El tesoro del templo (34 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Tras media hora de marcha, llegamos ante una pared rocosa que parecía infranqueable.

—¿Y bien? —dijo— ¿Ahora por dónde?

Con lágrimas en los ojos, le indiqué la dirección secreta. Para pasar, había que seguir un camino especial del que no puedo hablar aquí. En varias ocasiones nuestros pies resbalaron y los brazos se asieron al borde rocoso para evitar caer al vacío.

Por fin llegamos al otro lado de la montaña, al pequeño rellano situado ante la primera cueva.

La anfractuosidad era tan pequeña que sólo un hombre podía deslizarse por ella. Lo guié por entre las rocas, inclinándome a veces y a veces incluso deslizándome por debajo de las rocas, por encima de las vasijas rotas, de los pedazos de pergamino rotos, de los cascos y de los jirones de tejido.

—¿Fuisteis vosotros —dije— los que hicisteis esa representación macabra del Final de los Tiempos?

—Gracias al Pergamino de Plata encontrado por el profesor Ericson —respondió Omar—, por fin pudimos conocer el lugar en donde se encontraba el tesoro del Templo.

—El lugar donde Adhemar lo había escondido, más bien.

—Yo me había infiltrado entre los templarios como Maestro Intendente, y Madame Zlotoska había entrado en el equipo del Gran Maestre del Temple, Koskka. De ese modo supimos que el profesor Ericson había oído hablar de un Pergamino de Plata entre los samaritanos.

»El profesor Ericson sabía que los esenios seguían existiendo, pero ignoraba dónde vivían. Su hija Ruth Rothberg y su yerno Aarón le convencieron de que era posible reconstruir el Templo sin destruir la mezquita Al-Aqsa. Además, gracias a los Rothberg oyó hablar de un Mesías entre los hasidim; pero había desaparecido dos años antes. Cuando Jane le habló de un amigo hasid que se había ido a vivir al desierto, ató cabos. Pensó que se había unido a los esenios. Dedujo que ese Mesías era usted. Consiguió que los samaritanos le dieran el Pergamino de Plata hablándoles de usted. Para saber dónde se escondían los esenios, organizó una ceremonia en el desierto de Judea, una ceremonia que evocaba el Día del Juicio, para llamar la atención de los esenios y mostrarles que el Final de los Tiempos se acercaba…

—¿Y entonces lo mató?

Omar me miró de una manera extraña y dijo, sin responder directamente a la pregunta:

—¿Qué mejor medio para obligarle a usted a salir? Lo matamos y completamos el trabajo violando las tumbas esenias. Y lo logramos: usted salió de las cuevas. Hemos intentado raptarle en varias ocasiones, pero parecía protegido por no sé qué fuerza, y cada vez se nos escapaba… Y además estaba esa mujer, su ángel de la guarda. En París le seguían constantemente agentes del Mossad y no podíamos hacer nada. Y en Tomar lo mismo. No conseguíamos raptarle, hasta que pudimos apoderarnos de Jane y tenerle a usted por ese medio.

—¿Y quiénes son esos «nosotros»? —le pregunté—. ¿Quiénes son ustedes?

Esta vez, Omar rió con una risa extraña, sardónica.

—Usted lo ha dicho: somos los Asesinos, descendientes de Hassan-ibn-Sabah. Queremos recuperar nuestra propiedad, el tesoro que los templarios nos arrebataron hace setecientos años.

Habíamos llegado al fondo de la cueva en la que se encontraba la pequeña puerta que daba a nuestro territorio, el territorio esenio.

Abrí la puerta y oí un ruido metálico.

Delante de nosotros, reconocí a mi padre, que sostenía un revólver.

—Sois unos asesinos —dijo— y unos ladrones. El tesoro del Templo no os pertenece.

—Pero —dije con un estremecimiento—, ¿qué estás haciendo aquí?

Mi padre me miró con aire grave. Entonces me di cuenta de que estaba vestido con el hábito de los esenios.

—Lo que nunca he dejado de hacer —dijo—. Sigo siendo David Cohen, de la tribu de los Cohen. Soy David Cohen, el Sumo Sacerdote.

Entonces, Omar sacó un revólver de su bolsillo y me apuntó.

—Después de haber llevado a Muppim a su casa, partí hacia Jerusalén con la caravana. Llegué a la Casa del Temple, donde había un subterráneo de galerías abovedadas. Entré en las salas, seguí el pasadizo excavado en la roca y allí deposité los sacos de yute, que estaban llenos de piedras. Porque había enterrado el tesoro en otro lugar, para que sólo fuera conocido por mí.

»En la Casa del Temple, los miembros de la Orden de Jerusalén habían parado todos los trabajos. Se preparaban para mi llegada. A la hora de la comida de la tarde, se sentaron en silencio; luego el panadero trajo el pan, y el cocinero puso un plato con carne delante de cada uno. Y cuando todos estuvieron reunidos alrededor de la mesa común, en esa velada solemne, para comer el pan y beber el vino, todos pensaron en el momento en que el Hijo del Hombre extendería su mano sobre el pan y sobre el vino para consagrarlos.

