Pero ¿quién era yo para percibirle? ¿Quién era yo? ¿Quién era yo en realidad? ¿Era el hombre del octavo pergamino, el llamado León, era el Hijo, no lo era? ¿Era aquel que será amarrado como un cordero y salvado, pues Dios salva para que se cumpla su palabra? ¿Era el brote que surge de las raíces, y el Espíritu del Eterno estaba en mí? ¿Qué había sido, puesto que me había ido antes de la guerra, de la búsqueda de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, de los hijos de Levi, de los hijos de Judas, de los hijos de Benjamín, de los exiliados del desierto contra los ejércitos de Belial, los habitantes de Filistea, las bandas de Kittim de Asur y aquellos que les secundan, los traidores? Pero ¿quiénes eran los Hijos de la Luz y quiénes eran los Hijos de las Tinieblas? ¿Y yo? ¿Era el Hijo del Hombre, del linaje de David, del de los hijos del desierto, porque habían vertido sobre mi cabeza el aceite de bálsamo? ¿O era la débil planta, el brote de una tierra reseca? Más tarde vendría la guerra, en el mundo entero, contra los Hijos de las Tinieblas, sin tregua, y contra el sacerdote impío, pero ¿quién era yo en realidad, y cuál era mi papel en esta historia? ¿Y cuándo llegaría mi hora? Estaba escrito que era preciso allanar la vía de Dios en el desierto, estaba escrito que todo se estaba preparando y que existía un tesoro de piedras preciosas y de objetos sagrados, procedentes del Templo antiguo, para que el Mesías se dirigiera a Jerusalén cubierto de gloria y reconstruyera el Templo, así estaba escrito.
No, yo no era el de la confianza imperecedera, el que sabe hacer manar agua en el desierto y torrentes en la estepa, yo no era el consolador de todos los males, de todas las exacciones y locuras exterminadoras, el que decía: Dios traerá de nuevo, restablecerá, restaurará. En la montaña no estaba el rostro transfigurado de aquel que había sido ungido y a quien la nube amparaba bajo su sombra. No, yo no soy el hijo bienamado, escuchadme, ¡porque yo no soy el Hijo del Hombre! Soy hijo de Adán, simplemente, hijo de Dios, ser mortal de carne, de carne. Nadie había previsto mi venida, nadie había deseado mi llegada, y yo era semejante a todos. El espíritu del Señor no está en mí. Pero el espíritu de temor y temblor…
¡Oh, Dios!
¿Qué le habían hecho a Jane? ¿Dónde estaba?
Para ahogar mi dolor, en el fondo de la desesperación, bebí, sí, bebí de la misma botella de whisky que había tomado en el hotel y me dominó la embriaguez, que arranca el sentimiento de toda relación con el mundo exterior. Mi corazón revoloteó libre, se posó en las alas de mi destino, ascendiendo hacia Aquel a quien no sabemos nombrar.
¿Cuál iba a ser el fin? Tenía que saber si los malvados se volverían mejores por la esperanza de los honores que recibirían después de su muerte; y si los malvados permanecerían eternamente tales o por el contrario pondrían un freno a sus pasiones en el temor de que, aunque escaparan en vida al castigo, sufrirían después de la muerte un castigo eterno. ¿Quién decidía sobre todo ello? Un nuevo amor me enardecía, un amor separado, dilatado, preservado. En la intimidad de la Unidad, yo era puro en mi interior, sin imagen, sin figura, como liberado, ser no creado en un espacio silencioso sin límites en el que me perdía, sufriendo un dolor creador que permitía acceder al conocimiento de sí a través de la alegría, que es vuelo del alma y del cuerpo; y me pareció que me elevaba por encima de mí y flotaba en el aire, lejos en el tiempo, en el mundo del principio, cuando Dios creó el cielo y la tierra, y la tierra era caos, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo. Y el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Y Dios dijo: «Hágase la luz.» Y la luz fue hecha. Dios vio que la luz era buena y separó la luz de las tinieblas. Dios llamó a la luz día y a las tinieblas noche. Hubo así tarde y mañana. Día uno. ¿Quién era Él? ¿Era posible que me salvara? ¿Estaba allí cuando había invocado su nombre en la ceremonia de los templarios? El Poderoso, el Terrible, el Misericordioso, el Compasivo.
¡Oh, Dios!
¿Dónde está Jane?
En ese momento tenía que conocer, que encontrar el Juicio Divino, tenía que saber si efectivamente yo era el Maestro de Justicia. En el pergamino de la guerra está escrito que los Hijos de la Luz combatirán contra los Hijos de las Tinieblas, el ejército de Belial, las tropas de Edom, con armas, pendones y armaduras de guerra. En el centro de esa guerra había un personaje doble que era el hombre de la mentira. ¿Y si ese hombre de la mentira fuera una mujer? ¿Si Jane no había desaparecido? ¿Si no había sido raptada, sino que me había dejado por su propia voluntad?
«Mañana, a las siete de la tarde en punto, en la iglesia de Tomar.»
