En realidad se sonreía a sí mismo: a su memoria de arrabal. Al tiempo lejano en que oía aquella música en las verbenas o bailongos de los domingos por la mañana, en las noches de verano mientras jugaba con otros chicos en las veredas del barrio, bajo la luz de faroles que todavía eran de gas. Viendo bailar de lejos a las parejas, acechando burlones a quienes se abrazaban en los zaguanes oscuros —«Soltá el hueso, perro», seguido de carreras y risas—, escuchando cada día esas notas conocidísimas y populares en labios de hombres que regresaban de la fábrica, de mujeres congregadas en torno a las piletas salpicadas de agua jabonosa de los conventillos. Las mismas melodías que malevos con el ala del sombrero sobre los ojos, disimulándoles la cara, silbaban entre dientes al acercarse por parejas a algún noctámbulo incauto, reluciente el cuchillo en la penumbra.
—Me gustaría charlar un rato con los músicos —propuso De Troeye—. ¿Cree que será posible?
—No veo por qué no. Cuando acaben, invítelos a unas botellas. O mejor págueles algo… Aunque le aconsejo que no enseñe mucho dinero. Bastante nos calan ya.
Milongueaba la gente en el espacio de baile. La rubia de aire eslavo había salido otra vez a la pista, ahora con el hombre de la mesa a la que estaba sentada. Desafiante, taciturno, perdida la mirada en las lejanías veladas de humo de tabaco, éste la hacía moverse al compás de la música, guiándola con levísimos ademanes, con leves presiones de la mano que apoyaba en su espalda, y a veces con simples miradas; deteniéndose en un corte en apariencia inesperado para que ella, inexpresivo el rostro y mirando con fijeza su cara, se moviese a un lado y a otro, desdeñosa y lasciva al mismo tiempo, pegada de pronto al cuerpo masculino como si buscara excitar su deseo; retorciéndose con movimiento de caderas y piernas a uno y otro lado, en obediente sumisión, cual si aceptara con naturalidad absoluta el ritual íntimo del tango.
—Si no tuviera el bandoneón como freno —explicó Max—, el ritmo sería mucho más veloz todavía. Más descompuesto. Tengan en cuenta que la Guardia Vieja original no utilizaba fuelle y piano, sino flauta y guitarra.
Muy interesado, Armando de Troeye anotó aquello. Callaba Mecha Inzunza sin apartar los ojos de la tanguera rubia y su acompañante. En varias ocasiones, al pasar bailando cerca, éste cruzó con ella la mirada. Era un fulano curtido en la cuarentena, observó Max: sombrero inclinado, aire peligroso de español o italiano. Asentía De Troeye por su parte, reflexivo y feliz. Su tono era de excitación. Ahora seguía la música con los dedos sobre la mesa, igual que si tecleara sobre teclas invisibles.
—Ya veo —dijo el compositor, complacido—. Comprendo lo que usted quería decir, Max. Tango puro.
El fulano, sin dejar de bailar con la rubia, seguía mirando a Mecha Inzunza cada vez que pasaba cerca, y con más insistencia que antes. Era un clásico local, o pretendía serlo: bigote espeso, saco apretado, botines que se movían con agilidad sobre el suelo de madera, trazando luengos arabescos entre el taconeo de su pareja de baile. Todo en él, hasta las maneras, traslucía un toque artificial, un aire de compadrón trasnochado con ínfulas de compadre. El ojo avezado de Max localizó el anacrónico bulto del cuchillo en el costado izquierdo, entre el saco y el chaleco sobre el que pendían los dos largos extremos de un pañuelo de seda blanca anudado al cuello con deliberada coquetería. De reojo, el bailarín mundano advirtió que Mecha Inzunza, desafiante, parecía seguir el juego de aquel individuo, sosteniéndole la mirada; y su antiguo instinto arrabalero barruntó problemas. Quizá no fuese buena idea quedarse mucho tiempo, se dijo inquieto. La señora De Troeye parecía tomar, equivocadamente, La Ferroviaria por el salón de primera clase del
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—Lo de tango puro es excesivo —le respondió al marido, esforzándose por concentrarse en lo que éste había comentado—. Digamos que lo ejecutan a la manera antigua. Al viejo modo… ¿Percibe la diferencia de ritmo, de estilo?
