' «Luego llegó el momento en que me enseñó a espiar. Al principio fue poco a poco, me preguntaba por las personas que nos cruzábamos en nuestros paseos. ¿De qué color era el vestido de la mujer gorda? ¿Cuántos niños la acompañaban? ¿Qué vendía el hombre del bigote en su carrito? Yo tenía un talento natural y aprendí rápidamente a captar todos los detalles del mundo que me rodeaba. Dmitry estaba impresionado, y al cabo de seis meses comenzó a enviarme a las tabernas para espiar a los miembros del partido que el KGB consideraba presuntos desleales.
»En cuanto Dmitry admitió que tenía el «don», hizo que otros también me enseñaran. Fue entonces cuando aprendí a robar.
Nava tuvo que apretar de nuevo el torniquete y Caine soltó un grito que controló en el acto.
—No calles —dijo con los puños apretados—. Quiero escucharlo.
Nava asintió. Reanudó el relato al tiempo que continuaba con la cura.
—Mi maestro se llamaba Fyodor. —Nava recordó al hombre bajo y moreno con grandes cejas. No hablaba mucho y a primera vista parecía absolutamente vulgar. Era la clase de hombre que cualquiera olvida al segundo de verlo entrar en una habitación. Sin embargo, era su capacidad innata para confundirse con el entorno el don que lo distinguía de los otros hombres. Caminar con Fyodor era como caminar junto a una pared. Excepto, por supuesto, que una pared no te robaba mientras pasabas a su lado.
A última hora de la tarde, cuando los moscovitas regresaban a sus casas después del trabajo, Fyodor y Tanja caminaban entre ellos. Al final del día entraban en cualquier callejón y Fyodor abría la bolsa para mostrarle los frutos de su labor: carteras, anillos, relojes, y multitud de objetos que había robado mientras caminaba con su alumna favorita. Con el tiempo, le enseñó a Tanja todo lo que sabía.
—¿Por qué te enseñó a robar? —preguntó Caine.
—Fyodor decía que lo más importante para un espía era ser capaz de conseguir cosas que no debías tener de lugares en los que no debías estar. En realidad, ser espía no se diferencia de ser un ladrón. Todo se reduce a robar. El ladrón roba joyas y el espía roba secretos.
»Así que Fyodor me enseñó a ser una artista del robo. Primero me enseñó el trabajo del carterista. Después a abrir cerraduras. Candados, cerrojos, cerraduras de seguridad, de coche y todas las que puedas imaginar. Fyodor nunca se había tropezado con una cerradura que no pudiese abrir en menos de veinte segundos. Yo no era tan habilidosa, pero después de unas semanas, abría casi todos los modelos de cerradura en un tiempo máximo de dos minutos.
«Cuando cumplí los catorce, Dmitry decidió que debía estudiar en el KGB a jornada completa. Para aquel entonces mi padre y yo apenas si nos hablábamos. Por lo tanto, cuando le dije que me marchaba, creo… creo que lo agradeció. Verme no era más que un recordatorio. Si no estaba en la casa, podía fingir que nunca había tenido una familia.
Nava guardó silencio. Caine, al advertir su tristeza, la ayudó a seguir.
—¿Así que te enviaron a la escuela de espías?
—Sí. —Nava casi se rió—. Fui a la «escuela de espías». Se llamaba el Spetsinstitute. Yo formaba parte de un programa piloto con otros diez chicos y chicas con talento. Teníamos ocho horas de clases todos los días, siete días por semana. Primero, estaban los idiomas. A todos nos enseñaban inglés, pero como soy morena, el partido decidió que también debía aprender hebreo y farsi para poder trabajar en Oriente Próximo.
»También aprendí tecnología, política, historia, economía, sociología y antropología. Después de las clases, pasaba cuatro horas con el instructor de combate que me enseñó las artes marciales rusas.
Cada noche después del entrenamiento, Tanja cenaba y luego volvía a su habitación, dolorida de pies a cabeza, donde estudiaba durante otras tres horas antes de acostarse y dormir siete horas antes de empezar de nuevo. Durante las primeras semanas, Tanja se despertaba agotada física y mentalmente, pero nunca había tiempo para descansar, así que sólo podía seguir adelante. Las clases eran difíciles, pero nada comparado con las sesiones de combate.
Nava sonrió al recordar a Raisa, una belleza con una piel de porcelana y una larga melena negra azabache. Raisa pesaba sólo cincuenta y cinco kilos, pero estaba acostumbrada a luchar con hombres que le doblaban en tamaño y lo hacía con una precisión mortal.
Raisa pertenecía a las fuerzas especiales rusas, conocidas con el nombre de Spetsnaz. Durante meses Tanja practicó puñetazos, puntapiés y llaves. Cuanto más aprendía, con más saña la atacaba Raisa. Después de aprender a defenderse contra un único oponente, Raisa la obligó a enfrentarse con dos y tres atacantes a la vez.
