—¡¡Cargad, Invictos!! ¡¡Cargad!!
La voz de Kratos surtió un efecto casi tan sobrenatural como el rayo rojo. Darkos notó cómo se le erizaba la piel de sus lampiños antebrazos y un extraño calor recorría sus venas. Alguien delante de él empezó a cantar, y todos lo corearon:
—¡Como el viento aplasta la hierba! ¡Como el mar arrastra la arena!
Darkos no era oficialmente un Invicto, pero ahora se sintió uno más de la Horda. Pese a la carga del escudo y la pica, corrió cuesta arriba con redobladas energías. Por delante de él veía cabezas, bordes de escudos, puntas de lanzas que tremolaban al compás de la carrera. Y, sobre todo, la figura gigantesca de una estatua viviente de seis metros que bajaba la calle hacia ellos con paso hierático y blandiendo una espada casi tan larga como la pica que sujetaba él con ambas manos.
Cuando iba a cantar el tercer verso con el nombre de Hairón, descubrió que los hombres lo habían cambiado espontáneamente.
—¡Corred, Invictos de Kratos! ¡Que vibren las voces! ¡Que tiemblen las piedras! ¡Corred, Invictos de Kratos!
—¡¡Corred, Invictos de Kratos!! —gritó él, y su voz de adolescente se quebró en un gallo.
No, no había sido tan mala idea. Bajó la vista un segundo y abrió el meñique izquierdo. Pegado al astil de la lanza vio el doble pliegue de su dedo, la curiosa mutación que compartía con su padre.
Sí, el sitio de Darkos May, por peligroso que fuera, estaba al lado de Kratos May.
En la primera fila los rayos incendiarios ya habían derribado a seis o siete hombres, que después eran aplastados por los pisotones de los que venían detrás. Había caído Oxay, y también el trompeta Makrum, y el veterano Mardrán de la compañía Narval. Y Gavilán, su querido Gavilán, el hombre que parecía capaz de descender a los infiernos y regresar vivo.
Kratos se preguntó cuánto tardarían aquellos ojos inhumanos y letales en clavar la mirada en él. La tentación de entrar en Urtahitéi era muy fuerte. Pero si se adelantaba y embestía solo contra aquel coloso, ¿qué conseguiría más que quebrar la gruesa asta de su pica?
No, ahora no era
tah
Kratos, maestro con nueve marcas. Ahora era el general de la Horda, uno más de los Invictos, y si había de vivir o morir lo haría junto con sus hermanos.
Aunque no debieron tardar más de siete segundos en recorrer la distancia que los separaba de Anfiún, se les hicieron eternos. Por fin, mientras los rayos rojos seguían haciendo estragos en la falange, la primera fila de los Invictos, reconstruida sobre la marcha por puro coraje y desesperación, chocó contra la estatua.
Guiadas con rabia homicida, las picas convergieron hacia el pecho y la cintura del gigante. Las puntas de hierro resbalaron sobre aquel metal bruñido como un espejo, arrancando chispas amarillas. Sin modificar su hierática sonrisa, Anfiún echó atrás el brazo derecho para tomar impulso y descargó un tajo sobre la primera fila.
Casi sin darse cuenta, Kratos se encontró en el suelo, empujado por la caída de varios hombres. Sin arredrarse ni soltar la pica, se levantó, afianzó los pies en el empedrado y volvió a golpear con la punta en el pecho del monstruo.
—¡Empujad, Invictos! ¡Empujad!
Las lanzas se partían, pero los hombres seguían presionando con las varas despuntadas. La estatua descargó un espadazo de arriba abajo que partió en dos el escudo de Kybes, y el mestizo cayó de espaldas. Los rayos rojos seguían sembrando la muerte en las filas medias, mientras su espada y sus pies rompían escudos y picas y aplastaban cuerpos en la vanguardia.
