sabemos a qué nos vamos a enfrentar, pero me temo que el combate que libramos anoche contra la estatua viviente de Anfiún nos va a parecer una simple pelea de taberna en comparación con lo que nos aguarda. Estamos hablando de hacerles la guerra a los dioses, hijo.
—¡Por eso mismo! Yo estaba ahí también, ¿recuerdas? Oí lo que dijo Anfiún, que nuestro tiempo se ha acabado. ¡Los dioses quieren que los humanos nos extingamos! Si se va a acabar todo, si va a ser el fin del mundo, yo quiero estar a tu lado. Eres mi padre, ¿no lo entiendes? Me he pasado toda la vida sin saber quién eras. Ahora que por fin... que yo...
Darkos agachó la cabeza. Se le había quebrado la voz y tenía los ojos llenos de lágrimas. Kratos pensó qué habría hecho su padre en una situación similar. Probablemente, propinarle una bofetada y decirle: «Que no vuelva a verte llorar».
Lo que hizo Kratos fue abrazar a su hijo. Se dio cuenta de que él también tenía un nudo en la garganta. Respiró hondo, controló la voz y dijo:
—Ve con Gavilán y pregúntale qué debes llevar para el viaje. Yo te elegiré los mejores caballos. Si tenemos que cabalgar hasta el fin del mundo y más allá, lo haremos juntos.
S
i al oír la voz de la estatua y ver cómo inclinaba la cabeza hacia él Derguín no había salido corriendo, era porque la armadura le impedía hacerlo con un mínimo de dignidad.
La cabeza de la escultura había cambiado. Aunque el cuerpo seguía siendo de aquel material negro que absorbía toda la luz, el rostro parecía ahora el del viejo
Xóanos
que Derguín conocía bien, ya que había visitado varias veces el templo de Tarimán en Narak. La barba y el pelo rojos, la piel de un suave rosado, las dobles pupilas rodeadas por iris azules. Pero los colores, desvaídos por el tiempo, habían recuperado su viveza, como si la estatua acabara de salir del taller del imaginero.
El gigante le sonreía, pero no movía la boca al hablar. La voz brotaba de algún lugar cercano a su cabeza, potente y clara, y hablaba en Ritión.
—¿Eres Tarimán? —le preguntó Derguín cuando fue capaz de articular palabra.
—Lo soy y no lo soy.
—No te entiendo.
—Éste que ves no es mi cuerpo, sino una estatua animada por mi voluntad. La voz que escuchas es la mía, que te llega a través de mucha distancia. Así que soy y no soy Tarimán. Para simplificar las cosas, considera que lo soy y dirígete a mí como Tarimán. Nos ahorraremos muchos circunloquios. Puedes decirle a tu amigo El Mazo que se arrime. No voy a comérmelo, no soy tan tragón como él.
—¿Sabes cómo me llamo? —preguntó El Mazo.
—Se supone que los dioses somos omniscientes. Es mentira, pero en mi caso la suposición se aproxima bastante a la verdad. Espero que disculpéis que mantenga mi cuerpo de este color. Puede inquietaros un poco, pero me sirve para alimentarme.
—¿Alimentarte? —se extrañó El Mazo, que se había acercado tres o cuatro pasos más.
—El sol —dijo Derguín—. No reflejas nada de luz. Te quedas con todo su calor.
—Muy perspicaz, Derguín Gorión. Aunque seas vástago de una civilización tecnológicamente atrasada, demuestras comprender ciertas cosas. Espero, por tanto, que seas capaz de asimilar lo que voy a mostrarte, porque no nos sobra tiempo para largos preámbulos. Observa.
Ante las miradas fascinadas de Derguín y El Mazo, el amplio pecho del gigante se iluminó y se convirtió en una ventana por la que se asomaron a otro lugar que no habían visto en su vida. Maravilla sobre maravilla, también podían escuchar las voces de los que hablaban. Fascinados, contemplaron el final de la asamblea de los dioses.
La lengua que escuchan es el Arcano. Tarimán sabe que Derguín la conoce, pero también se da cuenta de que le resulta trabajoso seguirla. Puesto que bastante difícil le va a resultar comprender las imágenes y los conceptos, el dios herrero traduce las conversaciones al Ritión, manteniendo los timbres y los tonos de las voces originales.
