En su momento era una noción absurda —si las aguas se vierten, ¿cómo es que los mares no se han vaciado ya?—, pero en el presente no se halla tan alejada de la realidad. Sin embargo, los pocos navegantes que, arrastrados por alguna tempestad, han llegado hasta tan lejos y han descubierto el borde de aquel abismo insondable no han tenido alimentos ni agua potable suficiente para regresar y contar la razón por la que el océano no se derrama.
—Tramórea —murmura Tarimán. El orgullo de los dioses, ya que fueron ellos quienes la crearon. El reino por el que combatieron contra los mortales que son al mismo tiempo sus antepasados y sus sucesores. El mundo del que se retiraron después de varias guerras y que les ha estado vedado por la ciencia de un enemigo poderoso.
Hasta ahora.
—¿Ha ocurrido lo que creemos? —pregunta Himíe.
Himíe goza de unas proporciones perfectas y un rostro que ella misma ha diseñado para que sea bellísimo y, sin embargo, posea al mismo tiempo una personalidad acusada. Casi todas las diosas imitan su ejemplo. Excepto, paradójicamente, Pothine, a la que los mortales consideran la divinidad de la belleza y el deseo sexual. Pothine ha elegido otro tipo de perfección, la de la esfera: está tan gorda que puede esconder brazos y piernas entre las grasas de su cuerpo y rodar sobre sí misma, una forma de desplazarse que, al parecer, la divierte sobremanera.
Como ya quedó dicho, la cordura y el equilibrio mental no son las principales virtudes de los dioses.
—Así es —responde Manígulat—. Undraukar ha muerto.
Ese nombre no significaría nada para los humanos, que lo conocían como «el Rey Gris», seguramente por el color del exoesqueleto metálico que utilizaba. Undraukar era muy viejo, aunque no tanto como los dioses. No le faltaban conocimientos para ascender a divinidad y, a pesar de que se le ofreció, siempre se negó a renunciar del todo a su naturaleza humana. En la guerra entre acrecentados —alias Yúgaroi, alias dioses— y naturales, él se puso de parte de los segundos. O más bien, testarudo y contradictorio como era, en contra de los primeros.
«Principios», decía él.
Unos principios absurdos, en opinión de Tarimán. En lugar de alterar su cuerpo y su mente con nanos, superconductores, retrovirus, memorias genéticas mutables y otros adelantos, el Rey Gris decidió recurrir a ayudas externas como el exoesqueleto, conexiones por cable y dolorosos tratamientos antisenescentes. Puesto que ni eso le bastaba para ser inmortal, acabó recurriendo a una cámara de estasis en la que pasaba la mayor parte del tiempo, o más bien del no-tiempo. Economizando como un viejo avaro los años que le quedaban, pensaba llegar a conocer el lejano futuro.
Y era él quien les vedaba el acceso a Tramórea. De ahí la pregunta de Himíe. Durante mucho tiempo, Tramórea ha estado prohibida e incluso oculta de su vista. Por debajo del Cinturón de Zenort se extendía un campo de invisibilidad. O más bien de distorsión: lo que los dioses observaban al fijar la vista en el lugar donde deberían contemplar Tramórea era el firmamento que había detrás, rayos de luz doblados sobre sí mismos para rodear el mundo de los humanos.
Existían otras trampas más insidiosas. De haber intentado atravesar físicamente esa barrera, el campo que el Rey Gris proyectaba desde Etemenanki habría alterado los nanos regeneradores que hacían inmortales a los dioses, convirtiéndolos en una especie de diminutos caníbales que los habrían reducido a materia descompuesta en cuestión de minutos.
Tres de los Yúgaroi, entre ellos Ubshar, al que los humanos consideraban el dios de las aguas saladas, lo habían comprobado en sus propias carnes. Sus muertes no habían sido rápidas ni indoloras, devorados y corrompidos desde el interior de sus cuerpos.
—¿Eso significa que podemos volver a Tramórea? —pregunta Himíe.
—Y muchas más cosas —responde Manígulat.
Para demostrarlo, levanta una mano. Ahora es el falso techo el que se transparenta. Tan sólo las paredes siguen siendo opacas e impiden que la ilusión de estar suspendidos en el vacío sea total.
Sobre ellos flota la luna azul, Rimom. Desde Tramórea, los humanos la ven como si fuera una moneda flotando en el cielo. Para los Yúgaroi, que están a la mitad de la distancia, orbitando entre los fragmentos del Cinturón de Zenort, su faz es mucho más amplia y brillante.
Y esa faz se altera delante de los ojos de los dioses, y en ella se dibuja el semblante de Manígulat.
Por supuesto, los Yúgaroi no necesitan manipular artefactos con sus dedos, empujar palancas ni girar ruedecillas. Las instrucciones parten directamente de la mente de Manígulat, son obedecidas por mecanismos del Bardaliut y enviadas hacia la luna azul, todo ello en menos de un segundo.
—¡Hemos recuperado el control de las lunas! —exclama precisamente Rimom, que recibe el nombre del segundo satélite y que en imitación de su superficie hace tiempo que pigmentó su piel de azul.
