El tesoro del templo (31 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Había dado, sí, lo había dado todo. También había entregado mi corazón; y había entregado mi tiempo; y mi sueño; y había entregado mi misión, mi ideal; había entregado incluso lo que no tenía; y me había perdido; había dado tanto que yo ya no existía; de mí ya no quedaba nada, sólo un punto,

—Los lassiks o afiliados me arrastraron con dificultad, pues yo no deseaba abandonar el jardín; en vano el mismo Nasr-Eddin intentaba convencerme y hablarme de la razón por la que habíamos venido, no quería oír nada. Por la fuerza, Nasr-Eddin me alejó de los placeres que habían envuelto mi corazón.

»Atravesamos largos pasillos y túneles interminables, al final de los cuales se encontraba el palacio del Viejo de la Montaña. La entrada estaba custodiada por veinte discípulos armados con espadas y puñales. Acompañados por los refiks, entramos en la gran sala en la que el Viejo de la Montaña estaba sentado en un trono de madera con incrustaciones de piedras preciosas.

»Vimos a un hombre muy anciano de barba blanca y cabellos que caían sobre sus hombros, cubiertos con un tejido de aguas rojas y negras. Pero sus ojos oscuros, entre la multitud de arrugas que surcaban su rostro, parecían sorprendentemente jóvenes.

»—Hace mucho tiempo que te espero, Nasr-Eddin —murmuró el Viejo de la Montaña.

»Nasr-Eddin se arrodilló ante él, tomó su mano y la besó.

»—Perdóname, pero he tenido problemas en El Cairo…

»—Lo sé —dijo el Viejo de la Montaña.

»—He venido a verte, acompañado por mi amigo…

»—Es inútil que me lo presentes —dijo el Viejo de la Montaña volviéndose hacia mí—. Te llamas Adhemar de Aquitania y eres el Gran Maestre de la Orden Negra, la segunda orden del Temple. Y yo soy aquel a quien debes ver.

»Me incliné profundamente ante el Viejo de la Montaña, que me indicó que tomara asiento delante de él. Nasr-Eddin hizo lo mismo.

»Entonces, ante mí, el Viejo de la Montaña abrió una caja de plata que contenía una corona de oro, así como un candelabro de oro de siete brazos.

»—Míralo bien, Adhemar —dijo el Viejo de la Montaña—. ¿Sabes qué es esto?

»—¡Diría que es el candelabro del Templo, por los grabados que he podido ver!

»—¿Sabes por qué se encuentra aquí?

»—Sí —dije—, porque vos poseéis el tesoro del Templo y nosotros debemos recuperarlo.

»El Viejo de la Montaña me observó un instante y respondió:

»—¿Recuperarlo, por qué? Ahora nos toca a nosotros, los Asesinos, asegurar la perennidad de la Orden, puesto que nosotros disponemos de una organización militar y religiosa que aprendimos de los esenios, como vosotros los templarios. Como vosotros, seguimos la Orden militar y religiosa de los esenios, basada en el Manual de Disciplina, que es la base de nuestras reglas, tanto en el uniforme y las ropas como en la iniciación de los mantos blancos, propios de nuestras dos órdenes, la cristiana y la islámica. Nuestra jerarquía es idéntica a la vuestra, pues el Gran Maestre, el Gran Prior y el Prior, los hermanos, soldados y sargentos, corresponden a los lassiks, refiks y fedauis. Llevamos túnicas blancas bordadas en rojo, similares a los mantos blancos con la cruz roja de la Orden. Tenemos la misma Regla: la Regla de la Comunidad de los esenios. Hassan-ibn-Sabbah, el fundador de nuestra Orden, se inspiró en esa Regla para crear nuestra cofradía secreta.

»Vosotros y nosotros hemos surgido de la misma Orden: la Orden secreta de los esenios.

Así pues, Jane tenía razón cuando advirtió la extraña similitud entre los templarios y los esenios. Los templarios habían tomado su Regla de los esenios…, y lo mismo hicieron los Asesinos.

»Dirigí una mirada inquieta a Nasr-Eddin, cuyos ojos imperturbables seguían fijos en el Viejo de la Montaña. ¿Cual era el plan de Nasr-Eddin? ¿Tenía un plan? ¿Cómo recuperar el tesoro?

»—Ahora descansad —dijo el Viejo de la Montaña—, pues veo que aún estáis fatigados por vuestro largo viaje.

»—¿Podríamos beber un poco más de ese té delicioso con el que nos habéis acogido? —preguntó Nasr-Eddin.

»Comprendí que pedía hospitalidad al Viejo de la Montaña, pues la hospitalidad tiene un valor sagrado y está prohibido matar al que la recibe.

»Inmediatamente, el Viejo de la Montaña mandó llamar a uno de los refiks, que aportó una bandeja en la que se encontraba una hierba seca de olor dulzón. El refik tomó unas hebras, las dispersó con precaución en la tetera en la que había agua caliente y la ofreció al Viejo de la Montaña.

»—Ten —me dijo.

»—¿Qué es?

