Miró por un segundo a su extraño pasajero y luego volvió a prestar atención al tráfico. En cuanto aparcó junto al bordillo, cuatro hombres saltaron de la furgoneta y rodearon el taxi, con las armas en las manos. Aziz vio que los otros conductores reducían la velocidad para echar una rápida ojeada al arresto.
—¡Los dos! ¡Bajad del coche y poned las manos sobre la cabeza! ¡Ahora!
Aziz no esperó a que se lo repitieran. Tenía muy claro lo que la policía le hacía a las personas de su color incluso en las circunstancias más favorables. Con mucho cuidado, quitó el seguro y abrió la puerta. Se apeó del taxi y levantó las manos lo más alto que pudo.
—¡De rodillas!
Aziz obedeció la orden. En el instante en que su rodilla derecha tocó el pavimento, un par de manos le aplastaron la cara contra el suelo mientras que otro le sujetaba los brazos a la espalda y lo esposaba. Una bota le apretó el cuello para mantenerlo con la mejilla pegada al asfalto.
—¿Qué pasa?
—¿Dónde demonios está?
—¡Mierda!
Unos segundos más tarde, un hombre lo sujetó por el pelo y le obligó a levantar la cabeza.
—¿Dónde has dejado a la mujer?
—En ninguna parte —respondió Aziz. Soltó un grito cuando el hombre le dio un puntapié en el vientre.
=—No me vengas con coñas. Te lo preguntaré de nuevo: ¿dónde la has dejado?
—¡Por favor no me haga daño! ¡Le digo la verdad! —jadeó Aziz—. ¡Ni siquiera subió al taxi! Sólo me dio el…
¡Señor! —Una voz interrumpió al taxista—. Creo que debe ver esto.
La mano le soltó el pelo y Aziz se golpeó la barbilla contra el pavimento. Sintió el sabor de la sangre en la boca. Antes de que pudiera moverse, la mano apareció de nuevo para levantarle la cabeza.
—¿Esto? ¿Es esto lo que te dio?
Aziz miró el pequeño teléfono móvil que el hombre tenía en la mano.
—Sí. Lo dejó en el asiento de atrás y me dijo que lo llevara al centro, a un edificio de oficinas en Broad Street. ¿He hecho algo malo?
Caine sintió el súbito impulso de escapar: coger un taxi para que lo llevara al aeropuerto de La Guardia, tomar el primer vuelo a cualquier parte y no mirar atrás. Sería tan sencillo dejarlo todo atrás. Comenzar de nuevo, en algún otro lugar, donde la gente no conociera su nombre ni el desbarajuste que había hecho con su vida.
Pero como todas las fantasías escapistas, era imposible. No había ningún lugar en el mundo donde pudiera ocultarse de su enfermedad. Al lugar que fuese, la bomba de relojería alojada en su cerebro viajaría con él. Caine juró que si el medicamento del doctor Kumar funcionaba a largo plazo, haría un análisis a fondo de su vida y emprendería unos cuantos cambios fundamentales. Sin embargo, antes de poder hacerlo, tendría que ocuparse de algunos asuntillos, como pagarle a Nikolaev y no volver a poner los pies en un garito de póquer nunca más.
Suspiró y caminó hacia la vieja tienda de discos donde Tommy y él solían pasar las horas cada vez que iban a Manhattan. En cuanto llegó a la esquina, vio que Tommy ya estaba allí.
El bueno de Tommy siempre puntual. Llevaba una vieja cazadora de los NY Giants, probablemente la misma que usaba en el instituto. Estaba apoyado en un viejo Chevrolet y tenía en la mano un maletín metalizado. La salvación de Caine. Se preguntó si su contenido compensaba la humillación, pero ya había pasado el momento de echarse atrás.
En cuanto Tommy se volvió y Caine vio la sonrisa en su rostro, no pudo más que devolvérsela. Caine levantó una mano y aceleró el paso para cubrir cuanto antes la distancia que los separaba. Cuando llegó junto a Tommy, le tendió la mano y se abrazaron durante un segundo antes de bajar los brazos. Caine tuvo una súbita sensación de
déjá vu
mezclada con miedo, pero la apartó de su mente. Tommy estaba allí con el dinero.
¿Qué podía salir mal?
Tversky se quedó sin aliento cuando vio a David Caine. Julia había acertado. A pesar de que lo había esperado, ahora comprendió que hasta ese momento, no lo había creído de verdad. Pero ahora la prueba estaba quince metros más abajo.
Si el resto de lo que Julia había predicho llegaba a ocurrir, él tendría lo que necesitaba. Le temblaba la mano cuando marcó el código de seis dígitos. En ese instante el dispositivo estaba activado. Se había sorprendido y también horrorizado al comprobar lo fácil que había sido construir una bomba accionada por control remoto. Las instrucciones en la red le habían informado de todo lo que necesitaba saber. Había comprado todo el equipo necesario en Radio Shack, incluso los clavos que harían de metralla. Todo excepto la pólvora, que la había obtenido de los cartuchos de escopeta que le había comprado a Trike.