—Así es —declara con orgullo Manígulat. Cualquier otro de los dioses podría hacer algo similar. Pero el Bardaliut, que es un ser vivo a su manera, sabe que debe obedecer primero a Manígulat, y a los demás sólo si sus órdenes no chocan con las instrucciones del señor de los dioses.
—¿Por qué no le has puesto mi rostro? —pregunta Rimom con voz quejosa—. Sería más justo.
—No digas sandeces —responde Taniar, que pese a llevar el nombre de la luna roja tiene la piel negra como el ébano. Taniar siempre ha sido más partidaria de Manígulat que el mismo Manígulat.
—Las únicas sandeces suelen salir de tu boca —replica Anfiún, aunque nadie le ha dado cirio en este funeral.
Los mortales creen que Taniar y Anfiún son amigos y camaradas. Lo cierto es que se detestan. La mayoría de los dioses sienten indiferencia unos por otros, pues el odio soporta tan mal como el amor la prueba del tiempo. Pero estos dos, en concreto, se aborrecen desde hace tanto que no recuerdan por qué. Y ese odio es el que ha incitado a Anfiún a intervenir.
Tarimán, un poco apartado de los demás, observa que Anfiún está muy crecido. En el sentido literal del término: su ojo experto calibra que en este momento mide tres metros y cinco centímetros, treinta y cinco milímetros más que Manígulat. Anfiún siempre se ha creído su papel de dios de la guerra, lo que hace que el cuerpo que se ha construido con el tiempo sea absurdamente ancho y musculoso, con unas manos más grandes que su cabeza y unos bíceps y deltoides en proporción.
Anfiún se adelanta, calzado con unas botas de metal ultrapesado que suenan
TUDD, TUDD
al pisar en ese falso vacío.
—Yo afirmo que lo que dice Rimom no es ninguna sandez. Yo afirmo que los tiempos han cambiado. ¿Acaso has sido tú quien ha matado a Undraukar, hermano Manígulat?
—Vuelve a tu sitio. No te me acerques.
—Te repito la pregunta. ¿Eres acaso tú quien ha matado a Undraukar? ¿Te debemos a ti poder regresar a Tramórea, verla a nuestros pies? ¿Quieres que nos pongamos de rodillas y rindamos homenaje a esa ridícula imagen de ti que has plantado en los cielos? —pregunta Anfiún, señalando a la luna azul.
—¡Vuelve a tu sitio!
Pothine interviene. Su cuerpo esférico está apenas tapado por una malla de rombos. Pese a sus grasas, se mueve con agilidad e incluso con cierta gracia, dado que además en la sala de control de Bardaliut todos pesan la décima parte de lo que pesarían en su mundo de origen.
—¡No le calles, hermano! —grita—. ¡Contesta a su pregunta! ¡Vienes aquí pavoneándote delante de nosotros como si de pronto, después de todos estos siglos, hubieras derrotado a nuestros enemigos!
Manígulat parece desconcertado. Se peina la barba con los dedos en un gesto que él siempre ha considerado propio de su majestad. Seguramente esperaba un coro de extasiados
Ooooos
y
Aaaaas
cuando enseñara a sus hermanos la esfera multicolor de Tramórea y su ingenioso truco con la luna azul.
Son unos desagradecidos
, le transmite a Tarimán por una frecuencia privada.
Lo son, hermano, siempre te lo he dicho
, responde el dios herrero, que en un plano más privado aún, suyo tan sólo, piensa: ¿
Qué creías que tenían que agradecerte si no has hecho nada? Fueron Derguín Gorión y Ulma Tor, ese oscuro vampiro de las Moiras, quienes acabaron con el Rey Gris, no tú
.
—Lo importante no es por qué ni cómo ha ocurrido esto —contesta Taniar—, sino el hecho de que ha ocurrido. Como bien ha dicho nuestro señor Manígulat, Tramórea está de nuevo abierta a nosotros y puede ser nuestra. Y también podemos disponer a nuestro antojo de la energía que nos brindan las tres lunas.
—El porqué y el cómo sí importan —responde Anfiún—. Porque del porqué y del cómo depende quién debe ser nuestro jefe a partir de ahora.
—¿Cuestionas mi autoridad? —pregunta Manígulat.
—Sólo digo que es hora de que pensemos en cómo actuar, pero
todos
juntos, no obedeciendo los caprichos de uno solo que se cree el más poderoso, cuando sabe de sobra que hay alguien que le supera tanto como...
—¡CÁLLATE! —ruge Manígulat.
El rey de los dioses levanta una mano con la que señala a Anfiún. En realidad, no le sería necesario hacerlo, pero los gestos siempre cuentan cuando se trata de exhibir el poder.
Un campo de chispas rodea a Anfiún. Sus enormes dedos se crispan y todo su cuerpo se sacude en convulsiones que lo derriban de espaldas. Sus brazos y sus piernas empiezan a aporrear el suelo —un suelo que, para que la lección de modales sea más evidente y eficaz, ha vuelto a transformarse en mármol—. Son golpes frenéticos, veinticinco por segundo según el cálculo de Tarimán.
