El tango de la Guardia Vieja (9 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—¿Lora?… ¿Qué significa?

—Prostituta, en lunfardo. El argot de allí… El que usa Gardel cuando canta.

—¿Y concha?

Max miró a Armando de Troeye, sin responder. La mueca divertida del marido se ensanchó en una amplia sonrisa.

—Comprendido —dijo.

—Comprendido —repitió ella al cabo de un instante, sin sonreír.

El tango sentimental, siguió contando Max, era un fenómeno reciente. Fue Gardel quien popularizó esas letras lloronas, llenando el tango de malevos cornudos y mujeres perdidas. En su voz, el cinismo del rufián se había hecho lágrimas y melancolía. Cosa de poetas.

—Lo conocimos hace dos años, cuando actuaba en el Romea de Madrid —apuntó De Troeye—. Un hombre muy simpático. Algo charlatán, pero agradable —miró a su mujer—. Con esa sonrisa, ¿verdad?… Como si no se relajara nunca.

—Sólo lo vi una vez de lejos, comiendo puchero de gallina en El Tropezón —dijo Max—. Estaba rodeado de gente, por supuesto. No me atreví a acercarme.

—La verdad es que canta muy bien. Tan lánguido, ¿no?

Max dio una chupada a su cigarrillo. De Troeye, que se servía más coñac, le ofreció; pero él negó con la cabeza.

—Realmente inventó la manera. Antes sólo eran cuplés y canciones de burdel… Apenas había antecedentes.

—¿Y la música? —De Troeye había mojado los labios en el coñac y miraba a Max por encima del borde de la copa—. ¿Cuáles son, a su juicio, las diferencias entre el tango viejo y el moderno?

Se recostó el bailarín mundano en la silla, golpeando suavemente el cigarrillo con el dedo índice para dejar caer la ceniza en el cenicero.

—No soy músico. Sólo bailo para ganarme la vida. Ni siquiera sé distinguir una corchea de una breve.

—Aun así, me gustaría conocer su opinión.

Max dio otras dos chupadas al cigarrillo antes de responder.

—Puedo hablar de lo que conozco. Lo que recuerdo… Ahí pasó lo mismo que con la manera de bailar y de cantar. Al principio los músicos eran intuitivos y tocaban temas mal conocidos, sobre la partitura del piano o de memoria. A la parrilla, como allí se dice… Parecido a los músicos de jazz-band cuando improvisan yendo a su aire.

—¿Y cómo eran esas orquestas?

Pequeñas, precisó Max. Tres o cuatro tipos, bajos de bandoneón, acordes simples y mayor velocidad de ejecución. Era más una manera de interpretar que de componer. Con el tiempo, tales orquestas fueron arrinconadas por las modernas: solos de piano en vez de guitarras, contracantos de violín, rezongo de fuelle. Eso favorecía a los bailarines inexpertos, a los nuevos aficionados. Las orquestas profesionales se adaptaron en seguida al nuevo tango.

—Es el que bailamos nosotros —concluyó, apagando con mucho cuidado el cigarrillo—. El que suena en el salón del
Cap Polonio
y en los lugares respetables de Buenos Aires.

Mecha Inzunza había apagado su cigarrillo en el mismo cenicero, tres segundos después de que lo hiciera Max.

—¿Y el otro? —preguntó jugueteando con la boquilla de marfil—… ¿Qué pasa con el antiguo?

El bailarín mundano apartó, no sin esfuerzo, la mirada de las manos de la mujer: delgadas, elegantes, de buena casta. Relucía en el anular izquierdo la alianza de oro. Cuando levantó la vista, comprobó que Armando de Troeye lo miraba inexpresivo, con fijeza.

—Ahí sigue, todavía —respondió—. Marginal y cada vez más raro. Cuando lo tocan, según los sitios, la gente apenas sale a bailar. Es más difícil. Más crudo.