Comprobó de nuevo el funcionamiento de las tres videocámaras que enfocaban la acera alrededor del coche. Estaban conectadas a su ordenador. Miró la pantalla como si se tratara de una película, consciente de que faltaban unos segundos para la escena principal. Se sorprendió a sí mismo cuando murmuró una disculpa.
—Lo siento, David. Ojalá hubiera otra manera.
Consultó su reloj. Faltaban diez segundos. Respiró lenta y profundamente, y rogó para que si la explosión mataba a David, lo hiciera en el acto.
Desde el otro lado de la calle, Nava quitó el seguro de la pistola mientras observaba cómo Caine cogía el maletín de las manos de un hombre con una cazadora de los NY Giants. Se concentró en escuchar lo que hablaban, pero el micro instalado en el transmisor GPS emitió de pronto un pitido agudo.
Intentó no hacer caso de la anomalía, pero entraron en acción el instinto y el entrenamiento. Eso era algo importante. Las transmisiones eléctricas de gran potencia como ésa no se producían al azar. Tenían un propósito. Repitió el sonido en su mente mientras observaba las fachadas de los edificios cubiertas de andamios. Entonces lo vio.
De pie en una azotea casi directamente encima de ella había un hombre que sostenía una caja alargada con una antena. Un puño helado le oprimió la boca del estómago. Lo que fuese que el hombre había conectado probablemente estaba cerca de Caine. En aquel momento lo vio: una forma pequeña y oscura oculta debajo del Chevrolet. No podía tratarse de una coincidencia. El mensaje de Julia, el encuentro de Caine, el hombre con el control remoto, el paquete.
Sólo se podía hacer una cosa.
—¡Bomba!
Caine miró a la mujer que gritaba desde el otro lado de la calle y sintió una increíble sensación de deja vu. Sin pensarlo, se apartó de Tommy y levantó el maletín delante del pecho como un escudo. De pronto se produjo una tremenda oleada de aire caliente y un sonido atronador que le hizo encogerse y le puso los pelos de punta.
Caine se elevó mientras un chorro de fuego brotaba de la acera. Voló por los aires, girando sobre sí mismo y los brazos extendidos como si fuera Superman abofeteado por la mano de un gigante. Cayó sobre la acera con un impacto brutal y se despellejó las palmas antes de que la rodilla izquierda se estrellara contra la acera y lo frenara.
Permaneció tendido mientras intentaba recuperar la respiración. Le dolía todo. Se volvió boca arriba e intentó sentarse, sin hacer caso del dolor que le quemaba las manos. La calle se había convertido en un infierno. Miró entre la densa nube de humo negro que se elevaba por encima de un montón de metales retorcidos en la esquina, media manzana más allá. Vio tres formas bien definidas en medio de la hoguera, aunque se estaban convirtiendo rápidamente en una única masa informe. Varios fuegos más pequeños ardían cerca de la explosión primaria, las llamas avivadas por el viento.
—¡Tommy! —gritó Caine. Le escocían los ojos por el humo. Intentó levantarse, pero en el momento en que cargó el peso en la rodilla izquierda, cedieron los huesos aplastados de ésta y se desplomó. Por un momento perdió la visión. Cuando la recuperó, estaba tendido de lado y se sujetaba la rodilla rota con las manos bañadas en sangre.
Notó la siguiente explosión medio segundo antes de oírla. El aire ardiente le barrió todo el cuerpo y la acera se onduló mientras el mundo se llenaba de nuevo con un rugido apocalíptico. Torció el cuello para mirar hacia la esquina.
Acababa de estallar otro coche y comenzaban a llover trozos de metal y vidrio ardientes. Se protegió el rostro mientras los fragmentos golpeaban a su alrededor como una granizada. Cuando apartó las manos, vio una placa de matrícula clavada en la acera, a un par de centímetros de su cabeza. Tenía que salir de allí como fuera. Su buena fortuna no duraría eternamente, y la siguiente lluvia de fuego y metal probablemente lo mataría.
Una vez más intentó ponerse de pie, pero entonces apoyó todo el peso en el pie derecho y utilizó una boca de incendios a modo de muleta. Ya casi había conseguido incorporarse cuando se le enganchó el pie izquierdo en la reja de la alcantarilla y se le giró la rodilla.
El dolor era imposible de soportar, era como si le estuviesen arrancando la pierna. Bañado en sudor, se mordió la lengua hasta sangrar y se obligó a mirar abajo.
En un primer momento se sintió desconcertado; miró de nuevo el pie derecho, y después el izquierdo. La visión casi le hizo perder el sentido; notaba que se le escapaba la conciencia, pero se resistió. Se mordió la lengua con más fuerza hasta que la sangre le llenó la boca.
Tenía el pie izquierdo girado ciento ochenta grados, hacia la espalda. No había manera de poder caminar en ese estado. Tenía que girar la pierna para poner el pie en la posición correcta. Pensarlo le provocó una arcada, y el ácido le ardió en la lengua herida. Escupió en la acera, una mezcla espesa de bilis y sangre.
