»Finalmente, como ya te he dicho, el escondite se convirtió en una letanía del mal en el mundo. Lo más importante que debemos tener en cuenta ahora es que, con el poder que nos conferían esos secretos, a menudo podíamos influir sobre reyes, comerciantes, príncipes, generales y, en ocasiones, si éramos muy listos y muy afortunados, el curso de la historia era alterado gracias a nuestras intervenciones. Protegíamos a aquellas personas que tenían conocimientos, a científicos y escritores, pensadores independientes muy avanzados para la época en la que habían nacido y quienes, de otro modo, habrían sido perseguidos, quemados en la hoguera, azotados públicamente o colgados en el patíbulo. Brindábamos cobijo a agitadores y personas que eran perseguidas por denunciar escándalos públicos para que pudiesen continuar exponiendo las obras de los políticos corruptos, revelando verdades difíciles de aceptar. Naturalmente, no siempre teníamos éxito, pero siempre dedicábamos nuestros mejores esfuerzos a trabajar por el bien de la humanidad. Aun así, nuestro trabajo nos convirtió en anatema para el Vaticano, que es un auténtico almacén de secretos, mentiras y represión.
Jenny tenía el rostro medio oculto por las sombras. Sus ojos grises eran muy grandes, y en ellos flotaban partículas del mismo color que las pecas que cubrían el puente de su nariz.
—Y entonces llegó a nuestro poder un objeto tan valioso que la Haute Cour se vio obligada a mover todo el escondite para protegerlo con múltiples medidas. Por tradición, dos hombres poseían la llave de este escondite y sabían dónde se encontraba: el
magister regens
y uno de los miembros de la Haute Cour a quien llamaban el custodio.
Varios mechones de pelo, que brillaban como el cobre encendido, se habían soltado de su coleta y habían caído sobre la curva de la mejilla, y ella los aseguró detrás de la oreja.
—El custodio es especial, Bravo, ahora más que nunca. No ha habido un
magister regens
durante décadas. La Haute Cour gobierna ahora la orden. El custodio es el portador oficial de la llave, pero había otro miembro de la Haute Cour utilizado como una especie de reserva, en caso de que algo le sucediera al custodio.
—Has dicho «había».
—El reserva era un hombre llamado Jon Molko. Fue el primero a quien los caballeros secuestraron y torturaron. Cuando comprendieron que no hablaría, lo mataron, pocos momentos antes de que tu padre lo encontrase.
—¿Qué ocurrió con la llave de Molko?
—No lo sabemos.
Bravo metió la mano en el bolsillo y acarició la extraña llave que su padre le había entregado hacía seis meses en París. La llave de su padre. Pero ¿qué se había hecho de la llave de Molko? ¿Estaba en poder de los caballeros de San Clemente?
—Nuestro escondite de los secretos —estaba diciendo Jenny—. Todo lo que nos mantiene fuertes, todo lo que nos mantendrá fuertes, está en manos del custodio. Esta enorme responsabilidad, esta terrible carga, fue transmitida de un custodio a otro a través de un proceso de selección muy meticuloso. —Asintió lentamente en una insinuación de cautela, y las luces rojizas oscilaron sobre su piel, cubriéndola con un resplandor que parecía tener cientos de años. Sus labios, de un púrpura brillante, estaban semiabiertos, y su voz, cuando continuó hablando, era jadeante—. Bravo, tu padre era el custodio de todos los secretos de la orden.
Era curioso, pero Donatella sólo se sentía en paz cuando estaba en un cementerio. Por esta razón, se había familiarizado con los camposantos de todas las ciudades a las que había viajado.
Washington, D. C., no era una excepción y, aunque en la ciudad y sus alrededores había un número inusual de cementerios, en un momento u otro los había explorado todos, de día y de noche, incluso con lluvia, nieve y niebla. Y, en verdad, no había ningún otro que conociera mejor que el Maimonides Cemetery. Hacía mucho tiempo que tenía la certeza de que un importante secreto guardado por los observantes gnósticos se encontraba en el mausoleo de los Marcus —la tumba del santificado fray Leoni, una piedra de toque personal para todos los miembros de la orden—, pero ni siquiera los dos últimos miembros de la Haute Cour que Rossi y ella habían liquidado habían sido capaces de confirmarlo. Una verdadera lástima, porque allanar esa tumba sería un terrible golpe psicológico del cual la orden jamás se recuperaría, Donatella estaba segura de ello.
Ahora, mientras comprendía adonde llevaba el guardián a Braverman Shaw, sintió que un leve temblor le recorría la columna vertebral, haciendo que se estremeciera. Rossi y ella avanzaban entre los mausoleos, en una línea más o menos paralela al sendero que habían transitado sus presas. Debían ser muy cautelosos, porque el guardián se estaba mostrando excepcionalmente vigilante y, aunque Rossi podía subestimarla inconscientemente, Donatella estaba decidida a no hacerlo.
