El tango de la Guardia Vieja (7 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—No —dice suavemente—. Resuélvemelo ahora.

Guardan silencio mientras unos clientes pasan cerca. El recepcionista mira hacia el vestíbulo: no hay nadie en la escalera que lleva a las habitaciones, ni en la puerta acristalada del jardín de invierno, donde se oye rumor de conversaciones; y el conserje está ocupado en su puesto, colocando llaves en los casilleros.

—Creí que te habías retirado —comenta bajando la voz.

—Y así es. Te lo dije el otro día. Sólo quiero unas vacaciones, como en los viejos tiempos. Un poco de champaña frío y buenas vistas.

De nuevo la mirada suspicaz de Spadaro, tras otro vistazo a la maleta y a la elegante indumentaria de su interlocutor. A través de la ventana, el recepcionista alcanza a ver el Rolls aparcado junto a la escalera que desciende hacia el vestíbulo del hotel.

—Muy bien deben de irte ahora las cosas en Sorrento…

—Me van de maravilla, como ves.

—¿Así, de golpe?

—Exacto. De golpe.

—¿Y tu jefe, el de Villa Oriana?…

—Te lo contaré otro día.

Se frota de nuevo la calva Spadaro, valorativo. Su larga vida laboral ha hecho de él un perro viejo, con olfato de sabueso; y no es la primera vez que Max le pone un sobre encima del mostrador. La última fue hace diez años, cuando el recepcionista aún trabajaba en el hotel Vesubio de Nápoles. A una madura actriz de cine llamada Silvia Massari, cliente habitual del establecimiento, le desapareció un valioso moretto de Nardi de la habitación contigua a la de Max —facilitada por Spadaro— mientras almorzaba con éste en la terraza del hotel, después de pasar la noche anterior y toda la mañana entregados a intimidades otoñales aunque vigorosas. Durante el lamentable suceso, Max sólo abandonó unos minutos la terraza, la espléndida vista y la tierna mirada de su acompañante para ir a lavarse las manos. De modo que a la Massari ni le pasó por la cabeza dudar de la integridad de sus maneras, sonrisa espléndida y otras muestras de afecto. Todo se resolvió, finalmente, con una camarera del servicio de habitaciones investigada y despedida, aunque nada pudo probársele. El seguro de la actriz se hizo cargo del asunto, y Tiziano Spadaro, en el momento de liquidar Max la cuenta y dejar el hotel repartiendo propinas con sus modales de perfecto caballero, recibió un sobre de características similares al que ahora tiene delante, aunque más abultado.

—No sabía que te interesara el ajedrez.

—¿No? —la antigua sonrisa profesional, ancha y blanca, es de las más escogidas del viejo repertorio—. Bueno. Siempre fui algo aficionado. Es un ambiente curioso. Una ocasión única de ver a dos grandes jugadores… Mejor que el fútbol.

—¿Qué tramas, Max?

Sostiene éste su mirada inquisitiva, flemático.

—Nada que ponga en peligro tu próxima jubilación. Tienes mi palabra. Y nunca te falté a ella.

Una pausa larga, reflexiva. A Spadaro se le marca una arruga profunda entre las cejas.

—Es cierto —admite al fin.

—Celebro que lo recuerdes.

Se mira el otro los botones del chaleco y los sacude pensativo, como si retirase imaginarias motas de polvo.

—La policía verá tu ficha de registro.

—¿Y qué?… Siempre estuve limpio en Italia. Además, esto nada tiene que ver con la policía.

—Oye. Estás mayor para ciertas cosas… Todos lo estamos. No deberías olvidarlo.

Impasible, sin responder, Max sigue mirando al recepcionista. Éste observa el sobre que sigue cerrado, sobre la madera reluciente.

—¿Cuántos días?

—No sé —Max hace un ademán negligente—. Una semana bastará, supongo.

—¿Supones?

—Bastará.

Pone el otro un dedo encima del sobre. Al cabo suspira y abre lentamente el libro de registro.

—Sólo puedo garantizarte una semana. Luego, ya veremos.

—De acuerdo.

Con la palma de la mano, Spadaro pulsa tres veces el timbre para llamar a un botones.

—Una habitación pequeña, individual, sin vistas. El desayuno no va incluido.

Max saca sus documentos del bolsillo de la chaqueta. Cuando los pone encima del mostrador, el sobre ha desaparecido.

Le sorprendió ver entrar al marido en el salón bar de segunda clase del
Cap Polonio
. Era media mañana, y Max estaba sentado tomando el aperitivo, un vaso de absenta con agua y unas aceitunas, cerca de un ancho ventanal corrido que daba a la cubierta de paseo de babor. Le gustaba aquel sitio porque desde allí podía ver todo el salón —sillones de mimbre en vez de las confortables butacas de cuero rojo de primera clase— y contemplar el mar. Seguía haciendo buen tiempo, sol durante todo el día y cielo despejado por las noches. Tras cuarenta y ocho horas de molesta marejada, el barco había dejado de balancearse y los pasajeros se movían con más seguridad, mirándose unos a otros en vez de caminar pendientes de las posiciones que adoptaba el suelo. En cualquier caso, Max, que había cruzado el Atlántico cinco veces, no recordaba una travesía tan apacible como aquélla.