¿Y si todo había sido solamente una emboscada?
El dolor y las dudas me estaban volviendo loco. Pensaba, pensaba demasiado, pues pensar es una debilidad, una distancia, un lamento, pensar es evocar, no es sino invocar la vida que, tal como es, no piensa. Pensaba y vivía la verdadera disociación del cuerpo y del espíritu, en que este último recuerda bruscamente en la separación y la prueba, y se revela en su fuerza codiciosa, en ruta hacia la vida futura, porque es cierto que el cuerpo es corruptible y que su materia no subsiste, pero el espíritu sobrevive, como llevado por una fuerza superior.
¿Y si todo hubiera sido una mentira, una mascarada? Si yo era el Mesías, ¿no tenía la capacidad de hacer milagros? Y si no era Ary, el Hijo del Hombre, el Mesías de los esenios, entonces era Ary Cohen, hijo de David Cohen, y la guerra en la que estaba implicado no era la de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, sino una guerra contra mí mismo. En ese caso no había necesidad de esperar. No era preciso esperar más. Era preciso actuar.
En mi habitación, sobre la mesita de noche, había un teléfono. Finalmente, me decidí a llamar.
Shimon Delam, jefe de los servicios secretos israelíes, Shimon Delam, el hombre de la justicia, que ya me había sacado de más de una situación comprometida.
Marqué su número. Mi mano temblaba ligeramente, así como mi voz, como si sintiera de manera confusa que iba a obtener la solución, la clave del enigma, y ya la estuviera rechazando.
—Shimon —dije—, soy Ary, Ary Cohen.
—Ary —respondió Shimon—. Esperaba tu llamada.
—Es a propósito de Jane. Jane Rogers.
—Claro —dijo Shimon—. Claro.
—Necesito información sobre ella.
—¿Es muy importante para ti?
—Es cuestión de vida o muerte.
—Bien.
Le oí encender un cigarrillo.
—Ya imaginabas que Rogers no era una arqueóloga como los demás —dijo Shimon.
—¿Qué quieres decir con eso?
Hubo otro silencio. Luego oí:
—Trabaja para la CIA.
—¿Para quién? —exclamé.
—Para la CIA, precisamente. Ary, ¿recuerdas el caso de las crucifixiones que os confié a tu padre y a ti?
—¿Sí?
—Su trabajo de ayudante sólo era una tapadera. En realidad, ya trabajaba para la CIA.
—¿Y me lo dices ahora?
—Vamos, Ary, has hecho el servicio militar, sabes que…
—Sí —respondí—, claro, lo sé.
—Estaba investigando sobre Siria, su tapadera era la arqueología, hasta que… hasta el drama, el asesinato de Ericson… Cuando os persiguieron a los dos, en Masada, la perseguían a ella, Ary. Es una agente temible. Le han pedido que se aparte del juego, pero se ha negado. Ha querido seguir en este caso para ayudarte, creo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me llamó ayer. Me pidió que te transmitiera un mensaje.
—¿Qué quiere de mí?
—Me dijo que, en caso de presentarse algún problema, si las cosas se ponen mal, vuelvas a Qumrán.
—Más solo de lo que lo había estado jamás, en la desesperación más profunda, me puse en camino hacia el lugar al que debía ir: el desierto de Judea, cerca del mar Muerto, el lugar llamado Qumrán.
¡Oh, amigos, cuán lleno de amargura estaba mi corazón! Jane, espía… Me había llevado consigo para cumplir su misión, se había servido de mi amor para realizar su plan, y todo eso, tal vez, desde el principio. Tal vez no me había amado nunca y me había mentido desde nuestro primer encuentro, dos años antes.
Me había tendido una trampa, había alzado hacia mí sus párpados impúdicos, me había encantado con su corazón, me había apartado de mi camino y de mi vida, y yo lo había abandonado todo por ella, otorgándole una confianza ciega, sin intentar esconderme, fiel a su llamada, dispuesto a correr todos los peligros.
¡Cuánto la odiaba! ¡Y qué feliz me sentía al tener noticias suyas, al saber que estaba viva! O al menos al conservar esa esperanza. Mi mirada empañada en lágrimas se cruzó con mi mirada en el espejo colgado frente a mí.
Los pliegues de mi frente habían dibujado la letra:
,
tsadi
, aceptación de una prueba con el objetivo de acceder a otro nivel de existencia o de conciencia, o incluso a un cambio de ciclo. El justo es aquel que ha debido sublimar la cara oscura de la prueba para convertirla en un fundamento por el que su vida resulta magnificada.
A causa de ella, yo ya no era el Hijo del Hombre. A causa de ella, era pobre y estaba solo, pobre de corazón y solo de espíritu. Pero a causa de ella, era hombre.
Entonces mi corazón se aceleró, temeroso,
mis caderas temblaron,
mi gemido llegó al Abismo
hasta lo más recóndito del Sheol,
pues me aterroricé al escuchar
tus debates con los Valerosos,
tu disputa con el ejército de los Santos.
