El tango de la Guardia Vieja (6 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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La mujer seguía mirándolo. Curiosidad, era tal vez la palabra.

—¿Hace mucho que baila de manera profesional?

—Cinco años. Aunque no todo el tiempo. Es un trabajo…

—¿Divertido? —lo interrumpió ella.

Caminaban de nuevo por la cubierta, adaptando sus pasos a la lenta oscilación del transatlántico. A veces se cruzaban con los bultos oscuros o los rostros reconocibles de algunos pasajeros. De Max, en los tramos menos iluminados, sólo podían apreciarse las manchas blancas de la pechera de la camisa, el chaleco y la corbata, pulgada y media exacta de cada puño almidonado y el pañuelo en el bolsillo superior del frac.

—No era ésa la palabra que buscaba —sonrió él con suavidad—. En absoluto. Un trabajo eventual, quería decir. Resuelve cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—Bueno… Como ve, me permite viajar.

A la luz de un ojo de buey comprobó que ahora era ella la que sonreía, aprobadora.

—Lo hace bien, para ser un trabajo eventual.

El bailarín mundano encogió los hombros.

—Durante los primeros años fue algo fijo.

—¿Dónde?

Decidió Max omitir parte de su currículum. Reservar para sí ciertos nombres. El Barrio Chino de Barcelona, el Vieux Port de Marsella, estaban entre ellos. También el nombre de una bailarina húngara llamada Boske, que cantaba
La petite tonkinoise
mientras se depilaba las piernas y era aficionada a los jóvenes que despertaban de noche, cubiertos de sudor, angustiados porque las pesadillas los hacían creerse todavía en Marruecos.

—Hoteles buenos de París, durante el invierno —resumió—. Biarritz y la Costa Azul, en temporada alta… También estuve un tiempo en cabarets de Montmartre.

—Ah —parecía interesada—. Puede que coincidiéramos alguna vez.

Sonrió él, seguro.

—No. La recordaría.

—¿Qué quería decirme? —preguntó ella.

Tardó un instante en recordar a qué se refería. Al fin cayó en la cuenta. Después de cruzarse dentro la había alcanzado en la cubierta de paseo, saliéndole al paso sin más explicaciones.

—Que nunca bailé con nadie un tango tan perfecto.

Un silencio de tres o cuatro segundos. Complacido, quizás. Ella se había detenido —había una bombilla cerca, atornillada al mamparo— y lo miraba en la penumbra salina.

—¿De veras?… Vaya. Es muy amable, señor… ¿Max, es su nombre?

—Sí.

—Bien. Crea que le agradezco el cumplido.

—No es un cumplido. Sabe que no lo es.

Ella reía, franca. Sana. Lo había hecho del mismo modo dos noches atrás, cuando él calculó, bromeando, su edad en quince años.

—Mi marido es compositor. La música, el baile, me son familiares. Pero usted es una excelente pareja. Hace fácil dejarse llevar.

—No se dejaba llevar. Era usted misma. Tengo experiencia en eso.

Asintió, reflexiva.

—Sí. Supongo que la tiene.

Apoyaba Max una mano en la regala húmeda. Entre balanceo y balanceo, la cubierta transmitía bajo sus zapatos la vibración de las máquinas en las entrañas del buque.

—¿Fuma?

—Ahora no, gracias.

—¿Me permite que lo haga yo?

—Por favor.

Extrajo la pitillera de un bolsillo interior de la chaqueta, cogió un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Ella lo miraba hacer.

—¿Egipcios? —preguntó.

—No. Abdul Pashá… Turcos. Con una pizca de opio y miel.

—Entonces aceptaré uno.

Se inclinó con la caja de fósforos en las manos, protegiendo la llama con el hueco de los dedos para dar fuego al cigarrillo que ella había introducido en la boquilla corta de marfil. Luego encendió el suyo. La brisa se llevaba el humo con rapidez, impidiendo saborearlo. Bajo la capa de piel, la mujer parecía estremecerse de frío. Max indicó la entrada del salón de palmeras, que estaba cerca; una estancia en forma de invernadero con una gran lumbrera en el techo, amueblada con sillones de mimbre, mesas bajas y macetas con plantas.

—Bailar de modo profesional —comentó ella cuando entraron—. Eso resulta curioso, en un hombre.

—No veo mucha diferencia… También nosotros podemos hacerlo por dinero, como ve. No siempre el baile es afecto, o diversión.

—¿Y es cierto eso que dicen? ¿Que el carácter de una mujer se muestra con más sinceridad cuando baila?

—A veces. Pero no más que el de un hombre.

El salón estaba vacío. La mujer tomó asiento dejando caer con descuido la capa de piel, y mirándose en la tapa de oro de una vanity-box que sacó del bolso se dio un toque en los labios con una barrita de Tangee rojo suave. El pelo engominado y hacia atrás daba a sus facciones un atractivo aspecto anguloso y andrógino, pero el raso negro moldeaba su cuerpo, apreció Max, de manera interesante. Advertida de su mirada, ella cruzó una pierna sobre la otra, balanceándola ligeramente. Apoyaba el codo derecho en el brazo del sillón y mantenía en alto la mano cuyos dedos índice y medio —las uñas eran cuidadas y largas, lacadas en el tono exacto de la boca— sostenían el cigarrillo. De vez en cuando dejaba caer la ceniza al suelo como si todos los ceniceros del mundo le fueran indiferentes.