El entrenamiento era implacable, y Tanja tuvo que desarrollar su propio estilo, aprender a moverse de una manera inesperada para rechazar los continuos ataques desde todas las posiciones imaginables. Tras enseñarle todo lo que se podía aprender de la lucha cuerpo a cuerpo, Raisa pasó al combate con armas.
Allí fue donde Tanja encontró el arma que se convertiría en su favorita: una pequeña daga curva de quince centímetros de hoja llamada kindjal y que era típica del Dajestán. Raisa le enseñó a Tanja cómo cortar el tendón de Aquiles de un hombre para que no pudiera caminar; dónde apuñalarlo para seccionarle la columna vertebral; y, por supuesto, cómo clavarla en el escroto y hacer girar la hoja para castrarlo.
—En cuanto aprendí las artes marciales rusas y el manejo de la daga, me enviaron al polígono de tiro.
Mijail, el larguirucho instructor de armas, insistió en que ella debía comprender la mecánica de todas las piezas de artillería y la física implicada en su funcionamiento antes de disparar ni un solo tiro. Le enseñó la diferencia entre una pistola (se cargaba con un cargador) y un revólver (cada bala se cargaba manualmente). Aprendió que era necesario amartillar el percutor manualmente antes de disparar un revólver de simple acción, mientras que el de doble acción lo hacía automáticamente. Descubrió que el calibre de una arma sólo era la medida del diámetro interior del cañón, y por extensión el de las balas. Además, aprendió que las balas de mayor calibre tenían menor poder de penetración pero causaban más daños.
Memorizó las ventajas de una pistola semiautomática de calibre 9 mm —balas de gran velocidad, disparo relativamente silencioso, una precisión casi perfecta, poco retroceso y un cargador de gran capacidad— y también sus defectos: que causaban heridas de poca penetración que no provocaban grandes hemorragias y que se encasquillaban con facilidad.
Tanja aprendió las tres maneras en que una bala podía anular a un hombre: pérdida de sangre, trauma craneal o afectación de un órgano importante como el corazón o los pulmones. Eso la condujo a otras lecciones, como que debía apuntar a la cabeza si quería matar a un hombre con un arma de calibre 22, porque una bala de poco calibre sólo tenía la fuerza para atravesar el hueso, pero no para salir, así que una vez dentro del cráneo rebotaba y destrozaba el cerebro de la víctima. Si utilizaba un arma de calibre 45, el disparo al torso sería mortal, porque el proyectil tenía la potencia suficiente para arrastrar los órganos de un hombre por el orificio de salida en la espalda.
Le enseñó que las balas de punta hueca eran cóncavas en la punta para llevarse los órganos por delante a medida que penetraban en el cuerpo, y que una bala de seguridad Glasé no era más que una vaina de cobre rellena de teflón líquido y plomo, sellada con un capuchón de plástico. El capuchón se desintegraba en el momento del impacto y maximizaba la transferencia de energía al contenido. El teflón y el plomo se expandían, cosa que aumentaba la probabilidad de alcanzar una arteria mayor. Eso también significaba que la bala no rebotaría ni saldría del cuerpo, una característica que la convertía en segura para todos excepto para la víctima.
Por último, Mijail le enseñó las virtudes y defectos de los diferentes modelos. La Glock austríaca; la Heckler & Koch alemana; la Sigsauer suiza; las pistolas norteamericanas: Smith & Wesson, Colt y Browning; la Beretta italiana y por supuesto, las Gyurza y Tokarev rusas.
Sólo entonces, después de haber aprendido más de lo que creía posible que se pudiera aprender de las armas, Mijail le entregó un Nagant, un viejo revólver de acción simple de fabricación rusa. Después de cargar cuidadosamente las balas de calibre 7,62 mm en el cañón con recámara para siete balas, Tanja se puso en posición, apuntó, amartilló el arma y apretó el gatillo. El retroceso fue tan fuerte que la hizo tambalear y acabó sentada de culo en el suelo.
Fue la única vez que vio reír a Mijail. «Esa es la diferencia entre el aprendizaje teórico y el práctico», le dijo.
Furiosa, Tanja se levantó y efectuó otro disparo. Nunca más volvió a caerse.
Como en los otros estudios, Tanja fue una alumna aventajada y dominó el manejo de las pistolas de todos los calibres antes de pasar a otro tipo de artillería. Primero fueron las ametralladoras Uzi, Browning M2HB y M60, que le dejaban una sensación en los brazos como si los tuviese rellenos con gelatina. Luego las escopetas como las Baikal MP-131K y las CAWS Heckler & Koch, que le dejaban un morado en el hombro debido a la potencia del retroceso. Por último, Mijail le enseñó a calcular la distancia, la velocidad del viento y el arrastre de forma tal que los disparos hechos con el fusil Dragunov que utilizaban los franco-tiradores siempre dieran en el objetivo.
Nava hizo una pausa. Había acabado de entablillarle la pierna. Caine sudaba a mares.
. Esto tendría que bastar —comentó la mujer mientras observaba el resultado de su trabajo.
—Gracias —dijo Caine.
