El tango de la Guardia Vieja (8 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Sin mirar el importe, De Troeye firmó con su número de habitación, dejó un billete como propina en el platillo y se puso en pie. Por reflejo cortés quiso Max imitarlo, pero De Troeye le puso una mano en el hombro, reteniéndolo. Una mano más fuerte de lo que se hubiera sospechado en un músico.

—Quiero en cierto modo pedirle consejo —había sacado del chaleco su reloj al extremo de la cadena de oro, y comprobaba la hora con ademán negligente—. A las doce, entonces… Cabina 3 A. Lo esperamos.

Se fue tras decir eso, sin aguardar respuesta, dando por sentado que el bailarín mundano acudiría a la cita. Y un rato después de que Armando de Troeye abandonara el salón bar, Max seguía mirando la puerta por donde se había ido. Reflexionaba sobre el giro imprevisto que aquello daba, o podía dar, a los sucesos que había procurado establecer, o disponer, para los próximos días. Quizá después de todo, determinó, el asunto ofreciese posibilidades complejas, de más provecho que cuanto había previsto. Al fin, con ese pensamiento, puso un terrón de azúcar en una cucharilla colocada sobre la copa de absenta y vertió un chorrito de agua encima, mirando deshacerse el terrón en el licor verdoso. Sonreía apenas, para sí, cuando se llevó el vaso a los labios. El sabor fuerte y dulce de la bebida no le recordó esta vez al cabo segundo legionario Boris Dolgoruki-Bragation ni los tugurios morunos de Marruecos. Sus pensamientos estaban ocupados por el collar de perlas que había visto relucir, reflejando las arañas del salón de baile, en el escote de Mecha Inzunza de Troeye. También por la línea del cuello desnudo que arrancaba de los hombros de aquella mujer, hasta la nuca. Sintió deseos de silbar un tango, y a punto estuvo de hacerlo antes de recordar dónde se encontraba. Cuando se puso en pie, el sabor de la absenta en su boca era dulce como un presagio de mujer y de aventura.

Spadaro, el recepcionista, ha mentido: la habitación es pequeña, en efecto, amueblada con una cómoda y un armario antiguo con espejo grande; el cuarto de baño es angosto, y la cama individual no parece gran cosa. Pero no es cierto que el lugar carezca de vistas. A través de la única ventana, orientada a poniente, puede verse la parte de Sorrento situada sobre la Marina Grande, con la arboleda del parque y las villas escalonadas en la ladera montañosa de la punta del Capo. Y cuando Max abre las hojas de la ventana y se asoma al exterior, deslumbrado por la luz, alcanza a ver una parte de la bahía, con la isla de Ischia difuminada en la distancia.

Recién duchado, desnudo bajo un albornoz que lleva el emblema del hotel bordado en el pecho, el chófer del doctor Hugentobler se observa en el espejo del armario. Su mirada crítica, adiestrada por hábito profesional en el estudio de los seres humanos —de ello dependieron siempre el éxito o el fracaso de cuanto emprendió—, se demora en la estampa del anciano inmóvil que contempla su propio pelo gris mojado, las arrugas de la cara, los ojos cansados. Todavía es un buen aspecto el suyo, concluye, si se consideran con benevolencia los estragos que a esa edad suelen mostrar otros hombres. Los daños, pérdidas y decadencias. Las derrotas irreparables. De modo que, en demanda del consuelo adecuado, palpa el tejido del albornoz: hay debajo más peso y anchura que hace unos años, sin duda; pero la cintura todavía tiene dimensiones razonables, la figura se ve erguida y los ojos se mantienen vivos e inteligentes, confirmando una apostura que la decadencia, los años oscuros y la ausencia final de esperanzas nunca lograron doblegar del todo. A modo de prueba, como el actor que ensaya un pasaje difícil de su papel, Max sonríe repentinamente al anciano reflejado en el espejo, y éste corresponde con un gesto de aparente espontaneidad que parece iluminarle el rostro: simpático, persuasivo, aquilatado al extremo para inspirar confianza. Aún permanece así un momento más, inmóvil, dejando desvanecerse despacio la sonrisa. Después, cogiendo un peine de encima de la cómoda, se alisa el pelo a su manera antigua, hacia atrás, marcando la raya recta e impecable en el lado izquierdo, muy alta. También los modales siguen siendo elegantes, concluye mientras con ojo crítico analiza el resultado. O pueden serlo. Todavía traslucen una supuesta buena crianza —de ahí a la supuesta buena cuna sólo medió en otros tiempos un paso fácil de franquear— que los años, la costumbre, la necesidad y el talento perfeccionaron hasta eliminar todo rastro que delatase la superchería original. Vestigios, en fin, de un pasado atractivo que en otras épocas le permitió moverse con descarado aplomo de cazador por territorios inciertos, a menudo hostiles. Medrar en ellos y sobrevivir. O casi. Hasta hace poco.