—Quería decir curioso visto de cerca —dijo al cabo de un instante—. Es usted el primer bailarín profesional con el que cambio más de dos palabras: gracias y adiós.

Max había acercado un cenicero y permanecía en pie, la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Fumando.

—Me gustó bailar con usted —dijo.

—También a mí. Lo haría de nuevo, si la orquesta siguiera tocando y hubiese gente en el salón.

—Nada le impide hacerlo ahora.

—¿Perdón?

Estudiaba su sonrisa como quien disecciona una inconveniencia. Pero el bailarín mundano la sostuvo, impasible. Pareces un buen chico, le habían dicho la húngara y Boris Dolgoruki, coincidiendo en ello aunque nunca se conocieron. Cuando sonríes de ese modo, Max, nadie pondría en duda que seas un condenado buen chico. Procura sacarle partido a eso.

—Estoy seguro de que es capaz de imaginar la música.

Ella dejó caer otra vez la ceniza al suelo.

—Es usted un hombre atrevido.

—¿Podría hacerlo?

Ahora le llegó a la mujer el turno de sonreír, un punto desafiante.

—Claro que podría —dejó escapar una bocanada de humo—. Soy esposa de un compositor, recuerde. Tengo música en la cabeza.

—¿Le parece bien
Mala junta
? ¿Lo conoce?

—Perfecto.

Apagó Max el cigarrillo, estirándose después el chaleco. Ella siguió inmóvil un instante: había dejado de sonreír y lo observaba pensativa desde su butaca, como si pretendiera asegurarse de que no bromeaba. Al fin dejó su boquilla con marca de carmín en el cenicero, se levantó muy despacio y, mirándolo todo el tiempo a los ojos, apoyó la mano izquierda en su hombro y la derecha en la mano de él; que, extendida, aguardaba. Permaneció así un momento, erguida y serena, muy seria, hasta que Max, tras oprimir dos veces suavemente sus dedos para marcar el primer compás, inclinó un poco el cuerpo a un lado, pasó la pierna derecha por delante de la izquierda, y los dos evolucionaron en el silencio, enlazados y mirándose a los ojos, entre los sillones de mimbre y los maceteros del salón de palmeras.

Suena —Rita Pavone— un twist en la radio portátil Marconi de plástico blanco. Hay palmeras y pinos de copa ancha en el jardín de Villa Oriana, y entre ellos divisa Max, que está apoyado en la ventana abierta de su habitación, el panorama de la bahía napolitana: el fondo azul cobalto con el ancho cono oscuro del Vesubio y la línea de la costa que se prolonga por la derecha hasta punta Scutolo, con Sorrento asomándose a la cornisa acantilada y a las dos marinas con sus escolleras de roca, barcas en la playa y embarcaciones fondeadas cerca de la orilla. El chófer del doctor Hugentobler lleva un buen rato pensativo, sin apartar los ojos del paisaje. Desde que desayunó en la cocina silenciosa permanece inmóvil en la ventana, considerando posibilidades y probabilidades de una idea que lo tuvo toda la noche dando vueltas entre las sábanas, indeciso; y que, contra lo que esperaba, la luz del día no logra alejar de su cabeza.

Por fin, Max parece volver en sí y da unos pasos por la modesta habitación, situada en un ángulo de la planta baja de la villa. Luego vuelve a mirar por la ventana hacia Sorrento y entra en el cuarto de baño, donde se refresca la cara con agua. Después de secarse mira su rostro en el espejo con la cautela de quien busca averiguar cuánto ha progresado la vejez desde la última mirada. Permanece así un buen rato, observándose como si buscase a alguien hace tiempo lejano. Estudiando melancólico el pelo gris plateado que ya clarea un poco, la piel marcada por el vitriolo del tiempo y la vida, los surcos en la frente y las comisuras de la boca, los pelos blancos que despuntan en el mentón, los párpados caídos que apagan la viveza de la mirada. Después se palpa la cintura —el cinturón tiene varias señales de retroceso en los orificios próximos a la hebilla— y mueve la cabeza, crítico. Arrastra años y kilos de más, concluye. Quizá, también, vida de más.

Sale al pasillo, y dejando atrás la puerta que conduce al garaje sigue adelante hasta el salón de la villa. Todo allí está en orden y limpio, cubiertos los muebles con guardapolvos de tela blanca. Los Lanza se han ido a Salerno para pasar las vacaciones pendientes. Eso significa tranquilidad absoluta, sin otra ocupación para Max que vigilar la casa, ocuparse de reexpedir la correspondencia urgente y mantener a punto el Jaguar, el Rolls-Royce y los tres automóviles antiguos del dueño de la casa.

