—La historia secreta del mundo —dijo, repitiendo la frase que Jenny había utilizado hacía un momento.
Ella asintió.
—Y hasta ahora hemos conseguido frustrar todos sus esfuerzos. De modo que puedes entender lo que está en juego: lo que ocurra en la próxima semana será crucial no sólo para la supervivencia de la orden, sino también para la del propio mundo.
—Pero ¿por qué ahora? —preguntó Bravo—. Los caballeros de San Clemente han tratado, de robar esos secretos durante siglos.
—El papa está gravemente enfermo.
—No ha habido ninguna noticia…
—Por supuesto que no… todavía no, en cualquier caso. El Vaticano se ha encargado de ello. Pero la enfermedad del pontífice ha sumido al Vaticano en un auténtico caos, especialmente la camarilla de cardenales que respaldan a los caballeros. Estos han aprovechado el estado de pánico para galvanizar todo el poder de los cardenales detrás de ellos de una vez y para siempre, un camino que incluso los propios cardenales temían seguir hasta que el papa quedó incapacitado. Los caballeros se han lanzado a por nosotros como nunca antes lo habían hecho. Ésta es la última posición de resistencia de la orden, Bravo. Aquí sobrevivimos o morimos.
—¿Con cuántos miembros cuenta la orden?
—Quinientos, aproximadamente.
—No son muchos.
—Estamos repartidos alrededor del mundo, en todos los países importantes y en muchos países pequeños, pero miembros como yo hay menos de cincuenta. Soy un guardián. ¿Encontraste alguna referencia que hablase de nosotros cuando estabas estudiando?
Bravo negó con la cabeza.
—No me sorprende. La ausencia de documentación acerca de los guardianes fue deliberada, un secreto celosamente guardado. Era, y sigue siendo, nuestro trabajo mantener a los demás, especialmente a los miembros de la Haute Cour, a salvo de cualquier peligro.
Bravo sintió una furia súbita.
—Y, sin embargo, tus compañeros guardianes y tú permitisteis que muriesen cinco miembros de la Haute Cour. ¿Dónde estabas tú cuando mataron a mi padre?
—¿Recuerdas que te dije que uno de los miembros de la Haute Cour murió ahogado mientras paseaba en bote? Era mi padre. Yo estaba en mitad de la bahía de Chesapeake cuando tu padre murió. Iba vestida con un traje de neopreno, tratando de encontrar el cadáver de mi padre.
Las palabras de Jenny calmaron momentáneamente la ira que había invadido a Bravo.
—¿Pudiste encontrarlo?
—No. Las mareas eran muy fuertes, una tormenta de dos días mar adentro había revuelto el agua y la visibilidad era prácticamente nula. Resultaba imposible ver nada, menos aún encontrar un cuerpo humano.
—Lo siento —dijo él.
—Yo también.
Su ira luchó por no diluirse.
—Si no eras tú, ¿quién estaba asignado a la protección de mi padre?
La dureza de sus palabras molestó a Jenny.
—¿Estás buscando venganza, Bravo? —preguntó ella secamente—. Porque si es así, te sugiero que la reserves para quienes mataron a tu padre.
Atormentado por sus propias tragedias, Bravo endureció su corazón.
—No has contestado a mi pregunta.
Habían llegado al final del cementerio, aunque a escasa distancia aún se veían algunos mausoleos dispersos. Ambos permanecieron mirándose fijamente.
—Tu padre eludió la vigilancia del guardián que lo protegía poco antes de encontrarse contigo. Y también se desembarazó del caballero que le seguía. Era un auténtico experto en desvanecerse, estuviese o no en medio de una multitud, y es evidente, echando la vista atrás, que tu padre quería estar a solas contigo… completamente a solas.
Bravo necesitó un momento para digerir esa información mientras continuaban andando por el sendero y luego dejó escapar el aire lentamente.
—Pareces tener todas las respuestas, y no hay duda de que eres una mujer llena de recursos. ¿Es por eso por lo que mi padre me condujo hasta ti?
—Ojalá tuviese todas las respuestas. —Ella alzó la cabeza—. ¿Por qué eludió tu padre la vigilancia del guardián, por qué quería estar a solas contigo?
«Quiero hacerte una proposición. ¿Recuerdas tu viejo entrenamiento?».
—No lo sé —dijo, pero sintió que se le formaba otro nudo en el estómago y tuvo que reprimir el impulso de golpear algo. Él sabía lo que su padre iba a proponerle. La única cuestión era si él estaba dispuesto a aceptarlo o no—. No —respondió después de pensarlo un momento—. Me preguntó si recordaba mi viejo entrenamiento. Por supuesto que sabía que lo recordaba, él simplemente me estaba preparando. Estoy seguro de que iba a pedirme que me uniese a la orden.
Jenny permaneció unos minutos en silencio, inspeccionando los alrededores como lo había hecho a intervalos desde que robaron el Aviator. A juzgar por las fechas grabadas en las lápidas —todas ellas del siglo XVIII—, habían entrado en la parte más antigua del cementerio.