En las mesas próximas, algunos pasajeros, casi todos varones, jugaban a las cartas, al backgammon, al ajedrez o al steeple-chase. A Max, que sólo era jugador eventual y práctico —ni siquiera cuando vistió uniforme en Marruecos había experimentado la pasión que algunos hombres tenían por los juegos de azar—, le complacía, sin embargo, observar a los profesionales de la baraja que frecuentaban las líneas transatlánticas. Tretas, engaños e ingenuidades, reacciones de unos y otros, códigos de conducta que con tanto detalle reflejaban la compleja condición humana, eran una excelente escuela abierta a quien supiera mirar del modo adecuado; y Max solía extraer de ella útiles enseñanzas. Ocurría que, como en todos los barcos del mundo, en el
Cap Polonio
había tahúres de primera clase, de segunda y hasta de tercera. Por supuesto, la tripulación se mantenía al corriente; y tanto el comisario de a bordo como los mayordomos y jefes de sala conocían a varios habituales, los vigilaban por el rabillo del ojo y subrayaban sus nombres en la lista de pasajeros. Tiempo atrás, en el
Cap Arcona
, Max había conocido a un jugador llamado Brereton, al que acompañaba la aureola legendaria de haber mantenido una larga partida de bridge en el escorado salon-fumoir de primera clase del
Titanic
mientras éste se hundía en las aguas heladas del Atlántico Norte, y haberla terminado con ganancias y a tiempo de echarse al agua y alcanzar el último bote salvavidas.

El caso es que, esa mañana, Armando de Troeye entró en el salón bar de segunda clase del
Cap Polonio
, y a Max Costa le sorprendió verlo allí, pues no era frecuente que los pasajeros cruzasen los límites del territorio establecido por la categoría de cada cual. Pero aún le sorprendió más que el famoso compositor, vestido con chaqueta Norfolk de sport, chaleco con cadena de reloj de oro, pantalones bombachos y gorra de viaje, se detuviera en la puerta con una ojeada al recinto; y al descubrir a Max se dirigiese a él directamente, con sonrisa amistosa, para ocupar el sillón contiguo.

—¿Qué está bebiendo? —preguntó mientras llamaba la atención del camarero—. ¿Absenta?… Demasiado fuerte para mí. Creo que tomaré un vermut.

Cuando el mozo de chaquetilla roja trajo la bebida, Armando de Troeye había felicitado a Max por su habilidad en la pista de baile y mantenía una conversación ligera, adecuadamente social, sobre transatlánticos, música y danza profesional. Era el autor de los
Nocturnos
—aparte otras obras de éxito como
Scaramouche
o el ballet
Pasodoble para don Quijote
, que Diaguilev había hecho mundialmente famoso— un hombre seguro de sí, confirmó el bailarín mundano; un artista consciente de quién era y lo que representaba. Pese a ello, aunque en el bar de segunda clase seguía manteniendo una actitud de elegante superioridad —gran compositor de música ante humilde obrero del escalón más elemental de ésta—, era evidente que se esforzaba por mostrarse agradable. Su actitud, incluso con todas las reservas que traslucía, quedaba lejos de la displicencia de los días anteriores, cuando Max bailaba con su mujer en el salón de primera clase.

—Lo he observado bien, se lo aseguro. Usted roza la perfección.

—Gracias por decir eso. Aunque exagera —Max sonreía a medias, cortés—. Esas cosas también dependen de la pareja… Es su esposa la que baila maravillosamente, como sabe de sobra.

—Por supuesto. Es una mujer singular, sin duda. Pero la iniciativa era de usted. Marcaba el terreno, para entendernos. Y eso no se improvisa —De Troeye había cogido el vaso que el camarero había puesto sobre la mesa y lo miraba al trasluz, como si sospechara de la calidad de un vermut servido en el bar de segunda clase—… ¿Me permite una pregunta profesional?

—Claro.

Un sorbo cauto. Un gesto complacido bajo el fino bigote.

—¿Dónde aprendió a bailar así el tango?

—Nací en Buenos Aires.

—Qué sorpresa —De Troeye bebió de nuevo—. No tiene acento.

—Me fui pronto. Mi padre era un asturiano que emigró en los años noventa… No le salieron bien las cosas, y al fin regresó, enfermo, a morir en España. Antes de eso tuvo tiempo de casarse con una italiana, hacerle algunos hijos y llevarnos a todos de vuelta con él.

El compositor se inclinaba sobre el brazo del sillón de mimbre, interesado.

—¿Cuánto tiempo vivió usted allí, entonces?

—Hasta los catorce años.

—Eso lo explica todo. Esos tangos tan auténticos… ¿Por qué sonríe?

Encogió Max los hombros, sincero.

—Porque no tienen nada de auténticos. El tango original es diferente.