Nava asintió, dominada de pronto por la timidez. Se preguntó por qué se sentía tan a gusto con un hombre al que apenas conocía.
¿Qué pasó después? ¿Cuál era el examen final en el Spetsinstitute?
Tuve que matar a un hombre —respondió Nava con un tono neutro—. Era un terrorista, un rebelde afgano llamado Jalil Myasi.
—¿Lo hiciste?
—Sí. Le disparé dos veces en el pecho y una en la cabeza. Tal como me habían enseñado. —Recordaba aquel momento con absoluta claridad. Las tres detonaciones, cuando el proyectil salía del cañón. El grito de agonía de Myasi, interrumpido cuando la sangre le llenó la garganta. La sensación de entumecimiento en el pecho mientras permanecía junto al cadáver.
No fue como lo había imaginado. No se sintió exultante, ni tampoco disminuyó su deseo de venganza. Pero al KGB no le importó. La habían transformado en una asesina implacable y estaban ansiosos por emplear al máximo su nueva arma.
Algunas veces la habían hecho interpretar el papel de una colegiala; otras de una prostituta adolescente. La mayoría de las veces le ordenaban trabajos de vigilancia; aunque si la situación lo requería, le ordenaban a Tanja, que tenía diecisiete años, que matara y ella lo hacía.
Como Tanja hablaba perfectamente el hebreo, el farsi y el inglés, cuando cumplió dieciocho años el partido decidió enviarla a Tel Aviv. Vivió allí casi un año antes de que Zaitsev le ordenara asesinar a Moishe Drizen. El asesinato del agente del Mossad fue el primero en el que Tanja se planteó por qué lo había hecho.
Con todos los otros, las razones habían sido obvias. Eran enemigos del partido, se lo habían ganado. Pero Drizen era diferente. Después de realizar el seguimiento previo a la operación, quedo claro que no era antisoviético ni partidario de los terroristas. Al contrario, era un agente de la lucha antiterrorista.
Pero cuando Tanja le preguntó a Zaitsev qué había hecho Drizen para merecer la muerte, su única respuesta fue: «No pongas en duda las razones del partido».
Por lo tanto, Tanja hizo lo que le habían enseñado: lo degolló en un callejón. Ella no lo había sabido en aquel momento, pero había sido la última prueba a que la sometían. Al día siguiente, Zaitsev le comunicó que ya estaba preparada para trabajar en Estados Unidos.
Le asignaron una familia anfitriona de compatriotas rusos que el partido había enviado a Estados Unidos veinte años antes. Se hacían pasar por israelíes que habían decidido trasladarse allí e iniciar una nueva vida. Poco después de su llegada, la pareja tuvo una niña. La llamaron Nava.
Nava llevó una vida absolutamente normal hasta el 7 de mayo de 1987, cuando desapareció misteriosamente. Denis y Tatiana Gromov —conocidos como Reuben y Leah Vaner— estaban desesperados. Poco dispuestos a entrar en contacto con la policía por miedo a llamar la atención sobre ellos mismos, Denis Gromov pidió ayuda a su controlador en el KGB. Zaitsev le dijo que emplearía todos sus recursos para encontrar a la muchacha. Pero mientras tanto, ¿podían hacerle un favor?
Preocupados por la seguridad de su hija, los Vaner le hicieron el favor. Abandonaron su pequeño suburbio de Ohio para ir a otro de Boston, y dejaron atrás la vida que se habían forjado. Un mes más tarde, se enteraron de que su hija se encontraba sana y salva en Rusia y que no tendría ningún problema siempre que ellos «adoptaran» a Tanja. Al día siguiente, Tanja se presentó en casa de los Vaner. Fue entonces cuando Tanja Kristina Aleksandrov dejó de existir y nació la nueva Nava Vaner.
Los Vaner cumplieron con su parte del compromiso. Dejaron que la hija adoptada viviera en su casa mientras le enseñaban a ser norteamericana. Pasado el verano, la nueva Nava fue al instituto. Cuando llegó el momento de solicitar el ingreso en una universidad, a Nava le fue muy bien, porque la aceptaron en seis universidades del país a la vez. Zaitsev consideró que la más conveniente para ella era la de California por ser la «más americana». Cuatro años más tarde se licenció con matrícula de honor en ruso y en estudios árabes.
Cuando la Agencia Central de Inteligencia recibió su solicitud, se mostraron entusiasmados. Después de una profunda investigación de sus antecedentes, incluidas entrevistas con sus amigos del instituto y de la universidad, además de a los padres y vecinos, le ofrecieron participar en el programa de formación de su cuerpo de élite: el servicio clandestino.
Después de todo, Nava era la candidata perfecta.
Durante los dos años siguientes, Nava participó en un programa de entrenamiento intensivo. A pesar de los esfuerzos de sus compañeros por destacar en las técnicas de combate, manejo de las armas y estudios de las culturas extranjeras, la joven descolló sobre todos ellos. Los instructores de Langley nunca habían encontrado a nadie dotado con tanto talento «natural». Así, por segunda vez en su vida, fue seleccionada para matar por su país.