—No me sorprende en absoluto.
—¿No?
—Tu padre era un hombre diferente, especial. Era mucho más que un simple miembro de la Haute Cour —dijo Jenny de manera lenta y deliberada—. Pero, para entenderlo, debo empezar por el principio. Como sabes, en otro tiempo los observantes gnósticos fueron franciscanos.
Bravo asintió.
—La orden original fue fundada en el siglo XIII por los seguidores de Francisco de Asís y, casi inmediatamente después de su muerte, fueron esos monjes quienes creyeron que era su obligación vivir en una pobreza apostólica. Esta actitud enfadó sobremanera al papa, porque era la Iglesia la que poseía las riquezas que acumulaban sus órdenes. Pero no fue hasta 1517, casi trescientos años después de la muerte de san Francisco, que la orden se dividió formalmente en dos facciones separadas: los conventuales, que querían permanecer donde estaban, y los observantes, quienes estaban persuadidos de que san Francisco deseaba que continuaran siendo monjes itinerantes, peregrinos que explorasen remotos territorios para llevar la palabra de Cristo a quienes más necesitasen de Su evangelio.
»Algunos observantes cedieron e incluso se convirtieron en enviados del papa a Levante a fin de conseguir tropas y dinero para organizar una cruzada contra el Imperio otomano, que se mostraba cada vez más beligerante. En aquella época, la poderosa armada otomana se estaba apoderando de las islas del Mediterráneo oriental y había comenzado a amenazar incluso a la República de Venecia.
»Pero los observantes gnósticos resistieron los edictos papales destinados a ellos para que renunciaran a su pobreza apostólica. Ellos se negaron y, finalmente, no tuvieron más alternativa que huir, pasar a la clandestinidad. El papa, furioso por este rechazo, envió a una de sus órdenes militares (los caballeros de San Clemente, con base en Rodas) en un intento de someterlos de una vez por todas a su poder.
»Para aquellos pocos académicos que recuerdan algo acerca de los observantes gnósticos, eso es lo que pasa por ser un conocimiento histórico corriente —prosiguió Jenny—. En líneas generales es correcto, pero falso en cuanto a sus detalles. Mucho antes de que el cisma oficial quedase registrado en la historia, se libró una violenta batalla interna que provocó en la orden una horrible fisura secreta. Este hecho apenas si podía sorprender a nadie. Desde el principio, los dominicos y los benedictinos, las órdenes más antiguas y establecidas, se alinearon contra nosotros.
—¿Por qué, exactamente?
—Por la misma razón que yo fui atraída hacia la orden —dijo ella.
Las ramas de los árboles sólo permitían que pequeños óvalos de luz se filtrasen entre el verde intenso de las hojas, a través de las cuales Bravo y Jenny encontraban su camino juntos, como amantes que se dirigen hacia un lugar previamente convenido.
—Teníamos la ventaja de que nos constituimos más tarde que las otras órdenes —siguió explicando Jenny—. Contábamos con la ayuda de Guillermo de Ockham.
—La navaja de Ockham.
—Una teoría que seguía un camino aristotélico diferente de la doctrina de Tomás de Aquino basada en la fe. Aquino había ido más allá de Aristóteles al decir que cuando entendemos las leyes de la naturaleza comenzamos a percibir el plan de Dios. La «navaja de Ockham» afirmaba que Tomás de Aquino estaba completamente equivocado: al insistir en que la razón era el camino correcto para discernir las intenciones del Altísimo, él había desmitificado a Dios. De modo que se produjo un cisma que duraría para siempre.
»La orden siguió los postulados de Guillermo de Ockham al creer en la separación básica de razón y fe, doctrina religiosa e investigación científica. ¿Cómo puede un astrónomo deducir el diseño de Dios a partir de las órbitas de los planetas? ¿Cómo puede el hombre, utilizando conceptos creados por la mente humana, llegar a conocer la voluntad de Dios?
Casi al final, el sendero iniciaba una suave pendiente hacia un prado que bordeaba un estanque de aguas tranquilas que dormitaban bajo el intenso sol. Cerca de allí se veía un alto muro de piedra, el límite más alejado del cementerio. Las lápidas eran delgadas y sólidas, con los bordes descarnados por el paso del tiempo. Algunas de ellas estaban tan oscurecidas por el musgo y el liquen que resultaba virtualmente imposible descifrar las inscripciones grabadas en la piedra. Un poco más allá, donde el sendero acababa cerca del muro de piedra, se alzaba el último mausoleo, de líneas muy sencillas. Una grieta dentada era claramente visible en la parte izquierda, como si en algún momento en el remoto pasado hubiese recibido el violento ataque de unos vándalos. La piedra antigua era tan áspera como las palmas de un carpintero. La raíz de un obstinado sauce llorón se había abierto camino hasta los cimientos, como si la propia naturaleza estuviese haciendo un esfuerzo por reclamar aquello que el hombre había buscado preservar.