Volvió a asentir el marido, satisfecho.
—Claro. Ese maravilloso dos por cuatro, los solos de tecla de cuatro compases, los contracantos de cuerda… El martilleo del piano y los fraseos primarios con bajos de bandoneón.
Tocaban así porque eran gente mayor, detalló el bailarín mundano; y La Ferroviaria, boliche de tradiciones. En la noche de Barracas la gente era bronca, irónica, gustosa de cortes y quebradas. De arrimarse la hembra al macho, de meter pierna y de chulería; como esa tanguera rubia y su acompañante. Si aquella manera de tocar música se ejecutase en un baile popular, de familias y domingo, o de gente joven, casi nadie saldría a bailar. Ni por moralidad, ni por gusto.
—La moda —concluyó— se aleja cada vez más de todo esto. Dentro de poco sólo se bailará ese otro tango domesticado, inexpresivo y narcótico: el de los salones y el cinematógrafo.
De Troeye reía, sarcástico. Había terminado la música y la orquesta empezaba otra pieza.
—Amanerado, vamos —dijo.
—Puede —Max bebió un sorbo de ginebra—. Quizá sea una forma de decirlo.
—Desde luego, ése que se acerca no parece amanerado en absoluto.
Siguió Max la mirada de De Troeye. El compadrón había dejado a la rubia en la mesa, con la otra mujer, y se dirigía hacia ellos caminando con la antigua parsimonia de los guapos porteños: lento, seguro, muy concertado paso con paso. Pisando el suelo con ensayada delicadeza. Sólo faltaba para completar el estilo, pensó Max, el ruido de fondo de tacos y bolas de billar.
—Si hay problemas —dijo con rapidez a los De Troeye, en un susurro— no se paren a mirar… Vayan disparados hacia la puerta y métanse en el coche.
—¿Qué clase de problemas? —inquirió el marido.
No hubo tiempo para una respuesta. El compadrón se hallaba delante, inmóvil y muy serio, la mano izquierda metida con elegancia canalla en el bolsillo del saco. Miraba a Mecha Inzunza como si estuviera sola.
—¿Desea bailar la señora?
Max atisbó, fugazmente, el porrón de ginebra. En caso necesario, con el pico de vidrio roto en el borde de la mesa podía convertirlo en un arma razonable. Sólo el tiempo necesario para tener las cosas a raya, o procurarlo, mientras se rajaban de allí.
—No creo que… —empezó a decir en voz baja.
Se dirigía a la mujer, no al tipo que aguardaba de pie; pero ella se levantó con absoluta serenidad.
—Sí —dijo.
Se quitó los guantes tomándose su tiempo, y los dejó sobre la mesa. El boliche entero estaba pendiente de ella y del compadrón que aguardaba sin dar muestras de impaciencia. Cuando estuvo dispuesta, el otro la tomó por la cintura con la mano derecha, apoyándola sobre la curva suave que quedaba encima de las caderas. Ella pasó su brazo izquierdo por los hombros de él, y sin mirarse el uno al otro empezaron a moverse entre las otras parejas, más próximas sus cabezas que en el tango convencional, aunque manteniendo los cuerpos una distancia razonable. Cualquiera diría, pensó Max, que habían bailado juntos antes; aunque el recuerdo de la facilidad con que Mecha Inzunza y él mismo se adaptaban a bordo del
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atenuó su sorpresa. Era, sin duda, una bailarina muy intuitiva e inteligente, capaz de adaptarse a cualquiera que bailase bien. Se movía el fulano masculinamente seguro de sí —canchero, decían en Buenos Aires— mientras guiaba hábil a la mujer, trenzando ágiles garabatos sobre un pentagrama invisible. Se bamboleaba la pareja de modo suave, obediente ella al compás de la música y a las indicaciones silenciosas que transmitían las manos y los ademanes de su pareja. De pronto éste hizo un corte, despegando el talón del pie derecho del suelo casi con negligencia, describiendo un semicírculo con la punta; y, para sorpresa de Max, la mujer remató la vuelta con toda naturalidad deslizándose a un lado y a otro, pegada por dos veces al hombre para retirarse después de trabarse en él, cruzándole las piernas con impecable aplomo arrabalero. Lo sazonó con una elegancia académica de suburbio, tan bien lograda que arrancó gestos aprobadores a los que observaban desde las mesas.