Despojándose del albornoz, Max silba
Torna a Sorrento
mientras empieza a vestirse con la meticulosa lentitud de los viejos tiempos, cuando enfundarse la ropa adecuada con rutina minuciosa, vigilando el detalle de la inclinación de un sombrero, el modo de anudarse una corbata o las cinco maneras de disponer un pañuelo blanco en el bolsillo superior de una chaqueta, le hacía sentirse, en momentos de optimismo y fe en los propios recursos, como un guerrero equipándose para el combate. Y esa vaga sensación de antaño, el aroma familiar de expectación o lance inminente, acaricia su orgullo recobrado, mientras se pone los calzoncillos de algodón, los calcetines grises —que requieren un pequeño esfuerzo, sentado en la cama, para doblar la cintura—, la camisa procedente del guardarropa del doctor Hugentobler, ligeramente holgada en el talle. En los últimos años se llevan las prendas ceñidas al cuerpo, los pantalones de pata ancha, las americanas y camisas de cintura estrecha; pero a Max, que no consigue plegarse a tales modas, le agrada la hechura clásica de la Sir Bonser de seda azul pálido con botones en los picos del cuello que le cae como hecha a medida, a la manera de siempre. Antes de abotonarla, sus ojos se demoran en la cicatriz que marca la piel en forma de pequeña estrella de una pulgada de diámetro en el lado izquierdo del tórax, a la altura de las últimas costillas: huella de la bala de un paco rifeño que le rozó un pulmón en Taxuda, Marruecos, el 2 de noviembre de 1921; y que, tras una temporada en el hospital de Melilla, dio fin a la corta vida militar del legionario Max Costa, alistado con ese nombre cinco meses antes —dejando así atrás, para siempre, el original de Máximo Covas Lauro— en la 13.ª Compañía, Primera Bandera, del Tercio de Extranjeros.

El tango, explicó Max, era confluencia de varias cosas: tango andaluz, habanera, milonga y baile de esclavos negros. Los gauchos criollos, a medida que se acercaban con sus guitarras a las pulperías, almacenes y prostíbulos de las orillas de Buenos Aires, llegaron a la milonga, que era cantada, y por fin al tango, que empezó como milonga bailada. La música y la danza negras fueron importantes, porque en esa época las parejas bailaban enlazadas, no abrazadas. Más sueltas que ahora, con cruzados, retrocesos y vueltas sencillas o complicadas.

—¿Tangos de negros? —Armando de Troeye parecía de veras sorprendido—. No sabía que hubiera negros allí.

—Los hubo. Antiguos esclavos, naturalmente. Los diezmó a finales de siglo una epidemia de fiebre amarilla.