De momento, aunque el simulacro holográfico que ocupaba su lugar en el Bardaliut ha desaparecido, Tarimán conserva el control sobre sensores de todo tipo que le informan de lo que ocurre en tiempo casi real —hay que calcular cierto retraso debido a que la velocidad de la luz no es infinita—. Ignora cuánto tiempo durará esa situación. Tubilok, aunque a ratos desvaríe, es inteligente y no tardará en percatarse de que él y los demás dioses están siendo espiados. Otra cosa es que descubra las trampas dentro de las trampas y que tenga en cuenta que Tarimán guarda en su poder uno de los tres ojos.
Pero, por ahora, el dios herrero aprovecha la situación.
Los ojos de ambos mortales se abren como platos al contemplar la película que se desarrolla ante ellos en la improvisada pantalla abierta en el pecho de Tarimán. Una película que, por mor de la información, el dios les ofrece en diferido y tras someterla a cierto montaje.
Lo primero que debe sorprender a Derguín, sin duda, es ver allí a su amigo Mikhon Tiq, que se ha materializado en el Bardaliut con Tubilok. El joven Kalagorinor, que ha permanecido en el otro extremo de la sala mientras se libraba el combate entre Manígulat y Tubilok —resuelto gracias a él—, se ha acercado después al grupo que forman los dioses. Lo cual, desde el punto de vista de los humanos que lo observan sin comprender el concepto de la gravedad artificial, equivale a verlo caminar cabeza abajo por el techo, bajar luego por una pared curva como si tuviera ventosas en los pies y, por fin, andar en posición vertical y normal.
Ahora que Mikhon Tiq está cerca de los Yúgaroi, Derguín y El Mazo pueden apreciar la verdadera estatura de los dioses. Sin llegar al tamaño de los
Xóanos
, son enormes: casi todos rozan los tres metros. Algunos guardan unas proporciones acordes con su altura, como figuras humanas aumentadas a escala. Pero hay otros con musculaturas desaforadas, hombros separados por metro y medio, bíceps tan grandes como la cabeza y muslos que ni siquiera El Mazo podría abarcar juntando ambos brazos. Por no hablar de la hiperobesa Pothine.
Para ayudar a sus espectadores humanos, que ya se sienten bastante desorientados, Tarimán añade una pequeña etiqueta a la imagen de cada dios. Sus ropas también deben resultarles extrañas, ya que no se corresponden con las que visten sus representaciones tramoreanas, sean estatuas, cerámicas o pinturas. Cada divinidad lleva un atuendo diferente. Está Tubilok con su armadura, pero a ése Derguín ya lo conoce, aunque su presentación haya sido cualquier cosa menos formal.
Himíe cubre su cuerpo con una túnica blanca ceñida a sus formas como una segunda piel. El vestido emite un suave resplandor que se divide en rayos a su alrededor, como le ocurre a la luz del sol al atardecer cuando atraviesa un hueco entre las nubes.
Seguramente también llama la atención de los humanos el belicoso Anfiún, que ahora que Manígulat ha pasado a mejor —o peor— vida es el más alto de los dioses. Sus puños cerrados abultan más que su cabeza, y lleva el inmenso pecho rodeado por un blindaje de bandas metálicas que giran a su alrededor emitiendo destellos azulados.
La diosa de piel de ébano y cabellos blancos, dos metros noventa de altura, cubierta por una armadura roja que podrían haber pintado sobre su cuerpo, es Taniar. Seguro que no se la imaginaban negra, porque no aparece así en ninguna representación, y menos en las que pintan o esculpen las albinas Atagairas, sus hijas putativas. En torno al cuerpo de Vanth flotan unas gasas inmateriales que por instantes dejan entrever sus formas divinas. Pothine, la diosa del deseo, es una criatura grotesca: su cuerpo abulta como dos luchadores de moles abrazados en plena pelea y lo cubre —es un decir— con una malla de rombos. Shirta, de piel marfileña, lleva un vestido ceñido hasta la cintura, abierto luego en una falda de varias capas que se mueven y giran por sí solas en sentidos opuestos, emitiendo chispas de colores que estallan en el aire como pequeñas pompas. Rimom, de piel azul, se cubre tan sólo con su propia cabellera, si es que puede llamarse cabellera a eso: podrían ser lianas, o serpientes. Esas trenzas verdes caen por su pecho y su espalda, rodean sus brazos y sus piernas y no dejan de moverse, anudándose y desanudándose. El efecto combinado de un verde y un azul tan intensos es chocante, repelente y atractivo a la vez.