»—Esta es la hoja que has bebido en tu té —respondió el Viejo de la Montaña—. Es el secreto de la obediencia: es la hierba que lleva al paraíso. Aquí la llamamos hachís. Con la esperanza de poder beber una infusión de esta hierba mágica, mis hombres hacen todo lo que les digo que hagan.

»Hizo llamar a uno de los muchachos que estaban junto a la puerta, y éste vino a arrodillarse ante él.

»—Como ves —me explicó el Viejo de la Montaña—, en mi corte hay muchachos de doce años destinados a convertirse en valientes Asesinos. Alí —dijo—. Acércate.

»El muchacho se inclinó profundamente ante el Viejo de la Montaña.

»—¿Aún deseas ir al Paraíso?

»El muchacho asintió con la cabeza.

»—Lo daría todo por volver allí, aunque fuera una sola vez.

»—¿Y deseas ir allí para la eternidad?

»—¡Daría mi vida por ello!

»Entonces el Viejo de la Montaña se levantó y se acercó a la puerta:

»—¿Ves esa roca?

»—¡Sí!

»—¡Ve, tírate desde ella e irás al Paraíso para siempre!

»—Así será hecho —dijo el muchacho, y volvió a inclinarse ante el Viejo de la Montaña.

»El muchacho salió con paso seguro y se dirigió a la roca.

»—Pero, ¿no piensa detenerlo? —exclamé.

»—¡Detenerlo es imposible! No querrá. Le he prometido lo que más desea en este mundo. Volver al jardín…

»A lo lejos, el muchacho había llegado al borde del abismo y, sin dudarlo un instante, se arrojó.

»Se produjo un silencio durante el cual la estupefacción no me dejó decir palabra.

»Como si no hubiera pasado nada, el Viejo de la Montaña y Nasr-Eddin se recostaron sobre los almohadones de seda, frente a frente, y me invitaron a hacer lo mismo.

»—El Paraíso… —dije, sintiéndome de nuevo preso por los vapores de la hierba—. ¿Qué es?

»Apenas pronuncié esas palabras, empecé a sentir una extraña sensación de bienestar y de solaz, al mismo tiempo que una súbita proximidad hacia mi interlocutor. Era como si me sumergiera en su mirada alegre, triste y profunda; como si me uniera a él, dispuesto a escucharlo durante horas; como si flotara en un tiempo lento, gloriosamente, sonriente, familiar, planeando por encima de las palabras del Viejo de la Montaña y viendo con una extraña precisión cómo las palabras asumían la forma de las cosas y las cosas a su alrededor asumían la forma de las palabras, pues, de repente, todo era perfecto: el té que bebía, los almohadones sobre los que estábamos sentados, la sala de ángulos redondeados por el vapor del incienso, que se elevaba lentamente sobre nosotros y ascendía magnífico hasta el cielo.

»—El Paraíso —dijo el Viejo de la Montaña— es lo que has visto y vivido en tu carne hace poco, cuando estabas en el jardín. Nosotros tenemos dos principios: la ley divina, sharia
, y el camino espiritual
, tariqah
. Tras la ley y el camino se encuentra la realidad última
, haqiqah
, es decir, Dios o el Ser absoluto. La realidad, Adhemar, no está fuera del alcance de los hombres. De hecho, existe y se manifiesta en el nivel de la conciencia, como tú mismo has experimentado. Y esa experiencia es tan fuerte, tan inaudita y buena, que sólo aspirarás a una cosa en la vida: volver a encontrarla
.

»—¿Y es posible?—pregunté.

»—Es posible para el hombre perfecto, el imam: su conocimiento es una percepción directa de la realidad. Nuestro Maestro Hassan-ibn-Sabbah proclamó que era posible cuando proclamó el Qiyamat, o Gran Resurrección… es decir… ¡el Final de los Tiempos! Retiró el velo y abrogó la ley religiosa. El qiyamat es una invitación a cada uno de sus seguidores a participar en los placeres del Paraíso en la Tierra. Así vemos nosotros el Final de los Tiempos. La conciencia de que este mundo, Adhemar, no es otra cosa que el placer de disfrutar de él.

»El Viejo de la Montaña bebió un sorbo de té; luego se levantó de su silla y se recostó sobre un almohadón, invitando a sus huéspedes a que hiciéramos lo mismo.

»—Y ahora —dijo el Viejo de la Montaña—, decidme la verdad. ¿Por qué habéis venido?

»—Nos han enviado los templarios para deciros esto —dijo Nasr-Eddin—. Los templarios y los Asesinos han convivido en paz durante un cierto tiempo.

»—Los Asesinos han pagado un tributo anual de 2,000 besantes a los templarios a cambio de su protección —respondió el Viejo de la Montaña—. ¡Al pedirnos semejante tributo los templarios demostraron que no nos temían, porque son fuertes e invencibles!

»—Pero los Asesinos no pagan el tributo desde hace casi cinco años. Los templarios os ofrecen la paz a cambio del tesoro del Templo, que os fue confiado para que lo conservarais en la fortaleza de Alamut; pero ahora es forzoso que lo devolváis…

»El Viejo de la Montaña lo observó profundamente, sin decir una palabra. En cuanto a mí, me había tendido y empezaba a sumergirme en un sueño delicioso, olvidado de todas las cosas que dependían del resultado de nuestra misión en aquel lugar.