Se detuvo un momento. La sonrisa que ahora afloró a sus labios era espontánea. Evocadora.

—Un amigo mío decía que hay tangos para sufrir, y tangos para matar… Los originales eran más bien de estos últimos.

Mecha Inzunza había apoyado un codo en la mesa y el óvalo del rostro en la palma de la mano. Parecía escuchar con extrema atención.

—Tango de la Guardia Vieja, lo llaman algunos —precisó Max—. Para diferenciarlo del nuevo. Del moderno.

—Bonito nombre —comentó el marido—. ¿De dónde viene?

Ya no tenía el rostro inexpresivo. Otra vez el gesto amable, de atento anfitrión. Max movió las manos como para remarcar una obviedad.

—No sé. Un antiguo tango se llamaba así:
La Guardia Vieja
… No sabría decirles.

—¿Y sigue siendo… obsceno? —preguntó ella.

Un tono opaco, el suyo. Casi científico. El de una entomóloga averiguando, por ejemplo, si era obscena la cópula de dos escarabajos. Suponiendo, concluyó Max, que los escarabajos copularan. Que, seguramente, sí.

—Según en qué lugares —confirmó.

Armando de Troeye parecía encantado con todo aquello.

—Lo que nos cuenta es fascinante —dijo—. Mucho más de lo que imagina. Y cambia algunas ideas que yo traía en la cabeza. Quisiera presenciar eso… Verlo en su ambiente.

Torció Max el gesto, evasivo.

—No se toca en locales recomendables, desde luego. No que yo sepa.

—¿Conoce sitios así en Buenos Aires?

—Alguno conozco. Pero adecuado no es la palabra —miró a Mecha Inzunza—. Son lugares peligrosos… Impropios para una señora.

—No se inquiete por eso —dijo ella con mucha frialdad y mucha calma—. Ya hemos estado en lugares impropios, antes.

Pasa la media tarde. El sol declinante se encuentra todavía por encima de la punta del Capo, enmarcando en tonos verdes y rojizos las villas que cubren la ladera de la montaña. Max Costa, vestido con la misma chaqueta azul oscuro y el pantalón de franela gris que llevaba cuando llegó al hotel —sólo ha cambiado el pañuelo de seda por una corbata roja con pintas azules y nudo Windsor—, baja de su habitación y se mezcla con los clientes que toman el aperitivo antes de la cena. Terminaron el verano y sus aglomeraciones, pero el duelo de ajedrez mantiene animado el establecimiento: casi todas las mesas del bar y la terraza están ocupadas. Un cartel puesto en un caballete anuncia para mañana la próxima partida del duelo Sokolov-Keller. Deteniéndose delante, Max observa a los dos adversarios en las fotografías que lo ilustran. Bajo unas cejas rubias y espesas, a tono con un pelo que recuerda el de un erizo, los ojos claros y acuosos del campeón soviético miran con recelo las piezas puestas en un tablero. Su cara redonda y rústica hace pensar en la de un campesino atento al ajedrez igual que varias generaciones de sus antepasados pudieron estarlo a la madurez de un campo de trigo o al paso de las nubes trayendo agua o sequía. En cuanto a Jorge Keller, su mirada se dirige hacia el fotógrafo distraída, casi soñadora. Tal vez un punto inocente, cree apreciar Max. Como si en vez de mirar a la cámara lo hiciese a alguien o algo situado ligeramente más allá, que nada tuviera que ver con el ajedrez sino con ensueños juveniles o inconcretas quimeras.