Caine se acercó a la pata coja hasta la pared de un edificio; gemía de dolor cada vez que la pierna torcida golpeaba contra la acera. Se dejó caer contra la pared cuando tuvo otra arcada. Se miró la pierna, pero esa vez la visión no tuvo ningún efecto; estaba conmocionado.
Estalló otro coche con un ruido atronador. De nuevo llovieron los fragmentos mientras Caine se tapaba la cabeza. Cuando abrió los ojos, vio un parachoques doblado alrededor de la boca de incendios que le había servido de muleta. Apoyó la espalda en la pared con todas sus fuerzas y procuró no pensar en el dolor; se sujetó la pantorrilla con las dos manos, y con un movimiento rápido, la giró para ponerla en la posición normal.
Agonía.
Agonía en su forma más pura. El sudor le nublaba la visión y tenía la sensación de estar mirando la calle desde el interior de una pecera. El coche que tenía delante se incendió. Caine se limitó a mirar, hipnotizado. El fuego se extendió por los asientos de cuero negro, como un gato viejo y haragán que se despereza. Luego las llamas cobraron vida propia, lamieron el volante, el salpicadero, el techo. El volante comenzó a derretirse lo mismo que los asientos, que poco a poco perdían la forma.
De pronto.
…
El coche que tiene delante estalla. Se deshace a cámara lenta. Los trozos de cristal vuelan de las ventanillas en todas las direcciones y cuarenta y siete fragmentos le producen pequeños cortes en el rostro, los brazos y las piernas. Las puertas se desprenden de las bisagras y los trozos de metal atraviesan el humo como misiles en miniatura. Uno gira en el aire y vuela paralelo al suelo hacia la cintura de Caine.
El fragmento afilado entra en la carne y le rebana el estómago como si fuese mantequilla. Incluso a cámara lenta, sucede con tanta rapidez que es indoloro. Lo es hasta que le secciona la columna vertebral. Algo parecido a una descarga eléctrica le recorre la espalda con la fuerza de una jabalina sujeta a un tren de carga.
Abre tanto los ojos que por un momento tiene la sensación de que se le salen de las órbitas; oye el espantoso ruido del misil, que continúa su trayectoria. Cuando el trozo choca contra la pared de ladrillos, rebota y entonces destroza lo que queda de sus órganos internos.
Caine muere.
El primer estallido había provocado una reacción en cadena que asombró a Nava. Las llamas se extendieron con la velocidad de un tornado, alimentadas con el combustible del camión cisterna aparcado al otro lado de la calle. Nava miró en dirección al lugar donde había visto a Caine por última vez pero ahora ya no lo veía a través del humo.
Intentó llegar hasta él, pero tres vehículos, cada uno en una etapa de destrucción diferente, le cerraron el paso. El primero era una masa amorfa, como un trozo de chocolate abandonado al sol. El segundo estaba al rojo vivo, pero aún se veían las siluetas oscuras de los asientos y las ruedas. El último era como una columna de fuego que salía de una carcasa de metal retorcido.
Fue de un extremo a otro en un intento por encontrar un camino a través del desastre, pero las llamas le cerraban el paso. Caminó como una leona enjaulada, atenta a cualquier resquicio que le permitiera llegar hasta Caine; pero, a menos que cayera un puente del cielo, sería imposible llegar hasta él a tiempo.
Caine abrió los ojos y respiró profundamente el aire mezclado con humo. Comenzó a toser convulsamente. Había muerto, pero ahora estaba vivo. ¿Qué demonios había pasado? Se miró el pecho y el vientre: no había ninguna herida, pero la rodilla sí que estaba destrozada. El coche que tenía delante aún estaba entero, aunque vio unas pocas llamas que comenzaban a moverse por el asiento.
Había perdido el conocimiento o había tenido otra visión. Pero le había parecido tan auténtica, tan real. Recordó cómo el metal le rajaba el estómago y el terrible dolor cuando le seccionó la columna vertebral.
Demonios, quizá estaba loco. Quizá…
Las llamas se habían extendido por todo el interior del coche que tenía delante. Mirarlas era hipnótico. El
déjá vu
de nuevo. Cerró los ojos con el deseo de borrar la sensación. Independientemente de la visión, si el coche estallaba, moriría. Intentó moverse, pero el dolor en la rodilla era insoportable. No podía. Necesitaría un milagro para salir de allí, y lo necesitaba ya.
Caine nunca había sido religioso, pero se dijo que nunca era demasiado tarde. Cerró los ojos dispuesto a rezar y entonces descubrió algo absolutamente inesperado: aún veía.
…
El fuego, la calle y él mismo tumbado en la acera, bañado en sangre. Se ve a sí mismo lanzando un rectángulo.
Una nueva explosión sacudió la calle, arrancó a Caine del trance. De pronto supo lo que debía hacer. Sin pensarlo, sujetó el asa del maletín metalizado. Echó el brazo hacia atrás, y después hacia delante para arrojar con todas sus fuerzas, el rectángulo