»Entonces me levanté y, delante de todos, conté mi aventura, y delante de todos, dije:

»—Esta es nuestra historia, queridos amigos. ¡Todos nosotros vinimos aquí para reconstruir el Templo, según la voluntad de Jesús! Él, que no quería morir, tampoco quería que la llama se detuviera. Había dejado Galilea y recorrido Samaría. Se había detenido en el monte Garizim, donde le esperaban los samaritanos. Había decidido vivir recluido entre los esenios, nuestros antepasados, que creían que el Final de los Tiempos se acercaba, que decían que era preciso predicar el arrepentimiento entre los demás. Había encontrado en el desierto a Juan el esenio, que anunció a todos el bautismo para la remisión de los pecados, y los esenios le dijeron que había sido elegido, que era el Hijo, el Servidor, el elegido entre los elegidos, y le dijeron que es largo el camino para aquel que lleva la noticia, que es difícil el camino hacia la luz para el pueblo que camina en las tinieblas.

»Más tarde, amigos, más tarde, su profecía se realizará: sí, más tarde, cuando llegue el momento, el Templo será reconstruido. Y sé, amigos, sé cómo será el Tercer Templo. Porque he conocido a un niño en el desierto, ¡y de la boca de ese niño he oído la descripción del Templo como si lo estuviera viendo!

»El patio interior tendrá cuatro puertas orientadas a los cuatro puntos cardinales; y el patio medio y el atrio exterior tendrán doce puertas cada uno, por el número de los hijos de Jacob; y el atrio exterior estará dividido en dieciséis partes de doce habitaciones cada una, atribuidas a las doce tribus, salvo la de Levi, de quien descienden los levitas. Y las puertas serán gigantescas, entre el suelo y el dintel, para que todos puedan entrar. Bajo el peristilo que rodeará el atrio interior, habrá asientos para los sacerdotes, y mesas delante de los asientos. En el centro de ese atrio interior se encontrará el mobiliario del Templo, entre los Querubines, el velo de oro y el candelabro. Y cuatro luminarias iluminarán el patio de las mujeres, donde habrá perfumes e incienso aromático cuyo vapor se elevará entre lo visible y lo invisible.

»Habrá amplias piscinas de mármol para la purificación. Y habrá largos pasillos y altas escaleras, de un blanco esplendoroso, para ascender uno a uno los grados del Señor.

»Y en el corazón del Templo se encontrará el Santo, donde el sacerdote hablará en voz baja, donde quemará el incienso de trece perfumes deliciosos, donde estará instalada la espléndida Menora, velando a los veladores, y la mesa de proposición en la que se habrán colocado los doce panes. Y en el corazón de ese corazón se encontrará el sanctasanctórum, separado del Santo por un velo de cuatro colores revestido de cedro, el sanctasanctórum, amigos, donde el Sumo Sacerdote encontrará a Dios.

»Era tarde cuando salí de la Casa de los templarios. Mi misión había terminado y deseaba ponerme en camino. No quería quedarme en Tierra Santa, donde ya no teníamos futuro, donde lo único que podíamos hacer era combatir y morir, pero ¿por qué razón? Ya había salvado lo esencial. Quería volverá mi país. Delante de las caballerizas aguardaba un hombre, un hombre vestido de blanco y rojo. Reconocí a un refik. Entonces supe lo que me esperaba.

»Había sido decidido que el refik me asesinara, porque yo era el único que sabía dónde estaba escondido el tesoro, para que me llevara el secreto conmigo.

En el momento en que creí llegado el final, oí una detonación, seguida de una segunda.

A mi lado, Omar se desplomó. Pero no había disparado mi padre; mi padre nunca ha sabido usar un revólver. Había sido Shimon Delam. Detrás de él se encontraba Jane.

—¡Jane! —dije en un jadeo.

—Fui capturada por ese hombre —dijo, señalando el cuerpo de Omar, tumbado en el suelo—. Me trajo aquí, al desierto de Judea, para atraerte.

—Omar —dije—, el Viejo de la Montaña.

—Shimon nos hacía seguir, y ha hecho todo lo necesario para liberarme.

»Entonces, más rápido que el rayo, desenvainé mi hermosa espada y luché valerosamente contra el Asesino, que intentaba clavarme su puñal en el pecho. Me agaché y esquivé su ataque. Rodé por el suelo hasta encontrarme casi detrás de él, y le golpeé en el flanco. Luego combatimos cuerpo a cuerpo, puñal contra espada. Empuñando la espada con las dos manos, le corté la garganta, de la que manaron a chorros los rayos rojos de su sangre, al tiempo que intentaba por última vez hundir su daga en mi vientre.