Así hasta veintinueve. Eran treinta al principio de la asamblea. Ahora falta Tarimán y la baja de Manígulat la cubre, en todos los sentidos, el recién llegado Tubilok.
Los dioses siguen formando un semicírculo, mirando a Tubilok, mientras Mikhon Tiq permanece algo apartado, siempre empuñando el fragmento de la lanza de Prentadurt que ha convertido en su vara de mago.
Lo que está explicando Tubilok a los dioses debe ser difícil de comprender tanto para los humanos que contemplan la escena proyectada en el pecho de Tarimán como para el joven Kalagorinor.
—Durante mil años he soñado en mi encierro, hermanos. Pero no os guardo rencor. Al fin y al cabo, el dios que no se alimenta de sus sueños no tarda en envejecer, y ¿de qué estamos hechos sino del mismo material del que se tejen los sueños?
»¡Tengo un sueño, hermanos! Tengo un sueño, y lo tengo hoy. Sueño que un día todo valle será elevado y toda montaña será aplanada, las curvas serán rectas y las rectas serán curvas.
—Hablas en enigmas, Tubilok —interviene Anfiún, con voz mucho más mansa que cuando se opuso a Manígulat.
—Tranquilo, mi querido hermano, que al final la luz de la comprensión iluminará incluso las espesas tinieblas de tu mente.
El único gesto de rabia que se permite Anfiún es apretar sus descomunales puños. Sin hacerle caso, Tubilok prosigue con su perorata. Por ahorrar a los humanos parte de su verborrea trufada de antiquísimas citas, Tarimán corta un par de veces la escena y empalma las imágenes con sutileza.
—El proyecto de nuestro llorado Manígulat —dice Tubilok, sin asomo de ironía— pecaba de limitado y timorato. Es cierto que este sistema solar se nos ha quedado pequeño, muy pequeño para nuestros anhelos y merecimientos.
»Pero viajar entre las estrellas a paso de caracol no es la solución. Yo os propongo que utilicemos el espacio-tiempo. ¡Yo os propongo que rasguemos el mismo tejido del espacio-tiempo!
—Con todo mi respeto, querido hermano —interviene Taniar, en tono más que cauteloso—. En el pasado nos propusiste lo mismo y, perdona que te lo recuerde, todos corrimos graves peligros. Por eso Tarimán tuvo que rodear el Prates con barreras de materia exótica para evitar filtraciones.
La armadura de Tubilok ha vuelto a entrar en fase y muestra su antiguo semblante en rápidos destellos. Es demasiado desconfiado para presentarse ante los demás dioses sin blindaje, pero comprende que dirigirse a ellos desde detrás de un yelmo inexpresivo no es el mejor recurso para convencerlos. Por eso recurre a una solución de compromiso.
—De cobardes nunca se ha escrito, hermana Taniar. Pero no has de temer. No pretendo salir de esta Brana que habitamos para entrar en el Onkos. ¡Que se queden las Moiras con él, ya que tanto lo desean!
Qué mentiroso eres, hermano
, piensa Tarimán. A Tubilok sólo lo mueve una cosa: conseguir el conocimiento y el poder absolutos. Para ello debe dominar los secretos del Onkos, el espacio de once dimensiones que incluye todas las Branas o universos existentes.
El problema es que en el Onkos habitan las Moiras, criaturas cuyas motivaciones y mentalidad resultan inconcebibles para aquellos de origen humano. Pero hay en ellas un rasgo fácil de comprender: son muy celosas de su poder. Aniquilar un universo entero no es una acción que les remuerda la conciencia, si es que las Moiras poseen algo que se pueda llamar conciencia.