»Cuando el Viejo de la Montaña nos señaló que había llegado el momento, era ya muy tarde. Salí en la noche para celebrar maitines. En voz muy baja, murmuré la oración. Recé trece padrenuestros en honor de la Virgen y trece en conmemoración del día. La oración me reconfortó: porque había perdido la noción del tiempo y ya no sabía quién era ni por qué había venido.

»Luego me dirigí a las cuadras para asegurarme de que los caballos estuvieran bien atendidos y para impartir órdenes a los escuderos. Había allí veinte caballos, cada uno de ellos cargado con dos enormes alforjas en las que se encontraba el tesoro del Templo. Nasr-Eddin se unió a mí y dejamos el castillo, arrastrando detrás de nosotros la larga reata de caballos atados unos a otros. Avanzamos lentamente, sin imaginar que, al pie de la montaña, nos esperaba una veintena de hombres. A su frente estaba el Viejo de la Montaña.

»Desmontamos de nuestros caballos. Eché una mirada inquieta a Nasr-Eddin, que me devolvió una mirada horrorizada.

»—¿Qué esperabais? —preguntó el Viejo de la Montaña—. ¿Que los miembros de nuestra secta se unieran a vosotros en la fe de Jesucristo y se bautizaran… como tú, Nasr-Eddin?

»Nasr-Eddin, petrificado ante la mirada llena de odio del Viejo de la Montaña, no se atrevió a responder nada.

»—Queremos la paz —dije—. Vosotros y nosotros somos los mismos, vos mismo lo habéis dicho.

»—Pero tú, Nasr-Eddin, el renegado, has asesinado al califa, y su hermana aún te busca. Me ha ofrecido 60,000 dinares por tu cabeza.

»Hizo una señala dos refiks, que dirigieron sus sables hacia Nasr-Eddin.

»—¿Sabes qué te pasará si te devuelvo a la hermana del califa? Te hará descuartizar y colgará tu corazón de la puerta de la ciudad.

»Entonces comprendí que el Viejo de la Montaña había esperado a que saliéramos de su casa para respetar la ley de la hospitalidad, pero que su corazón, seco y árido, estaba lleno de odio.

»A lo lejos se oían los cantos y las plegarias de los musulmanes del pueblo vecino. Nasr-Eddin, tendido en el suelo, imploraba perdón, y yo me preparaba para morir con la cabeza erguida, sin una palabra, según la costumbre templaria.

»—¡Esta noche —me dijo Nasr-Eddin—, estaremos juntos en el Paraíso!

»—No lo creo —dijo el Viejo de la Montaña haciendo un gesto a un lassik, que me ofreció una taza de té humeante.

»Bebí un largo trago, y durante un momento no supe si se trataba de veneno o de hachís. Luego, al advertir la mirada de mi compañero, le ofrecí la taza. Entonces, el Viejo de la Montaña se acercó y con una mirada impasible, casi sonriendo, quitó la taza a Nasr-Eddin.

»—Di a tu amigo que aquí solamente yo puedo dar de beber.

»Y, con un movimiento terrible, el Viejo de la Montaña desenvainó su larga espada de Damasco, y dirigiéndola contra Nasr-Eddin, le cortó el brazo. Contempló el espectáculo un momento, saboreando su victoria, y lo decapitó. Su cabeza cayó a mis pies. Miré al Viejo de la Montaña a los ojos. Sin mostrar la menor emoción, monté en mi caballo. Me puse al frente de la caravana, y partí.

Elevé la mirada al cielo, pero allí no había ninguna señal para mí. Las imágenes volvían a mi mente sin cesar. Pensé en el asesinato del profesor Ericson, en el de los Rothberg, recordé el cuchillo colocado sobre la almohada de Jane, y me sentí petrificado de terror. ¿Qué había ocurrido en el curso de la ceremonia templaría? ¿Por qué mis recuerdos eran tan vagos? ¿De dónde venía aquel fuego, y quién lo había provocado, si no había sido Él, para salvarme con su esplendor? Pero si fue así, ¿por qué no había ningún otro signo para mí? Me encontraba en las tinieblas, padeciendo sufrimientos eternos; imaginaba lo peor y me sentía completamente inerme. Esperaba algo, una señal, una demanda, un chantaje, pero nada acontecía.

Atardecía. En el fondo, en el último extremo del firmamento, intenté verle, entreverle. Pero Él había puesto muy por encima de nosotros las bóvedas de su residencia celestial, para que yo descendiera a lo más profundo del abismo y fuera sumergido por las aguas de lo alto. Intenté encontrar al Uno, pero no había palabra para el Uno en el que yo pensaba, y no era posible penetrar su misterio. Yo venía de una tierra que había dejado de ser mía y me dirigía hacia un país desconocido. Seguía mi camino solitario hacia el Final de los Tiempos, hacia el Juicio Final.

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