La formación de la Horda dejó de ser una falange y se convirtió en una turba de hombres desesperados que rompieron las filas, formaron un círculo alrededor del gigante y se dedicaron a aporrear en vano sus piernas. El monstruo estaba rodeado, pero eso lo hacía incluso más eficaz y mortífero: le bastaba con girar en círculos con la espada para segar a los hombres como la hierba que mencionaban en su himno.
Kratos vio cómo la Atagaira ayudaba a levantarse a Kybes. El mestizo estaba desarmado y tenía el brazo derecho colgando, seguramente roto. Kratos le tendió la pica por encima de varias cabezas.
—¡Y tú, qué! —gritó Kybes.
Yo tengo que hacer otra cosa
, pensó Kratos. Ahora sí había llegado el momento de actuar como un Tahedorán.
Pronunció la fórmula de la Urtahitéi. Apenas hizo caso al latigazo de los riñones. Ahora los movimientos del gigante eran mucho más lentos, aunque seguían pareciéndole demasiado rápidos para una criatura de seis metros y varias toneladas de peso.
La espada pasó como una guadaña monstruosa, arrancando cabezas y torsos enteros. Kratos se agachó bajo su hoja, que zumbó por encima de él con una engañosa lentitud,
WUUUUSSSS
. Sin levantarse apenas, gateó junto a las piernas de la estatua hasta situarse a su espalda.
Cuando era un inofensivo
Xóanos
, la talla imitaba una túnica roja con pliegues verticales. Ahora se había convertido en una coraza lisa que no ofrecía asideros.
Kratos no los buscó. Se agachó de nuevo, tomó impulso y saltó en vertical con todas sus fuerzas. Multiplicadas éstas por la aceleración, consiguió levantar los pies casi cuatro metros del suelo, lo suficiente para que sus manos alcanzaran los hombros de Anfiún. Sin perder tiempo, se izó a pulso y se colgó de su cuello rodeándolo con el brazo izquierdo.
Por supuesto, ni soñaba con estrangular a una criatura de metal. Sin saber si su plan funcionaría, sacó del cinturón el diente de sable que había conseguido al convertirse en Tahedorán y buscó con él el ojo del gigante.
Aunque colgado tras la nuca no pudo ver dónde golpeaba, oyó un crujido y sintió cómo la punta del diente rompía algo parecido a cristal. Su segunda puñalada resbaló en la frente de la estatua, pero la tercera acertó de lleno en el ojo izquierdo.
Había tardado menos de medio segundo en asestar las tres cuchilladas; los hombres que combatían en el suelo vieron el brazo de su general como un borrón confuso imposible de seguir. Pero la estatua animada también era rápida. Al mismo tiempo que Kratos rompía el cristal del ojo izquierdo, los hombros de metal se iluminaron.
Kratos notó un centenar de impactos minúsculos en el cuerpo, le dolía todo. El aire restalló como en una tormenta y una fuerza invisible lo lanzó por los aires.
El Tahedorán cayó de espaldas sobre un colchón de brazos que sus hombres tendieron para amortiguar el choque. Logró caer de pie, pero tenía todo el vello del cuerpo erizado y notaba un intenso dolor entre el hombro izquierdo y el esternón. Salió de la Tahitéi pensando que era lo mejor. En ese mismo momento cayó de espaldas llevándose la mano al pecho. No conseguía respirar y sufría la angustiosa impresión de que su corazón se había detenido.
Voy a morir. Ahora
, comprendió, mientras empezaba a verlo todo negro.
El instinto más que la razón le aconsejó que entrara de nuevo en Urtahitéi. Tal vez supusiera su muerte instantánea, pero subvocalizó los nueve números otra vez.
Su instinto había acertado. El latigazo que le atravesó el cuerpo surtió un efecto inmediato. Su corazón empezó a latir de nuevo y la sangre le corrió por las venas.
¿Qué más poderes malignos posee esta criatura?