»Así conseguí escapar de las manos del refik y me embarqué en el puerto de Jaffa, en el barco que me llevaría de vuelta a la bella tierra de Francia unos meses después.

»¡Ay! Ya conoces el fin de la historia: aquí, en mi propia tierra, me quedaba por conocer lo peor. La Inquisición… Ahora que llega el alba, quiero decirte algo importante.

No podíamos hablar.

En los asientos traseros del coche de cristales ahumados que conducía Shimon, Jane y yo nos miramos. Y nuestros ojos empezaron a hablar. Los míos, locos de dolor y de despecho, le hacían reproches. Los suyos, húmedos, me imploraban que la creyera. Los míos, fruncidos, le negaban el crédito que le había concedido dos años antes. Los suyos me respondían que no era culpable de nada, que no me había traicionado y que me amaba. Los míos, silenciosos, me traicionaban. Los suyos, desconsolados, pedían silencio. Los míos languidecían, diciendo mi bien, cuánto te añoro, sólo a ti he conocido y no quiero perderte, me elevo hacia ti, hacia tu dulzura incomparable, flores de besos, besos de flores, blancas y rosas, oasis de mi desierto, flor de mi alma, cielo de mi espíritu, tú eres mi palacio, en tu hogar encuentro reposo, no necesito nada porque estoy junto a ti, y todo el resto no es más que mentira y vanidad.

La voz de Adhemar sólo era un soplo.

—Te escucho, hijo mío —dije con emoción—. Pide lo que quieras, te lo daré. Di lo que quieras, lo haré. Porque tu historia me ha conmovido y mi corazón sangra al ver que llega el alba.

—Te pido que huyas cuando me hayas dejado. Porque se sabrá que has hablado conmigo y te interrogarán. Por ello, si me quieres ayudar, si mi historia te ha conmovido, no vuelvas a Cîteaux y no te quedes en la tierra de Francia; ve a Tierra Santa, con los samaritanos que viven en el monte Garizim, no lejos del mar Muerto. Allí se encuentran los descendientes de los tesoreros del Templo, la familia Aqqoç. Pondrás por escrito todo lo que te he dicho esta noche y les dejarás a ellos el pergamino.

Con mano temblorosa, me indicó que me acercara un pocó más.

—El tesoro del Templo —murmuró—, lo escondí en Qumrán, en las cuevas de los esenios, en la sala que llaman scriptórium, dentro de las grandes ánforas.

Cuando vio mi mirada sorprendida, añadió con una sonrisa:

—Fue allí donde llevé al pequeño Muppim, que se había perdido.

Lloré al dejar a aquel santo hombre. En la isla de los Judíos, allí donde queman a los que estudian el Talmud, apilaron la leña de la hoguera. Lo ataron con largas cadenas a los potros… acumularon troncos a su alrededor hasta la altura de las rodillas. El humo se elevó en el crepúsculo…

En el último instante, los prelados le preguntaron si no sentía en su corazón odio a la Iglesia cristiana y si adoraba la Cruz.

—La Cruz de Cristo —respondió Adhemar—, no la adoro, porque no se adora el fuego con el que uno es quemado.

Con los ojos brillantes, llenos de lágrimas…

Escrito en el monte Garizim, en el año de gracia de 1320, por Philémon de Saint-Gilles, monje de Cîteaux.

Con temor y aprensión, la veía acercarse. Con temor, ascendí a Sión y murmuré su nombre. De vuelta a la espada cortante, que despertaba presta a volcar su violencia contra todos, Jerusalén era un vértigo, una losa que pesaba sobre mí. ¿Por qué ascendía a Jerusalén, yo, que amaba a Jane, en el instante inolvidable en el que por fin encontraba a aquella que mi corazón deseaba?

Sí, habría debido copiar hasta el infinito la letra
,
álef
, el silencio, símbolo de la unidad, del poder, de la ecuanimidad, y también centro del que irradia el pensamiento, y lazo que relaciona en ocasiones el mundo de arriba y el mundo de abajo, el bien y el mal, el mundo de antes y el mundo de después.
Álef
es maravillosa.

DÉCIMO PERGAMINO
El pergamino del Templo

El día de la caída de los Kittim,

habrá una batalla y una enorme mortandad

bajo la égida del Dios de Israel.

Porque ese fue el día señalado otrora

para la guerra contra los hijos de las tinieblas.

Ese día se adelantarán para el gran combate

el concierto de los dioses y la comunidad de los hombres.

Los Hijos de la Luz y la secta de las tinieblas

se enfrentarán por el poder de Dios,

en el fragor de una inmensa multitud,

y en el estruendo de los dioses y de los hombres.

¡Día de calamidad!

¡Día de dolor!

Testimonio del pueblo y de la Redención de Dios.

Todos sus pesares se abolirán

y será el final de la Redención eterna.

Y el día de la guerra contra los Kittim,

con tres señales los Hijos de la Luz destruirán el Mal.

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