—Caray —bromeó Armando de Troeye—. Espero que no acaben haciendo el amor delante de todos.
El comentario incomodó a Max, trocando en malhumor su admiración ante la soltura con que Mecha Inzunza se desenvolvía en la pista. El compadrón la guiaba milonguero, gustándose, los ojos oscuros fijos en el vacío y bajo el mostacho un rictus de artificial indiferencia; cual si, en su caso, alternar con mujeres de aquella clase fuera cosa de diario. De pronto, al compás de la música, el hombre hizo una salida de flanco con parada en seco, solemne, acompañándose con un talonazo de mucha intención orillera. Sin desconcertarse en absoluto, igual que si hubieran previsto de antemano el movimiento, la mujer lo rodeó, rozándole el cuerpo de lado a lado, entregada. Con una sumisión de hembra obediente que a Max le pareció casi pornográfica.
—Dios mío —oyó murmurar a Armando de Troeye.
Estupefacto, volviéndose a medias, Max comprobó que el compositor no parecía enfadado, sino que miraba absorto a la pareja que danzaba. A ratos bebía un poco de ginebra, y parecía que el alcohol imprimiera en sus labios una sonrisa cínica, vagamente complacida. Pero el bailarín mundano no tuvo tiempo de reparar mucho en eso, porque terminó la música y despejaron la pista. Mecha Inzunza volvió taconeando altanera, escoltada por el compadrón. Y cuando ella ocupó su silla, tan desenvuelta y serena como si acabara de bailar un vals, el otro se inclinó ligeramente, tocándose el ala del sombrero.
—Juan Rebenque, señora —dijo ronco, sosegado—. A su servicio.
Luego, sin mirar apenas al marido ni al bailarín mundano, giró sobre los talones, encaminándose flemático a la mesa donde estaban las dos mujeres. Y viéndolo irse, Max intuyó que aquél no era su verdadero apellido —se llamaría Funes, Sánchez o Roldán— sino un apodo gauchesco tan rezagado como su aspecto y el cuchillo que abultaba bajo la chaqueta. Los tipos auténticos a los que intentaba parecerse habían desaparecido del arrabal quince o veinte años atrás; y hacía mucho que, incluso entre hombres como aquél, el revólver reemplazaba al facón. Seguramente el tal Rebenque era un carrero que de noche tallaba en boliches de mala muerte, bailaba tangos, manejaba minas y a veces sacaba su anacrónico cuchillo para asentar la hombría. En hombres de su calaña, simples malevos de barrio, la hidalguía orillera era limitada, aunque la peligrosidad se mantuviese intacta.
—Es su turno —dijo Mecha Inzunza, dirigiéndose a Max.
Acababa de sacar del bolso una polvera lacada. Había minúsculas gotas de sudor en su labio superior, perlando el suave maquillaje. Por reflejo galante, Max le ofreció el pañuelo limpio que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta.
—¿Perdón? —inquirió.
La mujer había tomado de entre sus dedos el dobladillo de batista blanca.
—No querrá —repuso con mucha calma— que las cosas queden así.