, se preguntó mientras se ponía en pie. Le dolía todo el cuerpo, bien fuera por la aceleración o por la violenta sacudida que lo había despedido de los hombros de la estatua. Esperó unos segundos y volvió a desacelerarse, preparado para entrar en Urtahitéi de nuevo si notaba algún síntoma raro; pero esta vez su corazón siguió latiendo al ritmo desbocado de la batalla.
El ataque desesperado de Kratos había conseguido algo. El gigante no sólo dejó de disparar sus rayos. Al parecer, tampoco podía ver, porque empezó a girarse a los lados, lanzando golpes y patadas descontrolados. Mas incluso ciego seguía siendo un adversario terrible y los hombres caían a su alrededor como moscas.
Pero una furia homicida había poseído a los Invictos. Como hienas que huelen la sangre del león, reemplazaban a los caídos y seguían acosándolo con lanzas enteras o rotas, escudos, espadas y puñales.
—¡Llevadlo hacia allá! —gritó Kratos, señalando hacia la taberna de Gavilán. No quería dar más explicaciones; ignoraba si la estatua era capaz de escuchar y entender sus palabras.
Pero los soldados sí captaron sus intenciones. Los que estaban calle arriba abrieron filas para dejar pasar al gigante, mientras que los demás no cejaron de hostigar y empujar. Anfiún seguía repartiendo golpes a discreción, pero sus ataques habían perdido eficacia y su espada hendía el aire o arrancaba chispas del suelo y las paredes de roca más veces de las que alcanzaba blancos humanos.
Poco a poco, a costa de muchas bajas, los Invictos empujaron o más bien azuzaron a su enemigo calle arriba, hasta el solar ahora sembrado de muebles rotos y cenizas de toldos que había sido la taberna de Gavilán. La intención de Kratos era llevar al coloso hasta la tapia de la parte norte. Al otro lado había una caída de más de cincuenta metros por una escarpa casi vertical y sembrada de rocas filosas como hachas.
Pero cuando llegó junto al muro, el gigante pareció sospechar algo. Tal vez, incluso ciego, poseía un sexto sentido que le avisaba de que a su espalda se abría un precipicio, o era más astuto de lo que creían y se había percatado de que si todos sus enemigos se aglomeraban delante de él significaba que a su espalda había peligro.
La estatua separó las piernas y plantó los pies en el suelo con tal fuerza que del empedrado saltaron esquirlas de granito. Kratos notó que algo se le clavaba en el ojo y se agachó. Fue sólo un segundo, y se enderezó de nuevo.
—¡Tranquilo,
tah
Kratos! ¡No creo que tengas que ponerte un parche!
Kratos se volvió. Al ver que quien le había hablado era Gavilán se le escapó un grito de júbilo. El veterano tenía aún peor aspecto que antes, con ampollas en el rostro, sin cejas ni pelo y prácticamente desnudo y lleno de quemaduras, pero aguantaba en pie y empuñaba una pica rota en las manos.
—¡No me abraces si no quieres despellejarme, general! —advirtió a Kratos al ver sus intenciones.
Volvieron su atención al coloso. Estaba ya casi pegado a la pared, que allí era poco más que un pretil de un metro de altura. Pero cuando volvieron a azuzarlo con las lanzas, Anfiún las barrió con su espada y quebró las astas. De algún modo, parecía haber recobrado la vista. No iba a resultar fácil moverlo de ahí.
Kratos miró a su alrededor. La mayoría de las picas estaban rotas y apenas quedaban escudos. Los hombres estaban ensangrentados, quemados, muchos de ellos armados tan sólo con sus puños, y miraban al coloso jadeando con rabia e impotencia.
Por primera vez, la estatua habló dirigiéndose a ellos en Ainari. Su boca seguía cerrada, pero su voz llegaba como un trueno a todas partes.
—PREPARAOS PARA LA GLORIOSA LLEGADA DE LOS YÚGAROI, GUSANOS. EL SUEÑO DE LOS DIOSES HA TERMINADO. HEMOS DESPERTADO PARA CONQUISTAR TRAMÓREA. ¡EL TIEMPO DE LOS HUMANOS SE ACABÓ!