Rossi no toleraba absolutamente nada que percibiese como un signo de debilidad. Su fe en Donatella era total —una curiosa anomalía en sus sentimientos hacia las mujeres—, y ella no tenía ninguna intención de darle el menor motivo para que dudase de esa fe.
Cuando vio que el guardián conducía a Braverman Shaw al interior del mausoleo de la familia Marcus, apenas si pudo contenerse. Como si percibiera su alto grado de excitación, Rossi se acercó a ella y, cogiéndola del antebrazo, le susurró en italiano:
—No te excederás, ¿verdad?
Sus ojos buscaron los de Donatella y la miraron fijamente, una mirada que encerraba todos los terribles incidentes de su pasado compartido, todo el dolor y la desesperación, toda la sangre derramada. Para Rossi, los ojos felinos de Donatella eran como un espejo en los que veía lo mejor de sí mismo, al tiempo que reconocía también lo peor.
—Tenemos órdenes y no podemos desviarnos de ellas, ¿de acuerdo?
Ella asintió, pero tenía la boca seca y sentía que el corazón le latía con fuerza en el cuello. Las puntas de los dedos apoyados en la carótida percibieron esos latidos como si fuesen un movimiento sísmico.
—Así es como te pones cuando estamos a punto de follar —dijo él con voz queda—. Tus ojos cambian de color, tus poros exudan un olor íntimo y sé que estás preparada. —Se inclinó sobre ella con las fosas nasales dilatadas mientras aspiraba profundamente—. ¿Lo ves? Pero aun así debo preguntarme qué cambios complejos se producen dentro de ti.
Sin decir nada, Donatella metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño bote color negro mate que sostuvo entre el pulgar y el índice como si fuese un prestidigitador. Rossi sonrió y apartó la mano de su antebrazo.
Con el arma preparada, Donatella se dirigió hacia lo que en ese momento era su máximo deseo.
«La fe es como un árbol del que brotan nuevas ramas en medio de una tormenta —había dicho Emma—. Existe un plan para nosotros, Bravo». ¿Tenía razón —se preguntaba él ahora—, o acaso no era más que un espejismo?
Pero no. Todo parecía indicar que, finalmente, Braverman estaba empezando a entender a su padre: ¿por qué Dexter lo había alentado a que estudiase religiones medievales?, ¿por qué se había sentido tan decepcionado cuando Bravo abandonó sus estudios? Y además estaba su antipatía hacia Jordan Muhlmann, a quien, ahora Bravo podía verlo con claridad, su padre había culpado por haber llevado a su hijo por mal camino. En el caso de Jordan, había sido un monumental malentendido, y Bravo deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo que su padre pudiese estar ahora junto a él para poder explicarle la naturaleza de su profunda y duradera amistad con Jordan.
—Dijiste que existe un secreto mayor que todos los demás —señaló Bravo—. ¿De qué se trata?
—No lo sé —respondió Jenny en un tono perfectamente sincero.
Bravo no la creía, pero quizá ella tenía una buena razón para mentirle. La cautela que existía entre los dos fluía en ambas direcciones.
—Aún no me has explicado por qué me has traído a este lugar. —Su tono cuidadosamente neutro era un intento de sonsacarle información—. Podrías haberme contado la historia de la orden en cualquier otro sitio.
—Es verdad. —Jenny deslizó las puntas de los dedos sobre las vetas de las paredes de mármol falso con la delicadeza indagatoria de un ladrón de cajas fuertes. El resto de su cuerpo, sin embargo, permanecía completamente inmóvil—. Pero está la cuestión de la iniciación.
—¿Iniciación?
—Felicidades. Acabas de convertirte en el ser humano más importante sobre la faz de la Tierra.
El la miró fijamente, incapaz por el momento de hablar o pensar con claridad.
Jenny se volvió hacia él, sus ojos claros y ligeramente elevados brillando a través de la penumbra de la antigua mampostería. Bravo pudo reconocer en su mirada, en la forma en que permanecía inmóvil, cierta complicidad. Sepultados juntos en la íntima calidez de la temperatura de la sangre, ambos parecían moverse de un modo sincronizado, regresando de una manera ritual no sólo a la historia legendaria de la orden, sino también a la conspiración de Dexter Shaw. Y, de pronto, las lágrimas brotaron de sus ojos porque, en un sentido gloriosamente real para él, su padre acababa de resucitar delante de sus narices.
Jenny inclinó la cabeza y los mechones de pelo volvieron a caer sobre su rostro, llameantes a la luz de las lámparas, rizándose contra el suave color moreno de su mejilla. Ella le cogió la mano en un intento de transmitirle su absoluta calma, supuso Bravo. Pero, en cambio, sintió una vibración de una intensidad tan extrema que le aceleró el pulso; fue consciente de su intención, como si, al igual que la joven del retrato que había en su casa, ella fuese una flecha en la cuerda tensa de un arco, a punto de ser lanzada.