Permanecían los tres sentados en torno a la mesa dispuesta en la cabina doble de primera clase. Olía a cuero bueno de baúles y maletas, agua de colonia y trementina. A través de una amplia ventana se veía el mar azul y apacible. Max, vestido con el traje gris, camisa de cuello blando y corbata escocesa, había llamado a la puerta cuando eran las doce y dos minutos; y tras unos primeros momentos en los que el único que parecía hallarse a sus anchas era Armando de Troeye, la comida —consomé de pimientos dulces, langosta con mayonesa y un vino del Rhin muy frío— había discurrido en conversación agradable, casi toda al principio por cuenta del compositor; que tras referir algunas anécdotas personales había interrogado a Max sobre su infancia en Buenos Aires, el regreso a España y su vida como animador profesional en hoteles de lujo, balnearios de temporada y transatlánticos. Prudente, como siempre que de su vida se trataba, Max había resuelto el asunto con breves comentarios y vaguedades calculadas. Y al cabo, con el café, el coñac y los cigarrillos, a demanda del compositor, había vuelto a hablar del tango.

—Los blancos —siguió contando—, que al principio sólo miraban a los negros, adoptaron sus bailes haciendo más lento lo que no podían imitar y metiendo movimientos del vals, la habanera o la mazurca… Tengan en cuenta que, más que una música, el tango era entonces una manera de bailar. Y de tocar.

A veces, mientras hablaba, apoyadas en el borde de la mesa las muñecas y los puños con gemelos de plata, sus ojos se encontraban con los de Mecha Inzunza. La mujer del compositor había permanecido en silencio durante casi toda la comida, escuchando la conversación, y sólo a veces hacía un comentario breve o deslizaba una pregunta, cuya respuesta aguardaba con atención cortés.

—Bailado por italianos y emigrantes europeos —continuó Max—, el tango se hizo más lento, menos descompuesto; aunque los compadritos suburbiales adoptaron algunos modos de los negros… Cuando se bailaba en senda derecha, como se dice allí, el hombre se interrumpía para lucirse o marcar una quebrada, deteniendo su movimiento y el de la pareja —miró a la mujer, que seguía escuchando atenta—. Es el famoso corte, que usted, en la versión honorable de aquellos tangos que bailamos ahora, resuelve tan bien.

Mecha Inzunza agradeció el comentario con una sonrisa. Llevaba un vestido ligero de charmeuse color champaña, y la luz de la ventana enmarcaba su cabello corto en la nuca: la línea esbelta del cuello que tanto había ocupado los pensamientos de Max durante los últimos días, desde el silencioso tango sin música bailado en el salón de palmeras del transatlántico. Las únicas joyas que lucía en ese momento eran el collar de perlas puesto en dos vueltas y su anillo de casada.

—¿Qué es un compadrito? —quiso saber ella.

—Más bien era, en realidad.

—¿Ya no es?

—En diez o quince años han cambiado muchas cosas… Cuando yo era niño llamábamos compadrito al joven de condición modesta, hijo o nieto de aquellos gauchos que, después de traer las reses, echaron pie a tierra en los arrabales de la ciudad.

—Suena peligroso —apuntó De Troeye.

Hizo Max un ademán de indiferencia. Ésos de peligrosos tenían poco, explicó. Otra cosa eran los compadres y los compadrones. Gente más correosa: algunos hampones auténticos y otros que sólo aparentaban serlo. Se recurría a ellos en política, para guardaespaldas, elecciones y cosas así. Pero a los de verdad, que solían tener apellidos españoles, los desplazaban ahora los hijos de inmigrantes que pretendían imitarlos: malevos de baja estofa que aún adoptaban las maneras antiguas del cuchillero suburbial sin tener ya sus códigos ni su coraje.

—¿Y el verdadero tango es un baile de compadritos y compadres? —se interesó Armando de Troeye.

—Lo fue. Aquellos primeros tangos bailados eran obscenos sin disimulo, con las parejas juntando los cuerpos y enlazando las piernas en movimientos de caderas que venían, como dije antes, de las danzas de negros… Tengan en cuenta que las primeras bailarinas de tangos fueron las chinas cuarteleras y las mujeres de los burdeles.