Iba Max a decir es suficiente, pediré la cuenta y nos vamos de aquí, cuando sorprendió en Armando de Troeye, dirigida a su esposa, una mirada que nunca había visto allí antes: un destello rápido de cinismo y desafío. Duró sólo el instante necesario para que la máscara de frívola indiferencia cayese de nuevo, velándolo todo. Entonces Max, cambiando de idea, se volvió hacia Mecha Inzunza con deliberada lentitud.
—Claro —dijo.
Desleídos tal vez en la ginebra, los ojos claros sostuvieron los suyos. Parecían más líquidos que nunca en la luz amarillenta de las bombillas eléctricas. Después ella hizo algo extraño. Reteniendo el pañuelo, cogió uno de los guantes que había dejado sobre la mesa antes de bailar y se lo introdujo a Max en el bolsillo superior de la chaqueta, arreglándolo con un rápido toque hasta que tomó la forma de una flor blanca y elegante. Entonces el bailarín mundano retiró su silla, se puso en pie y caminó hacia la mesa donde estaban sentados el compadrón y las dos mujeres.
—Con su permiso —le dijo al hombre.
Lo estudiaba el otro entre fanfarrón y curioso; pero Max dejó de prestarle atención, pendiente como estaba de la mujer rubia. Se volvió ésta un momento a la compañera —una morena vulgar, de más edad— y luego miró al compadrón en demanda de conformidad. El otro, sin embargo, seguía mirando al bailarín mundano, que aguardaba de pie, juntos los talones, el aire educado y una suave sonrisa en los labios; con la misma corrección circunspecta que habría mostrado ante cualquier dama de buena sociedad en un té del Palace o el Plaza. Por fin la mujer se levantó, enlazándose a Max con desenvoltura profesional. De cerca parecía más joven que de lejos, pese a las huellas de cansancio bajo los ojos, mal disimuladas por el espeso maquillaje. Tenía unos ojos azules ligeramente rasgados, que con el cabello rubio recogido tras la nuca, acentuaban su aire eslavo. Posiblemente fuera rusa o polaca, dedujo Max. Sintió, al abrazarla, la intimidad del cuerpo muy próximo; tibieza de carne fatigada, olor a tabaco en el vestido y el pelo, aliento del último sorbo de grapa con limonada. Colonia de baja calidad sobre la piel: Agua Florida mezclada con talco húmedo y el suave sudor de hembra que llevaba un par de horas bailando con toda clase de hombres.
Sonaban los compases de otro tango, en los que reconoció, pese a lo desgarbado de la orquesta, las notas de
Felicia
. Salían a bailar más parejas. Arrancaron la mujer y Max bien sincronizados, dejando éste que el instinto y la costumbre guiaran los movimientos. No era una gran bailarina, comprendió a los primeros pasos; pero se movía con soltura displicente, profesional, perdida la mirada en la distancia, dirigiendo rápidas ojeadas al rostro del hombre para prevenir pasos e intenciones. Pegaba con indiferencia el torso al de Max, que sentía las puntas de sus pechos bajo el percal escotado de la blusa; y evolucionaba, obediente, con piernas y caderas alrededor de su cintura en los pasos más atrevidos a que la música y las manos de él la conducían. Lo hacía sin alma, concluyó el bailarín mundano. Como una autómata melancólica y eficaz, sin voluntad ni impulso; semejante a una profesional que accediera al acto sexual sin experimentar placer alguno. Por un momento la imaginó así de pasiva y sumisa en un cuarto de hotel barato como el de la calle, con su letra fundida en el rótulo luminoso, mientras el malevo del mostacho se guardaba los diez pesos de la tarifa en el bolsillo del saco. Despojándose ella del vestido para tumbarse en una cama de sábanas usadas y somier que rechinaba. Complaciente, sin obtener a cambio placer ninguno. Con el mismo aire fatigado que ahora mostraba al trazar los pasos del tango.