—Hay muchas cosas que hacer y dudo de que tengamos el tiempo suficiente.
Como para subrayar sus palabras, se oyó un sonido hueco, desagradable y totalmente discordante, mientras un pequeño bote de color negro mate golpeaba contra el suelo de piedra y comenzaba a rodar en su dirección. Luego la puerta del mausoleo se cerró de golpe.
Bravo corrió hacia la salida, pero estaba herméticamente cerrada. Estaban atrapados. Un suave siseo le hizo volver la cabeza y vio el gas lacrimógeno que salía del bote, una pequeña nube tóxica que avanzaba hacia ellos.
D
ONATELLA y Rossi, los rostros cubiertos con máscaras antigás negras y plateadas que les conferían un aspecto terrorífico, irrumpieron a través de la puerta del mausoleo. Habían esperado tres minutos exactamente antes de colocarse las máscaras antigás. Luego habían empujado la pesada puerta. Con las armas preparadas, entraron rápidamente y tomaron posiciones en el interior del mausoleo, Rossi junto a la puerta, Donatella en la esquina oeste.
La atmósfera era la de un edificio después de un incendio. El gas, ahora dispersado, flotaba en filamentos brumosos como el
smog
industrial, oscureciendo el cielo raso. Sin embargo, no había ninguna duda de que eran las dos únicas personas vivas que ocupaban el mausoleo. Ambos se miraron. Incluso a través de los cristales de las máscaras antigás, pudieron percibir la ira y la preocupación en los ojos del otro.
—Están aquí —dijo Rossi con la voz ligeramente amortiguada.
Donatella recorrió la pared oeste del mausoleo, examinando las constelaciones de estrías del mármol falso.
—La orden es muy afecta a rutas de escape secretas. —Volvió la cabeza—. Ya sabes lo que debes hacer ahora.
Rossi, cerca de la puerta, estaba de pie bajo los últimos rayos rojizos del crepúsculo.
—Ahora que ha llegado el momento, me doy cuenta de que no quiero dejarte.
Ella alzó la pistola en su línea de visión y comenzó a golpear la pared con la culata.
—Estás perdiendo el tiempo.
Rossi gruñó levemente y desapareció a través de la puerta abierta.
—Ahora —dijo Donatella suavemente, mientras volvía a concentrarse en el problema que tenía entre manos—. ¿Dónde están mis pequeñas cucarachas?
Cuando el bote de gas chocó contra el suelo de piedra, Jenny y Bravo contuvieron la respiración. No obstante, sus ojos comenzaron a lagrimear y a escocerles, y la delicada mucosa de sus fosas nasales se inflamó dolorosamente. Jenny se volvió entonces hacia la puerta de la cripta inferior y, con los brazos completamente extendidos, apretó un par de tachones ocultos, prácticamente invisibles en el complejo dibujo de falsas vetas del mármol.
De inmediato, la pequeña puerta de bronce se abrió, revelando no el costado de caoba de un ataúd, sino un espacio de misteriosa oscuridad. En lo más profundo de sus pulmones, Bravo había comenzado a sentir un dolor punzante cuando su cuerpo exigió oxígeno. No creía que pudiesen aguantar mucho más sin respirar. Jenny, aparentemente, había llegado a la misma conclusión, porque hizo un gesto hacia la abertura. Bravo entró a través de ella tratando de no golpearse la cabeza. Había levantado la mano para palpar la superficie del techo bajo, luchando contra la claustrofobia, cuando sintió que Jenny entraba detrás de él, obligándolo a adentrarse más en el nicho. A través de una breve aureola de luz, él alcanzó a ver que los dedos de la chica tocaban algo y la pesada puerta de la cripta volvió a cerrarse. Este movimiento fue acompañado de un sonido peculiar, como el aire que escapa de un neumático pinchado y, con una renovada sensación de claustrofobia, Bravo se dio cuenta de que se había activado un mecanismo de cierre hermético destinado a preservar los restos mortales de los seres queridos allí enterrados. Acto seguido, mientras el pánico comenzaba ya a apoderarse de él, vio la cara de Jenny cuando ella encendió una pequeña linterna. Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro ovalado. Y entonces lo entendió: ese cierre hermético los protegería del gas lacrimógeno. No importaba cuán saturado estuviese el interior del mausoleo, el gas no podría llegar hasta allí.
De pronto, ambos se sobresaltaron al oír los golpes que procedían del otro lado de la puerta del ataúd. Bravo sintió que el sudor brotaba a chorros de sus poros, pero su boca estaba anormalmente seca. Y entonces recordó las palabras de su padre cuando le contó los aterradores momentos que había pasado justo antes de la desesperada retirada de la embajada en Nairobi: «Estaba completamente empapado en sudor pero, curiosamente, tenía la boca seca. El miedo hace esas cosas, Bravo. Y yo me sentía aliviado, algo que te parecerá incluso más curioso, pero la verdad es que aquellos que no tienen miedo acaban muertos».