Despacio, todavía pensativo, va hasta el mueble bar del salón, abre el armario de las bebidas y se sirve un dedo de Rémy Martin en un vaso de cristal tallado. Después lo bebe a sorbos cortos, fruncido el ceño. Por lo general, Max bebe poco. Casi toda su vida, incluso en los tiempos ásperos de la primera juventud, fue moderado en eso —tal vez la palabra sea prudente, o cauto—, capaz de convertir el alcohol, ingerido por él o por otros, no en enemigo imprevisible, sino en aliado útil; en herramienta profesional de su equívoco oficio, u oficios, tan eficaz según los casos como podían serlo una sonrisa, un golpe o un beso. De cualquier modo, a estas alturas de su vida y camino del desguace irremediable, un trago ligero, un vaso de vino o vermut, un cóctel negroni bien mezclado, aún estimulan su corazón y pensamientos.

Acabando la bebida, deambula por la casa vacía. Sigue dándole vueltas a lo que lo mantuvo despierto la pasada noche. En la radio, que dejó encendida y suena al fondo del pasillo, una voz de mujer canta
Resta cu mme
como si de veras le doliera lo que dice. Max se queda un momento absorto, escuchando la canción. Al cabo regresa a su dormitorio, abre el cajón donde guarda el talonario de cheques y consulta el estado de su cuenta bancaria. Sus limitados ahorros. Le llegan justo, calcula, para sostener lo necesario. La logística base. Divertido por la idea, abre el armario y pasa revista a la ropa imaginando situaciones previsibles, antes de dirigirse al dormitorio principal de la casa. No es consciente de ello, pero camina ligero, desenvuelto. Con el mismo paso elástico y seguro de años atrás, cuando el mundo era todavía una aventura peligrosa y fascinante: un desafío continuo a su temple, astucia e inteligencia. Ha tomado al fin una decisión, y eso simplifica las cosas: encaja el pasado en el presente y traza un bucle asombroso que, a través del tiempo, lo dispone todo con aparente simpleza. En el dormitorio del doctor Hugentobler, los guardapolvos cubren los muebles y la cama, y las cortinas traslucen una claridad dorada. Al descorrerlas, un caudal de luz inunda la habitación, descubriendo el paisaje de la bahía, los árboles y las villas vecinas escalonadas en la montaña. Max se vuelve hacia el vestidor, baja una maleta Gucci que hay en la parte de arriba, la deja abierta sobre la cama, y puestos los brazos en jarras contempla el bien provisto guardarropa de su patrón. El doctor Hugentobler y él tienen aproximadamente la misma talla de torso y cuello, así que elige media docena de camisas de seda y un par de chaquetas. Los zapatos y pantalones no corresponden a su número, pues Max es más alto que Hugentobler —habrá que acudir a las tiendas caras del corso Italia, suspira resignado—; pero sí un cinturón de piel nuevo, que mete en la maleta acompañado por media docena de calcetines en tonos discretos. Tras una última ojeada añade dos pañuelos de seda para el cuello, tres bonitas corbatas, unos gemelos de oro, un encendedor Dupont —aunque hace años que dejó el tabaco— y un reloj Omega Seamaster Deville, también de oro. De vuelta a su habitación, maleta en mano, oye de nuevo la radio: ahora es Domenico Modugno cantando
Vecchio frac
. El viejo frac. Asombroso, piensa. Como si fuera señal de buen augurio, la coincidencia hace sonreír al antiguo bailarín mundano.

2. Tangos para sufrir y tangos para matar

—Te has vuelto loco.

Tiziano Spadaro, el recepcionista del hotel Vittoria, se inclina sobre el mostrador para echar un vistazo a la maleta que Max ha puesto en el suelo. Después alza la mirada, recorriéndolo de abajo arriba: zapatos de tafilete marrón, pantalón de franela gris, camisa de seda con pañuelo al cuello y americana blazer azul oscuro.

—En absoluto —responde el recién llegado, con mucha calma—. Sólo me apetece cambiar de ambiente unos días.

Spadaro se pasa una mano por la calva, pensativo. Sus ojos suspicaces estudian los de Max buscando intenciones ocultas. Significados peligrosos.

—¿Ya no recuerdas lo que cuesta una habitación aquí?

—Claro. Doscientas mil liras a la semana… ¿Y?

—Estamos completos. Te lo dije.

La sonrisa de Max es amistosa y segura. Casi benévola. Hay en ella rastro de antiguas lealtades y extremas confianzas.

—Tiziano… Frecuento hoteles hace cuarenta años. Siempre hay algo disponible.

La mirada de Spadaro desciende, renuente, hasta el mostrador de caoba barnizada. En el espacio que dejan sus manos apoyadas en él, simétricamente dispuesto entre una y otra, Max ha colocado un sobre cerrado que lleva dentro diez billetes de diez mil liras. El recepcionista del Vittoria lo estudia como un jugador de baccarat a quien hayan dado cartas que no se decide a descubrir. Al fin una de las manos, la izquierda, se mueve despacio y lo roza con el dedo pulgar.

—Telefonéame un poco más tarde. Veré qué puedo hacer.

A Max le gusta el gesto: tocar el sobre sin abrirlo. Viejos códigos.

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