De soslayo, Max advirtió la sonrisa de Mecha Inzunza: desdeñosa e interesada al tiempo. Había visto esa sonrisa antes en mujeres de su clase, al mencionar asuntos parecidos.

—De ahí la mala fama, naturalmente —dijo ella.

—Claro —por delicadeza, Max seguía dirigiéndose al marido—. Fíjense en que uno de los primeros tangos se llamó
Dame la lata

—¿La lata?

Otra mirada de reojo. Titubeaba el bailarín mundano, ocupado en elegir las palabras adecuadas.

—La ficha —dijo al fin— que la madame del prostíbulo daba por cada cliente atendido, y que la prostituta entregaba a su cafiolo, que se hacía cargo del dinero.

—Lo de cafiolo suena exótico —comentó la mujer.

—Se refiere al
maquereau
—apuntó De Troeye—. Al chulo.

—Lo entendí perfectamente, querido.

Incluso cuando el tango se hizo popular y llegó a las fiestas familiares, prosiguió Max, estaban prohibidos los cortes, por inmorales. Cuando él era un niño sólo se bailaba en las matinés de las sociedades de fomento italianas o españolas, en los prostíbulos y en las
garçonnières
de los niños bien. Todavía ahora, cuando triunfaba en salones y teatros, se mantenía la prohibición de cortes y quebradas en determinados ambientes. Meter pierna, como se decía vulgarmente. Ser aceptado por la sociedad le costó al tango su carácter, concluyó. Le fatigó el paso y lo hizo más lento y menos lascivo. Ése era el tango domesticado que había viajado a París para hacerse famoso.

—Se convirtió en ese baile monótono que vemos en los salones, o en la estúpida parodia que hizo Valentino en el cinematógrafo.

Los ojos de color miel estaban fijos en él. Consciente de eso, evitándolos con cuanta calma era capaz de esgrimir, Max sacó su pitillera y la ofreció abierta a la mujer. Tomó ésta un cigarrillo turco, y otro el marido, que encendió el de su mujer, puesto en la boquilla corta de marfil, con un encendedor de oro. Ella, que se había inclinado un poco hacia la llama, alzó la cabeza y volvió a mirar a Max entre la primera bocanada de humo que la luz procedente de la ventana tornaba espeso y azulado.

—¿Y en Buenos Aires? —preguntó Armando de Troeye.

Sonrió Max, que tras golpear suavemente un extremo del cigarrillo en la pitillera cerrada encendía su Abdul Pashá. El giro de conversación le facilitó encarar de nuevo los ojos de la mujer. Lo hizo tres segundos, manteniendo la sonrisa. Luego se volvió al marido.

—En el arrabal, en los bajos fondos, alguno sigue quebrando la cintura y metiendo pierna, a veces. Ahí están los últimos restos del tango viejo… Lo que nosotros bailamos es en realidad un remedo suave de ése. Una elegante habanera.

—¿Ocurre lo mismo con la letra?

—Sí, aunque es un fenómeno más reciente. Al principio sólo era música, o cuplés de teatro. Cuando yo era niño apenas se oían tangos cantados, y siempre eran pícaros y obscenos, historias de doble sentido narradas por rufianes cínicos…

Se detuvo, dudando un momento sobre la conveniencia de añadir algo más.

—¿Y?

Era ella quien había formulado la pregunta, jugueteando con una de las cucharillas de plata. Eso decidió a Max.

—Bueno… Sólo tienen que fijarse en los títulos de entonces:
Qué polvo con tanto viento
,
Siete pulgadas
,
Cara Sucia
, que en realidad se refiere a otra cosa, o
La c…ara de la l…una
, así, con puntos suspensivos en el título, que en realidad, disculpen la crudeza, significa
La concha de la lora
.

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