El tango de la Guardia Vieja (13 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—Es hermosa, ¿verdad?

Sin necesidad de volverse, supo que Armando de Troeye lo miraba. Prefirió no adivinar de qué forma lo hacía.

—¿Quién?

—Sabe quién. Mi mujer.

Otro silencio. Al fin, Max se volvió hacia su interlocutor.

—¿Y usted, señor De Troeye?

No me gusta su sonrisa, decidió de pronto. No ahora, desde luego. Esa forma de torcer el bigote. Tal vez ni siquiera me gustaba antes.

—Llámeme Armando, por favor —dijo el otro—. A estas alturas.

—De acuerdo, Armando… ¿Qué pretende?

Habían torcido a la izquierda, internándose por Florida: sólo peatones desde las tres de la tarde, automóviles aparcados en las esquinas y muchos escaparates. La calle entera parecía una doble galería de vitrinas comerciales. De Troeye señaló el lugar como si allí la respuesta fuese obvia.

—Ya lo sabe. Componer un tango inolvidable. Darme ese gusto y ese capricho.

Había hablado mirando distraído el escaparate de camisas masculinas de Gath & Chaves. Avanzaban entre la multitud de transeúntes, sobre todo mujeres bien vestidas, que discurría por las veredas. Un kiosco de prensa exponía el último número de
Caras y Caretas
con la ancha sonrisa de Gardel en la portada.

—En realidad todo empezó por una apuesta. Estaba en San Juan de Luz, en casa de Ravel, y éste me hizo escuchar un disparate que ha compuesto para el ballet de Ida Rubinstein: un bolero insistente, sin desarrollo, basado sólo en diferentes graduaciones de orquesta… Si tú puedes hacer un bolero, le dije, yo puedo hacer un tango. Nos reímos un rato y apostamos una cena… Y bueno. Aquí me tiene.

—No me refería a eso al preguntarle qué pretende. No sólo al tango.

—Un tango no se compone únicamente con música, amigo mío. El comportamiento humano también cuenta. Prepara el camino.

—¿Y qué pinto yo en ese camino?

—Hay varias razones. En primer lugar, usted es una llave útil a un ambiente que me interesa. Por otra parte, es un admirable bailarín de tangos. Y en tercer lugar, me cae simpático… No es como buena parte de los nacidos aquí, convencidos de que ser argentinos es mérito suyo.

Al paso, sin detenerse, Max se vio reflejado con De Troeye en el escaparate de una tienda de máquinas de coser Singer. Vistos allí, uno junto al otro, el famoso compositor no le llevaba ninguna ventaja. Incluso el balance físico era favorable a Max. Pese a la impecable elegancia y maneras de Armando de Troeye, él era más esbelto y alto: casi una cabeza. De modales tampoco andaba mal provisto. Y aunque más modesta, o usada, la ropa le sentaba mejor.

—¿Y a su esposa?… ¿Cómo le caigo?

—Eso debería usted saberlo mejor que yo.

—Pues se equivoca. No tengo la menor idea.

Se habían parado, por iniciativa del otro, ante los cajones de una librería de las muchas que había en aquel tramo de la calle. De Troeye se colgó el bastón del antebrazo, y sin quitarse los guantes tocó algunos de los libros expuestos, aunque mostrando poco interés. Después hizo un ademán indiferente.

—Mecha es una mujer especial —dijo—. No sólo bella y elegante, sino algo más. O mucho más… Yo soy músico, no lo olvide. Por mucho éxito que tenga, y por desenvuelta que parezca la vida que llevo, mi trabajo se interpone entre el mundo y yo. A menudo Mecha es mis ojos. Mis antenas, por decirlo de algún modo. Filtra el universo para mí. En realidad no empecé a aprender seriamente de la vida, ni de mí mismo, hasta que la conocí a ella… Es de esas mujeres que ayudan a comprender el tiempo en que nos toca vivir.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

De Troeye se volvió a mirarlo con calma. Socarrón.

—Me temo que ahora se da usted demasiada importancia, querido amigo.

Se había parado de nuevo, apoyado en el bastón, y seguía estudiando a Max de arriba abajo. Como si valorase, objetivo, la buena planta del bailarín mundano.

—O tal vez no, pensándolo bien —añadió al cabo de un momento—. Tal vez se dé la importancia justa.

De pronto echó a andar de nuevo, inclinándose el sombrero sobre los ojos, y Max se puso a su altura.

—¿Sabe qué es un catalizador? —preguntó De Troeye, sin mirarlo—. ¿No?… En términos científicos, algo capaz de producir reacciones y transformaciones químicas sin que se alteren las substancias que las producen… Dicho en términos simples, favorecer o acelerar el desarrollo de ciertos procesos.

Ahora Max lo oía reír. De forma queda, casi entre dientes. Como de un buen chiste cuyo sentido fuese el único en advertir.

—Usted me parece un catalizador interesante —añadió el músico—. Y déjeme decirle algo que seguramente compartirá… Ninguna mujer, ni siquiera la mía, vale más de un billete de cien pesos o una noche en vela, a menos que uno esté enamorado de ella.