Brisa templada. Rumor de conversaciones con música suave de fondo. La terraza del Vittoria es amplia y espléndida. Más allá de la balaustrada se aprecia una bella panorámica de la bahía de Nápoles, que empieza a tamizarse en una luz dorada cada vez más horizontal. El jefe de camareros guía a Max hacia una mesa situada junto a una mujer de mármol semiarrodillada y desnuda que mira hacia el mar. Acomodándose, Max pide una copa de vino blanco frío y echa un vistazo alrededor. El entorno es elegante, adecuado al lugar y la hora. Hay clientes extranjeros bien vestidos, sobre todo norteamericanos y alemanes que visitan Sorrento fuera de temporada. El resto son invitados del millonario Campanella: gente distinguida a la que éste paga el viaje y los gastos del hotel. También hay aficionados al ajedrez que pueden permitírselo por cuenta propia. En las mesas cercanas, Max reconoce a una bella actriz de cine en compañía de otras personas entre las que se encuentra su marido, productor de Cinecittà. Cerca se mueven dos jóvenes con aspecto de periodistas locales, uno de ellos con una Pentax colgada al cuello; y cada vez que alza la cámara, Max disimula el rostro con ademán discreto, pasándose una mano por la cara o volviéndose a mirar algo en dirección opuesta. Reacción automática, ésta, de cazador atento a no ser cazado. Antiguos reflejos evasivos, naturales por hábito, que su instinto profesional desarrolló durante muchos años para rebajar riesgos. En aquellos tiempos, nada hacía a Max Costa más vulnerable que poner su rostro e identidad a disposición de algún policía capaz de preguntarse qué estaría tramando, en este o aquel lugar, un veterano caballero de industria de los que en otra época eran llamados, con ingenuo eufemismo, ladrones de guante blanco.

Cuando los periodistas se alejan, Max mira alrededor, buscando. Al bajar pensaba que sería un extraordinario golpe de suerte encontrar a la mujer al primer intento; pero lo cierto es que está allí mismo, no muy lejos, sentada ante una mesa en compañía de otras personas entre las que no se encuentran ni el joven Keller ni la muchacha que iba con ellos. Esta vez no lleva el sombrero de tweed y muestra el cabello corto, de un tono gris plateado que parece por completo natural. Mientras conversa inclina el rostro hacia sus acompañantes, cortésmente interesada —un gesto que Max recuerda con asombrosa nitidez—, y a veces se reclina en el respaldo de la silla, asintiendo a la charla con una sonrisa. Viste de modo sencillo, con la misma elegante negligencia que ayer: una falda oscura amplia, con cinturón ancho que ciñe la cintura de una blusa de seda blanca. Calza mocasines de ante, y la rebeca de punto cubre sus hombros, puesta por encima. No lleva pendientes ni joyas: sólo un delgado reloj en la muñeca.

Prueba Max el vino, complacido por la temperatura que empaña la copa; y cuando se inclina un poco para dejar ésta en la mesa, la mirada de la mujer se cruza con la suya. Es un encuentro casual que apenas dura un segundo. Ella está diciendo algo a sus acompañantes, y al hacerlo pasea la vista alrededor, coincidiendo un momento con los ojos del hombre que la observa desde tres mesas más allá. Los de la mujer no se detienen en él: siguen adelante mientras continúa la conversación, y alguien dice ahora cualquier cosa que ella escucha atenta, sin volver a apartar la mirada de sus acompañantes. Max, con una punzada melancólica que lastima su vanidad, sonríe para sí y busca consuelo en otro sorbo de Falerno. Es cierto que él ha cambiado; pero ella también, decide. Mucho, sin duda, desde la última vez que se vieron en Niza hace veintinueve años, otoño de 1937. Y más, todavía, desde lo ocurrido en Buenos Aires, nueve años antes de eso. También ha pasado mucho tiempo desde la conversación que Mecha Inzunza y él mantuvieron en la cubierta de botes del
Cap Polonio
, cuatro días después de que ella y su marido lo invitaran a comer en su lujoso camarote para hablar de tangos.