Sorpresa genuina, o que lo aparentaba bien. Quizá sólo era educada atención. El vaso estaba a medio camino entre la mesa y la boca entreabierta de De Troeye.

—Vaya… ¿Cómo es?

—Más rápido, tocado por músicos populares y orejeros. Más lascivo que elegante, por resumirlo de algún modo. Hecho de cortes y quebradas, bailado por prostitutas y rufianes.

Se echó a reír el otro.

—En ciertos ambientes sigue siendo así —apuntó.

—No del todo. El original cambió mucho, sobre todo al ponerse de moda en París hace diez o quince años con los bailes apaches de los bajos fondos… Entonces empezó a imitarlo la gente bien. De allí volvió a la Argentina afrancesado, convertido en tango liso, casi honorable —volvió a encogerse de hombros, apuró lo que quedaba de absenta y miró al compositor, que sonreía amistoso—. Supongo que me explico.

—Por supuesto. Y es muy interesante… Resulta usted una grata sorpresa, señor Costa.

Max no recordaba haberle dicho el apellido, ni tampoco a su mujer. Posiblemente De Troeye lo había visto en la lista del personal a bordo. O lo había buscado a propósito. Pensó en eso un momento, sin analizarlo mucho, antes de seguir satisfaciendo la curiosidad de su interlocutor. Con el cuño parisién, añadió, la clase alta argentina, que antes rechazaba el tango por inmoral y prostibulario, lo adoptó en seguida. Dejó de ser algo reservado a gentuza de arrabal y pasó a los salones. Hasta entonces, el tango auténtico, el que bailaban en Buenos Aires las golfas y los rufianes orilleros, había sido una música clandestina entre la buena sociedad: algo que las niñas bien tocaban a escondidas en el piano de casa, con partituras suministradas por los novios y los hermanos tarambanas y noctámbulos.

—Pero usted —opuso De Troeye— baila el tango moderno, por decirlo de algún modo.

La palabra
moderno
hizo sonreír a Max.

—Claro. Es el que me piden. Aunque también el que conozco. Nunca llegué a bailar el tango viejo en Buenos Aires; era demasiado niño. Pero vi hacerlo muchas veces… Paradójicamente, lo que bailo lo aprendí en París.

—¿Y cómo llegó usted allí?

—Es una larga historia. Le aburriría.

De Troeye había llamado al camarero, encargando otra ronda sin atender las protestas de Max. Parecía acostumbrado a encargar rondas sin consultar con nadie. Era, o aparentaba serlo, de esa clase de individuos que se comportaban como anfitriones incluso en mesas ajenas.

—¿Aburrirme? En absoluto. No se hace idea de hasta qué punto me interesa lo que dice… ¿Todavía hay quien toca a la manera antigua en Buenos Aires?… ¿El tango puro, por así decirlo?

Lo consideró Max un instante y al fin movió la cabeza, dubitativo.

—Puro no hay nada. Pero todavía quedan sitios. No en los salones de moda, desde luego.

Se miraba el otro las manos. Anchas, fuertes. No eran elegantes, al menos como el bailarín mundano había imaginado las de un compositor famoso. Uñas cortas y pulidas, observó Max. Aquel anillo de oro con sello azul en el mismo dedo que la alianza matrimonial.

—Voy a pedirle un favor, señor Costa. Algo importante para mí.

Habían llegado las nuevas bebidas. Max no tocó la suya. De Troeye sonreía, amistoso y seguro.

—Quisiera invitarlo a almorzar —prosiguió—, para que hablemos de esto con más detalle.

Disimuló su sorpresa el bailarín mundano con una sonrisa de contrariedad.

—Se lo agradezco, pero no puedo ir al comedor de primera clase. A los empleados no nos lo permiten.

—Tiene razón —el compositor arrugaba la frente, pensativo, cual si considerase hasta qué punto podía alterar las normas a bordo del
Cap Polonio
—. Es un desagradable inconveniente. Podríamos comer juntos en el de segunda… Aunque tengo una idea mejor. Mi mujer y yo disponemos de dos cabinas en suite, donde se puede arreglar perfectamente una mesa para tres… ¿Nos haría el honor?

Titubeó Max, todavía desconcertado.

—Es usted muy amable. Pero no sé si debo…

—No se preocupe. Lo arreglaré con el sobrecargo —De Troeye bebió un último sorbo y puso el vaso con firmeza sobre la mesa, como si aquello zanjase el asunto—. ¿Acepta, entonces?

Las últimas reservas por parte de Max consistían en simple cautela. Lo cierto es que nada encajaba en la idea que hasta entonces se había hecho del asunto. Aunque tal vez sí, concluyó tras reflexionar un instante. Necesitaba un poco de tiempo y más información para calcular los pros y los contras. De improviso, Armando de Troeye se introducía en el juego como un elemento nuevo. Insospechado.

—Quizá su esposa… —empezó a decir.

—Mecha estará encantada —zanjó el otro mientras enarcaba las cejas llamando la atención del camarero para que trajese la cuenta—. Dice que es usted el mejor bailarín de salón que ha conocido nunca. También para ella será un placer.

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