Max se apartó para ceder el paso a una señora cargada con paquetes. A su espalda, en el cruce que acababan de dejar atrás, sonó la bocina de un automóvil.

—Es un juego peligroso —opinó—. El que se trae entre manos.

La risa del otro se hizo más desagradable y al fin se extinguió despacio, como por fatiga. Estaba parado otra vez y miraba a los ojos de Max, ligeramente de abajo arriba por la diferencia de estatura.

—Usted no sabe qué juego me traigo. Pero estoy dispuesto a pagarle tres mil pesos por participar en él.

—Me parece mucho dinero por un tango.

—Es mucho más que eso —un dedo índice le apuntaba al pecho—. ¿Lo toma o lo deja?

Encogió los hombros el bailarín mundano. El asunto nunca había estado en discusión, y ambos lo sabían. No mientras Mecha Inzunza tuviera que ver con ello.

—Barracas, entonces —dijo—. Esta noche.

Armando de Troeye asintió despacio. La expresión seria de su rostro contrastaba con el tono satisfecho, casi risueño, de sus palabras.

—Maravilloso. Sí. Barracas.

Hotel Vittoria, en Sorrento. El sol de media tarde dora las cortinas sobre las vidrieras entreabiertas de la sala. Al fondo, frente a ocho filas de asientos ocupados por el público, una instalación de luz artificial amortiguada, uniforme, ilumina la mesa de juego situada en una tarima y un gran tablero mural de madera que hay en la pared, junto a la mesa del árbitro, donde un ayudante de éste reproduce el desarrollo de la partida. En la amplia estancia de techo decorado y espejos reina un silencio solemne, roto a largos intervalos por el roce de una pieza movida en el tablero y el clic del doble reloj que suena acto seguido, cuando cada jugador pulsa el botón correspondiente antes de anotar, en la hoja de registro que tiene sobre la mesa, el movimiento que acaba de hacer.

Sentado en la quinta fila, Max Costa observa a los adversarios. El ruso, vestido con traje castaño, camisa blanca y corbata verde, juega echado atrás en el respaldo de la silla, con la cabeza baja. Mijaíl Sokolov tiene un ancho rostro encajado en un cuello demasiado grueso, que la corbata parece oprimir en exceso; aunque la tosquedad de su aspecto se ve suavizada por los ojos, cuyo azul acuoso tiene una expresión triste y tierna. Su corpulencia, el pelo rubio corto y erizado, le dan aspecto de oso apacible. A menudo, después de hacer un movimiento —ahora juega con piezas negras— aparta los ojos del tablero y se mira durante mucho rato las manos, que cada diez o quince minutos sostienen un nuevo cigarrillo encendido. En los intervalos, el campeón del mundo se hurga la nariz o se muerde la piel en torno a las uñas antes de ensimismarse otra vez, o coger otro cigarrillo del paquete que tiene cerca, junto a un encendedor y un cenicero. En realidad, observa Max, el ruso mira durante más tiempo sus manos, como abstraído en ellas, que las piezas de ajedrez.

Un nuevo chasquido del reloj de juego. Al otro lado del tablero, Jorge Keller acaba de mover un caballo blanco; y tras quitar el capuchón a su pluma estilográfica anota la jugada, que el ayudante del árbitro reproduce de inmediato en el panel de la pared. Como cada vez que se mueve una pieza, entre los espectadores corre una especie de estremecimiento físico, acompañado por un suspiro expectante y un murmullo apenas audible. La partida va por la mitad.

Jugando, Jorge Keller parece más joven todavía. El pelo negro que se le despeina sobre la frente, la chaqueta de sport sobre el arrugado pantalón caqui, la corbata estrecha con el nudo flojo y las insólitas zapatillas deportivas dan al joven chileno un aspecto descuidado pero agradable. Simpático, es la palabra. Su apariencia y maneras hacen pensar más en un estudiante excéntrico que en el temible jugador de ajedrez que dentro de cinco meses disputará a Sokolov el título de campeón del mundo. Max lo ha visto llegar al comienzo de la partida con una botella de zumo de naranja cuando el ruso ya esperaba sentado, estrechar su mano sin mirarlo, poner la botella sobre la mesa y ocupar su sitio, jugando el primer movimiento de inmediato, sin mirar apenas el tablero; como si trajera esa primera jugada prevista con horas o días de antelación. A diferencia de Sokolov, el joven no fuma ni apenas hace otros ademanes mientras medita o espera que alargar una mano hacia la botella de naranjada y beber directamente del gollete. Y a veces, mientras aguarda a que el ruso haga sus movimientos —aunque los dos tardan en resolver cada jugada, Sokolov suele emplear más tiempo para decidirse—, Keller cruza los brazos sobre el borde de la mesa y reclina la cabeza en ellos, como si pudiera ver con la imaginación mejor que con los ojos. Y sólo la levanta cuando mueve el otro, como si lo alertara el suave golpe de la pieza enemiga en el tablero.