Pergaminos de Qumrán,
Himnos.
Tomé el avión de vuelta a Israel, y me elevé sobre la superficie de la Tierra hasta un lugar no importunado ni por las nieves ni por los insensatos calores de los desiertos. Casi había terminado la lectura del Pergamino de Plata y, en ese momento,
sabía
.
Sabía quién había matado al profesor Ericson y a la familia Rothberg, y sabía, por qué. Sabía cuál era el papel desempeñado por los masones y por los templarios, con su Gran Maestre Josef Koskka. Sabía por qué los samaritanos tenían el Pergamino de Plata y por qué se lo habían entregado a Ericson. Sabía por qué Shimon me había mandado a esta peligrosa aventura. Sabía quién se había apoderado del tesoro del Templo y sabía dónde estaba depositado. También sabía dónde podía encontrarlo. Era el único que lo sabía,
el único en el mundo
. Los que habían leído el Pergamino de Plata conocían el lugar en el que estaba escondido, pero ignoraban dónde se encontraba ese lugar. En cuanto a los que conocían su ubicación, no habían leído el Pergamino de Plata. Shimon tenía razón: para resolver el enigma, había que ser a la vez sabio y soldado.
—Para disfrutar del presente instante, en este vuelo que nos conduce al país del Señor, aquí tenéis unas propuestas de meditación.
Alcé la cabeza, que tenía apretada entre las manos. Allí, en el avión, había una veintena de peregrinos cristianos a los que servía de guía un monje, un hombre rechoncho de aspecto candoroso, vestido con un hábito de estameña, del que colgaba una pesada cruz de madera.
—Este amplio mar —proseguía el monje— fue atravesado en su momento por los primeros Apóstoles, que vinieron a predicar la palabra de Cristo. Partiendo del puerto de Cesárea, eran necesarias por lo menos tres semanas cuando los vientos eran favorables. Desde mediados del siglo IV, innumerables peregrinos nos han precedido con el ardiente deseo de seguir los pasos del Señor. La tierra de Palestina es la patria espiritual de todos los cristianos, porque es la patria del Redentor y de su madre. Recordad el final del Libro de los Hechos de los Apóstoles… San Lucas relata minuciosamente el viaje de Pablo a Roma, el itinerario, la escala forzosa en la isla de Malta y por fin su ministerio en Roma. A través de las pruebas que jalonan su viaje, nos muestra lo que el mismo Jesús había declarado a menudo: el itinerario del discípulo será el de su maestro, porque no hay misión sin prueba. Pero esas pruebas, hermanos, preparan un rico fermento. Roguemos juntos para fortificarnos nosotros mismos por la fe y el coraje de los primeros apóstoles y de los primeros misioneros. Roguemos por todos los misioneros, roguemos también por aquel que acompaña a los apóstoles, ¡desde Jerusalén hasta todos los extremos de la tierra!
»Y pensad en san Jerónimo, que fue a Palestina y permaneció allí hasta su muerte, y que allí tradujo la Biblia al latín, la lengua del pueblo. Y pensad en su emoción al haber visitado Jerusalén, Hebrón y Samaria, al haber pisado el suelo que Jesús pisó con sus pies. Y para vosotros, hermanos, el paisaje de Tierra Santa será una revelación.
En un día, había vivido lo que otros viven en una vida: había amado, había sabido y había visto el mal. Así me encontraba, solo en el mundo, con el corazón infinitamente triste, triste y desolado por haber perdido a mi amigo, que se había sacrificado por mí, para que yo pudiera cumplir mi misión. E igualmente estremecido por la crueldad del Viejo de la Montaña, sólo me quedaba un deseo: hacer lo que debía hacer y dormir, para siempre.
Ahora lo sabía: los esenios habían designado al Mesías, su Mesías, Jesús. Cuarenta años después, el guardián del tesoro del Templo, un hombre de la familia de Aqqoç, había depositado el Pergamino de Cobre en sus grutas, donde se encontraban consignados todos los lugares en los que se escondía el fabuloso tesoro del Templo.
Setenta años después, un hombre llamado Bar Kochba, hijo de la estrella, creyendo ser el Mesías, había intentado liberar Jerusalén y reconstruir el Templo, y también él había fracasado. Mil años después, unos cruzados descubrieron el tesoro y decidieron reconstruir el Templo. Pero, al mismo tiempo que el tesoro, descubrieron la fe de los esenios y crearon una Orden consagrada al Templo. Al carecer de Mesías, habían tenido una idea inaudita, sencilla y espléndida. Habían decidido que su Orden sería el Mesías. Pero fracasaron a su vez, víctimas de la Inquisición, como Jesús fue víctima de los romanos.
Pero tú, Adhemar, no verás el Templo. Tú debes tomar el tesoro y esconderlo, con la esperanza de que aquel que debe venir lo recupere y lo devuelva a la tierra de Israel.
Así había hablado Nasr-Eddin.