Los demás se apartan un poco, asustados. Con su dominio de una de las cinco fuerzas, la electromagnética, Manígulat está manipulando las conexiones internas de Anfiún entre su cerebro, sus nervios superconductores y sus huesos y músculos acrecentados. Si insiste, puede sobrecargarlo tanto que se desgarrará y quemará por dentro más allá de toda posible reparación. Así aniquiló en el pasado a varios dioses, como la hermosa Kurui o el soberbio Fiatam.
—¿Quién es el señor de los dioses?
—¡Tú, Manígulat! —contestan todos a coro. Son poderosos comparados con los hombres, pero cuando se trata de enfrentarse a alguien que los supera se convierten en tímidos corderos.
Es algo relacionado con la inmortalidad. Los humanos naturales, que pueden aspirar a vivir ochenta, noventa, cien años a lo sumo, le otorgan a su vida un valor que podríamos llamar
x
, y aunque se aferran a ella, en algunas circunstancias están dispuestos a sacrificarla en nombre de principios como el amor, la dignidad, la ambición, incluso la curiosidad.
Los dioses, que miden su existencia pasada en milenios y la futura en magnitudes inabarcables, multiplican por esas mismas magnitudes el valor de la
x
. No hay principios que justifiquen arriesgar una inversión tan grande, un tesoro prácticamente infinito. Harán lo que sea por conservar su vida.
En suma, recapitula Tarimán con cierta melancolía, los dioses son unos cobardes. Al hacerlo se toca la pierna coja, siempre dolorida, un pequeño recordatorio de que él no renuncia del todo a su antigua naturaleza y conserva al menos un ápice de valor.
Y de curiosidad.
Anfiún sigue aporreando con manos y piernas el suelo, girando sobre sí como un trompo. A esa velocidad parece más bien una araña, pues sus brazos y sus piernas se mueven tan rápido que dejan imágenes fantasmales en el aire.
—¿Quién es el dueño del rayo y el amo del trueno?
—¡Tú, Manígulat!
—¿Quién es el soberano del fuego celeste?
—¡Tú, Manígulat!
—¡Vais a comprobarlo!
Otra vez el suelo se hace transparente, salvo un círculo blanco que rodea a Anfiún y en el que éste sigue prisionero de aquel ataque de epilepsia que podría llamarse con justicia «mal sagrado», ya que afecta a todo un dios.
Bajo ellos vuelve a verse Tramórea, moviéndose lentamente, pues toda la sala de control gira para proporcionar gravedad artificial a los dioses. Pero Manígulat no se conforma con aquel panorama, y ordena que las paredes también se conviertan en cristal.
Es como si flotaran en el espacio.
Desentendiéndose de Anfiún, que sigue sufriendo convulsiones, Manígulat hace otro gesto. Un sector del suelo se convierte en una gran lupa, centrada en la parte noroeste del continente de Tramórea. La imagen lejana muestra ahora un plano más cercano. Una fortaleza aislada en una llanura. Y bajo ella, como hormigas, combaten dos ejércitos de humanos. Un espectáculo que solía entretener mucho a los Yúgaroi y del que se han visto privados durante mil años.
Salvo Tarimán. Por eso él conoce el nombre de aquella fortaleza.
Mígranz.
D
urante una semana no se produjeron grandes cambios en el asedio de Mígranz, salvo que las provisiones de ambos bandos menguaban con cada jornada.
En aquellos días, el heraldo subió y bajó varias veces entre el campamento de los Trisios y la fortaleza de la Horda. Las amenazas de Ilam-Jayn sonaban más aterradoras en cada ocasión —violar a todas las mujeres, después también a los niños, obligar a las madres a comerse los intestinos de sus hijos, cocer en agua hirviendo a los prisioneros, verterles metal fundido por todos los orificios del cuerpo—. A cambio, el general Trekos respondía con baladronadas cada vez menos creíbles.
Uno de los mensajes que el heraldo llevó a Ilam-Jayn de parte de la Horda sonaba más o menos así:
«Temblad, Trisios. Nuestros hermanos Invictos, después de aniquilar a un ejército mucho más numeroso que el vuestro y conquistar un fabuloso botín, retornan a su hogar de Mígranz, y su general, el grandísimo Tahedorán Kratos May, no se tomará a bien que hayáis asediado su fortaleza. Retiraos ahora que aún estáis a tiempo o pagad las consecuencias. Ni el nombre del pueblo Trisio quedará para el recuerdo.»
Los Trisios ignoraban refinamientos tales como la cartografía. Las regiones que pudiera haber al sur de Mígranz eran para ellos algo tan ignoto como el mar de los Sueños o la superficie de las tres lunas, de modo que bien podían creer que Kratos y los Invictos eran capaces de regresar en unos pocos días. Cuando el heraldo transmitió aquel mensaje en la yurta de Ilam-Jayn, expurgándolo de referencias a la halitosis provocada por beber leche de yegua fermentada y de epítetos como «piojoso», «inculto» o «sanguinario», observó que el caudillo de los Trisios fruncía el ceño con cierta preocupación.