También aquel día la buscó deliberadamente, después de una noche de insomnio en su camarote de segunda clase, que pasó con los ojos abiertos mientras sentía el suave movimiento del barco y la lejana trepidación interior de las máquinas en los mamparos del transatlántico. Había preguntas que requerían respuesta, y planes por trazar. Pérdidas y ganancias posibles. Pero también, aunque se negaba a reconocerlo ante sí mismo, latía en aquello un impulso personal, inexplicable, que nada tenía que ver con las circunstancias materiales. Algo inusualmente desprovisto de cálculo, hecho de sensaciones, atractivos y recelos.

La encontró en la cubierta de botes, como la otra vez. El buque navegaba a buena marcha, hendiendo una ligera bruma que el sol ascendente —un difuso disco dorado cada vez más alto en el horizonte— iba venciendo poco a poco. Estaba sentada en un banco de teca, bajo una de las tres grandes chimeneas pintadas en blanco y rojo. Vestía de corte deportivo, falda plisada y jumper de lana a rayas. Los zapatos eran de tacón bajo, y le ovalaba el rostro inclinado sobre un libro el ala corta, acampanada, de un sombrero de paja tagal. Esta vez Max no pasó de largo con un breve saludo, sino que dijo buenos días y se detuvo ante ella, quitándose la gorra de viaje. El bailarín mundano tenía el sol a la espalda, el mar estaba tranquilo, y su sombra oscilaba levemente en el libro abierto y en el rostro de la mujer cuando ella alzó la vista para mirarlo.

—Vaya —dijo—. El bailarín perfecto.

Sonreía, aunque los ojos que lo estudiaban, valorativos, parecían absolutamente serios.

—¿Cómo le va, Max?… ¿Cuántas jovencitas y solteronas han pisoteado sus zapatos en los últimos días?

—Demasiadas —gimió—. No me lo recuerde.

Hacía cuatro días que Mecha Inzunza y su marido no iban al salón de baile. Max no había vuelto a verlos desde el almuerzo en la cabina.

—He estado pensando en lo que dijo su marido… Lo de lugares adecuados para ver bailar el tango en Buenos Aires.

Se acentuó la sonrisa. Una bonita boca, pensó él. Un bonito todo.

—¿Tango a la manera de la guardia antigua?

—Vieja. Es Guardia Vieja. Y sí. A ése me refiero.

—Estupendo —ella cerró el libro y se movió a un lado del banco, con mucha naturalidad, dejando espacio libre para que él se sentara—. ¿Podrá llevarnos allí?

No por esperado el plural incomodó menos a Max. Seguía de pie ante ella, la gorra todavía en una mano.

—¿A los dos?

—Sí.

Hizo un ademán afirmativo el bailarín mundano. Luego se puso de nuevo la gorra —ligeramente inclinada sobre el ojo derecho, con leve coquetería— y se sentó en la parte del banco que ella había dejado libre. El lugar estaba protegido de la brisa, al resguardo de una estructura metálica pintada de blanco y rematada por una de las grandes bocas de aireación que jalonaban la cubierta. De reojo, Max echó un vistazo al título del libro que ella tenía sobre la falda. Estaba en inglés:
The Painted Veil
. No había leído nada de aquel Somerset Maugham cuyo nombre figuraba en la cubierta, aunque le sonaba conocido. Él no era de libros.

—No veo inconveniente —respondió—. Siempre y cuando esté dispuesta a afrontar cierta clase de azares.

—Me asusta usted.

No parecía estarlo en absoluto. Max miraba más allá de los botes salvavidas, sintiendo los ojos de la mujer fijos en él. Dudó un instante sobre si debía sentirse molesto por alguna ironía velada, y decidió que no. Tal vez ella era sincera, aunque realmente no lograba imaginarla asustada de ese modo. Por cierta clase de azares.

—Se trata de sitios populares —aclaró—. De lo que podríamos llamar barrios bajos, como dije. Pero sigo sin saber si usted…

Calló mientras se volvía hacia ella. Parecía divertida por aquella pausa deliberada, cauta.

—¿Si debo arriesgarme en lugares así, quiere decir?

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