Todo transcurre de forma demasiado lenta para Max. Una partida de ajedrez, sobre todo de esta categoría y protocolo, le parece aburridísima. Duda que su interés por los pormenores del juego aumentara incluso con Lambertucci y el
capitano
Tedesco explicándole el intríngulis de cada movimiento. Pero la coyuntura permite espiar a gusto desde un puesto de observación privilegiado. Y no sólo a los jugadores. En una silla de ruedas situada en primera fila, acompañado por una asistente y un secretario, está el mecenas del duelo, el industrial y millonario Campanella, impedido de las piernas desde que hace diez años se estrelló con un Aurelia Spider en una curva entre Rapallo y Portofino. Sentada en la misma fila y a la izquierda, entre la joven Irina Jasenovic y el hombre grueso y calvo de barba entrecana, también está Mecha Inzunza. Desde su asiento, con sólo inclinarse a un lado para evitar la cabeza del espectador que tiene delante, Max alcanza a verla en escorzo: los hombros cubiertos por la habitual rebeca de lana ligera, el cabello corto y gris que deja al descubierto la nuca esbelta, el perfil de líneas aún bien dibujadas, apreciable cuando la mujer se vuelve a hacer algún comentario en voz muy baja al hombre grueso sentado a su derecha. Y también aquella manera serena y firme de ladear la cabeza atenta a lo que ocurre en la partida, del mismo modo que en el pasado la fijaba en otras cosas y otras jugadas cuya complejidad, piensa Max con una mueca evocadora y melancólica, no era menor que las de ajedrez que se desarrollan ahora frente a sus ojos, en el tablero puesto sobre la mesa y en el otro de la pared, donde el ayudante del árbitro registra cada movimiento de las piezas.

—Aquí es —dijo Max Costa.

El automóvil —una limusina Pierce-Arrow de color berenjena con la insignia del Automóvil Club en el radiador— se detuvo en la esquina de un extenso muro de ladrillo, a treinta pasos de la estación de ferrocarril de Barracas. Aún no había salido la luna, y cuando el chófer apagó los faros sólo quedaron la luz solitaria de un farol eléctrico cercano y la de cuatro bombillas amarillentas en la elevada marquesina del edificio. Hacia el este, por las calles de casas bajas que conducían a la orilla izquierda y los docks del Riachuelo, la noche extinguía un último rescoldo de claridad rojiza en el cielo negro de Buenos Aires.

—Menudo sitio —comentó Armando de Troeye.

—Ustedes querían tango —repuso Max.

Había bajado del automóvil, y tras ponerse el sombrero mantenía la portezuela abierta para que bajaran el compositor y su esposa. A la luz del farol cercano vio que Mecha Inzunza se recogía el chal de seda sobre los hombros mientras miraba alrededor, impasible. Iba sin sombrero ni joyas, con un vestido claro de tarde, tacón mediano y guantes blancos largos hasta los codos. Demasiado elegante, pese a todo, para deambular por aquella parroquia. No parecía impresionada por la esquina acechada de sombras ni por la lóbrega vereda de ladrillo que se alejaba hacia la oscuridad, entre el muro y la elevada estructura de hierro y cemento de la estación de ferrocarril. El marido, sin embargo —traje cruzado de sarga azul, sombrero y bastón—, echaba vistazos inquietos en torno. En su caso, era obvio que el escenario superaba lo imaginado.

—¿De verdad conoce bien este sitio, Max?

—Claro. Nací a tres cuadras de aquí. En la calle Vieytes.

—¿A tres cuadras?… Diablos.

Se inclinó el bailarín mundano sobre la ventanilla abierta del chófer, a darle instrucciones. Era éste un italiano corpulento y silencioso, de rostro afeitado y cabello muy negro bajo la gorra con visera del uniforme. En el Palace lo habían recomendado como conductor experto y hombre de confianza cuando De Troeye pidió un servicio de limusina. Max no quería estacionar el automóvil delante del local al que se dirigían, por no llamar en exceso la atención. El matrimonio y él iban a recorrer a pie el último trecho, así que dijo al chófer dónde debía situarse para esperarlos: a la vista del sitio, aunque no demasiado cerca. También, bajando un poco la voz, le preguntó si iba armado. Asintió el otro brevemente con la cabeza, señalando la guantera.

—¿Pistola o revólver?

—Pistola —fue la seca respuesta.

Sonrió Max.

—¿Su nombre?

—Petrossi.

—Siento hacerle esperar, Petrossi. Serán un par de horas, como mucho.

No costaba nada ser amable: invertir de cara al futuro. De noche, en paraje como aquél, un italiano corpulento y artillado era algo a tener en cuenta. Una garantía más. Max vio al chófer asentir de nuevo, inexpresivo y profesional, aunque a la luz del farol advirtió también una rápida mirada de reconocimiento. Le puso un instante la mano en el hombro, dando allí un golpecito amistoso, y se reunió con los De Troeye.

—No sabíamos que éste era su barrio —comentó el compositor—. Nunca lo dijo.

—No había razón para ello.

—¿Y siempre vivió aquí, hasta que se fue a España?

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