En el mausoleo había una pequeña puerta de bronce oscuro y, encima de ella, un frontón de piedra, ancho e inclinado, oscurecido por los elementos y la lluvia ácida, una especie de triángulo en cuyo centro, oculto entre las sombras, podía leerse un nombre: Marcus.
Mientras ambos contemplaban la inscripción, Jenny dijo:
—Lo que probablemente no sepas es que ese cisma había sido anticipado, algunos sostienen que incluso profetizado, hacia el siglo XII por el abad Joaquín de Fiore. Fiore había escrito una serie de urgentes tratados apocalípticos que anunciaban una inminente era del Espíritu Santo, cuando la Iglesia sería reformada por dos órdenes religiosas, una de las cuales viviría en la pobreza apostólica. Entre 1247 y 1257, Giovanni Burelli de Parma era el ministro general de los inquietos franciscanos. Burelli fue depuesto de su cargo de manera sumaria porque estaba próximo a los espirituales, una secta de los franciscanos de cuyas filas saldrían finalmente los fundadores de la orden. Los espirituales eran seguidores de Joaquín de Fiore, cuyos escritos reflejaban precisamente su doctrina principal y sus quejas contra el resto de los franciscanos. En 1257, el papa ordenó a Giovanni de Parma que renunciara a su cargo y lo envió al exilio a Greccio.
Bravo asintió.
—Estoy familiarizado con esos hechos. A Giovanni de Parma lo enviaron a La Cerceri, la ermita franciscana en el monte Subasio, cerca de Asís. Y allí pasó el resto de su vida, encarcelado.
—O al menos eso fue lo que le dijeron al papa. —Jenny sacó una llave y la introdujo en la cerradura de la puerta de bronce—. Aquí es donde acaba tu conocimiento y comienza la historia secreta.
Jenny abrió la puerta y ella y Bravo entraron en el mausoleo. Los recibió una vaharada de moho en una atmósfera que parecía ser tan antigua como el propio mausoleo. Al principio, Bravo pensó que el interior estaba recubierto de mármol, pero una inspección más detenida le reveló que las paredes estaban enyesadas y luego pintadas con un diseño de imitación mármol que resultaba tan bello como ingenioso. Un par de puertas de bronce estaban colocadas a ras de la pared; ambas eran alargadas y estrechas para acomodar los ataúdes en cuyo interior descansaban los restos de los difuntos. A intervalos, justo por encima del nivel de la vista, había candelabros antiguos de hierro forjado colocados a lo largo de las paredes; algunos tenían luces, otros eran recipientes para flores, ya que de dos de ellos colgaban los restos encerrados en el cristal de margaritas y lirios como esqueletos en una casa encantada.
—En realidad, Giovanni de Parma nunca fue un prisionero —continuó Jenny mientras encendía las lámparas—. Resultó que varios de los frailes que estaban a cargo de La Cerceri eran espirituales. No sólo simpatizaban con Giovanni, sino que contribuyeron a que finalmente fuese elegido como
magister regens
de la orden, que ya entonces estaba reuniendo a sus seguidores secretos.
Bravo hizo un gesto con la mano que abarcó toda la estancia.
—Pero éste es un cementerio judío —señaló—, y el nombre de la familia que aparece en el frontón de este mausoleo es Marcus.
Jenny sonrió levemente, mostrando su dentadura fuerte y blanca.
—Giovanni de Parma tenía una hermana, Marcella. Ella se enamoró de un pintor llamado Paolo di Cione, pero no fue hasta después de su casamiento que él le confesó que era un judío italiano y que el apellido de su familia era Marcus.
Jenny apoyó la palma de la mano contra una de las paredes.
—Como puedes ver, Bravo, no fue solamente nuestra insistencia en la pobreza apostólica lo que provocó la ira del papa hasta el extremo de enviar a su ejército privado para que nos aniquilase. La orden poseía un secreto, un secreto tan importante, tan potencialmente peligroso, que sólo conocían su existencia los miembros de la Haute Cour.
»Piensa por un momento en la lógica de esa situación. La orden había hecho votos de pobreza y, por tanto, sus miembros no podían tener ninguna posesión material, como tenían los demás. ¿Cómo íbamos a sobrevivir entonces? Fue Marcella, la hermana de Giovanni de Parma, quien encontró la solución a este problema. Antes de ser depuesto de su cargo, el papa permitió que Giovanni eligiese a su sucesor. Él escogió a Bonaventura Fidanza. La creencia general era que Giovanni había elegido a ese maestro de la Universidad de París porque eran amigos, pero, en realidad, fue porque Marcella sabía que Bonaventura había violado su voto de castidad y tenía un hijo con una prima de Marcella. Ella le confió este secreto a su hermano y, a partir de entonces, la adquisición de ciertos secretos se convirtió en la moneda con la que la orden continuó su trabajo.