El sueño de los dioses ha terminado
, masculló Kratos.
De modo que lo que vaticinaba Linar, lo que temía Derguín, lo que él se negaba a creer era cierto.
«¿Qué significa esta absurda historia? ¡Los dioses a los que adoramos no pueden ser nuestros enemigos!»
Así había contestado a Linar cuando el mago les contó el Mito de las Edades. Aquella noche, Kratos estaba tan furioso que se marchó dejándolo con la palabra en la boca.
Mas esa furia era insignificante comparada con la que ahora hervía en sus venas. ¡Toda su vida ofreciendo sacrificios al justo Manígulat, a la benévola Himíe, a la valiente Taniar, al belicoso Anfiún, a la hermosa Pothine! ¡Pagando diezmos a sus sacerdotes, acordándose de derramar gotas de vino en cada libación, perdiendo un tiempo irrecuperable en salmodiar repetitivas plegarias para impetrar sus favores!
Cuarenta años había vivido engañado. Pero ni un día más.
Se adelantó un par de pasos empuñando en ambas manos la gruesa pica de fresno, la tercera que le pasaban durante la batalla. El monstruo se alzaba ante él, seis metros de metal brillante como un espejo en el que ni las lanzas ni las espadas habían dejado el menor rasguño.
—¡Escuchadme a mí, dioses o demonios del Bardaliut!
—¿QUÉ TIENES QUE DECIR, LARVA DE MOSCA?
—Nikastu es nuestra. Pasonorte es nuestro. ¡Tramórea es nuestra! Si tanto la queréis, ¡oh, dioses!, os va a costar ver vuestras entrañas ensartadas en las puntas de nuestras lanzas y vuestro precioso icor empapando las hojas de nuestras espadas.
—¿QUIÉN ES EL GUSANO MORTAL QUE OSA HABLAR ASÍ AL DIOS ANFIÚN? ¡DIME TU NOMBRE PARA QUE LO APUNTE EN LA HOJA DE PAPEL CON LA QUE ME LIMPIO EL TRASERO!
La ira de Kratos se disparó hasta la órbita de Taniar. De repente, los seis metros de la estatua móvil se le hicieron pocos. Ni la aceleración habría hecho arder sus venas como la cólera sobrehumana que lo poseía ahora.
—¡Soy Kratos May, hijo de Drofón May! ¡Tahedorán del noveno grado, señor de la Horda Roja, general y hermano de los Invictos, maestro del Zemalnit, esposo de Aidé, padre de Darkos May y de un hijo por venir! ¡Un hombre, un vulgar hombre que ha de morir, pero no sin ver antes tus huesos desparramados por el suelo!
Por tercera vez en la noche, Kratos visualizó los nueve números y cargó contra la estatua aferrando la pica y gritando
¡Allawé!
La punta impactó bajo la cintura de Anfiún y arrancó chispas de su superficie metálica. Kratos notó que el hombro derecho, el mismo que lo había atormentado tanto tiempo, se salía de su articulación y al momento volvía a encajar con un doloroso chasquido. La lanza se le escurrió de las manos y él cayó de rodillas al suelo, ridículo, pequeño, al alcance de los enormes pies y puños de la estatua.
—¡¡¡ALLAWÉ!!!
El grito de ira brotó de cientos, miles de gargantas. Kratos alzó la mirada y vio una empalizada de picas proyectándose sobre su cabeza y chocando contra el cuerpo del dios-monstruo. Las puntas rechinaron, resbalaron, las astas ya rotas se partieron otra vez. Pero había tantas lanzas que juntas formaron un grueso haz de madera y de hierro, y por debajo de ellas aparecieron Invictos con espadas, puñales o las manos desnudas, y corrieron hacia las piernas de la estatua y, clavando los pies en el empedrado, aplicaron los hombros y empujaron entre gruñidos y gritos de ánimo.