—Pensé que me había dado la llave del apartamento, pero no abre.
—No se preocupe por eso.
El supervisor sacó un manojo de llaves y, buscando entre ellas, insertó una en la cerradura y abrió la puerta. Luego retrocedió para que Bravo entrase.
—Tengo que quedarme aquí mientras usted echa un vistazo —dijo—. Son las normas del edificio. Supongo que lo entiende.
Bravo le respondió que lo entendía perfectamente, pero cuando entró en el apartamento se dio cuenta de que no entendía absolutamente nada. El piso estaba vacío. Mientras lo recorría, mirando en las habitaciones y los armarios, no encontró ni rastro de muebles o ropa, nada que indicase que el apartamento hubiera estado ocupado alguna vez.
Bravo, aturdido, se volvió hacia el supervisor.
—No lo entiendo. ¿Dónde están todas las pertenencias de mi padre?
Manny frunció los labios. El hombre olía a tabaco y a sudor.
—Pensé que usted lo sabía. Hace días que ellos se llevaron todo lo que había en el apartamento.
—¿Ellos? —Bravo sacudió la cabeza—. ¿Quiénes son «ellos»?
El supervisor se encogió de hombros.
—El Departamento de Estado, hombres del gobierno. Me enseñaron sus credenciales y todo eso. ¿Estaba buscando algo en particular?
Bravo negó con la cabeza, incapaz de hablar. Toda la vida de su padre, ¿adonde había ido?
El supervisor lo miró casi furtivamente con una expresión de lástima y dijo que, después de todo, pensaba que en ese momento no habría problema si Bravo se quedaba a solas en el apartamento. Él se lo agradeció y el hombre se marchó.
Bravo cerró los ojos, respirando profundamente como si intentase encontrar algún rastro persistente de su padre en el apartamento vacío. Luego los abrió de golpe y volvió a recorrer las habitaciones, revisando los cajones y los armarios de la cocina y el cuarto de baño. No sólo se habían llevado lo que había en su interior, sino que el apartamento había sido objeto de una cuidadosa limpieza. Había sido higienizado. En una ocasión había oído ese término en boca de su padre cuando tuvieron que abandonar la embajada en Nairobi hacía muchos años.
Sacó el teléfono móvil y llamó a la oficina de su padre en el Departamento de Estado. Después de varios minutos de espera le pasaron con Ted Coffey, un analista de alto rango que su padre le había presentado una vez.
—Hola, Braverman, lo siento mucho. ¿Cómo estás?
—Supongo que tan bien como puede esperarse —dijo Bravo.
—¿Y Emma?
—También.
—Todos lo echamos de menos, pero nadie más que yo. Dexter era un veterano aquí. Más de veinte años en el tajo, apenas si puedo creer lo que ha pasado. Honestamente, no sé qué voy a hacer ahora sin sus conocimientos y su experiencia. Ese maldito cerebro analítico que tenía no puede ser reemplazado, y aquí todos lo saben.
—Gracias, Ted. Tus palabras significan mucho para mí. —Bravo caminó hasta el centro de la habitación, girando lentamente hasta describir un amplio círculo—. Escucha, Ted, ¿qué han hecho con todas las pertenencias de mi padre?
Hubo una pausa.
—No entiendo.
—Bueno, en este momento me encuentro en su apartamento de Foggy Bottom, y está completamente vacío. Se lo han llevado todo y lo han dejado limpio como una patena.
—No fuimos nosotros, Braverman.
—El supervisor me ha dicho que vinieron unos tíos del gobierno. Vio sus credenciales.
—No importa lo que te haya dicho el supervisor —dijo Ted Coffey—. Nadie autorizó que se retirasen las pertenencias del apartamento de Dexter, y eso es un hecho. Va contra la estricta política del departamento en esa materia.
Bravo permaneció inmóvil un momento en el apartamento silencioso y vacío. Trató de imaginarse en vano a su padre viviendo en ese lugar. Le agradeció a Coffey sus condolencias y el tiempo que le había dedicado y cortó la comunicación.
Miró la llave Medeco que tenía en la mano, al tiempo que recurría a su prodigiosa memoria para recrear nuevamente la conversación que había mantenido con su padre aquel día en el neblinoso barrio parisino. ¿Qué era lo que había dicho su padre exactamente? Ah, sí: «Si ocurre algo, coge la llave que te di y ve a mi apartamento». Él nunca dijo que ésa fuese la llave del apartamento. Bravo la hizo girar una y otra vez entre sus dedos, mientras la luz arrancaba reflejos en sus facetas torneadas. ¿Qué había querido decirle, entonces?
Suponiendo que hubiese querido que Bravo fuese a su apartamento si algo le sucedía, ¿por qué no había nada allí? Volvió a sentir ese peculiar hormigueo entre los omóplatos. ¿Acaso era una advertencia de alguna clase? Bravo recordó a la pareja que estaba frente al banco y que lo vigilaba discretamente. ¿Qué querían de él?
Mientras esos pensamientos daban vueltas por su cabeza, no dejaba de estudiar la llave, y de pronto le pareció ver algo brillante en lo que antes no había reparado. Se acercó a la luz de la ventana y vio que en ella habían grabado una retahíla de dieciséis letras diminutas. No parecían tener sentido, y sin duda formaban una palabra desconocida. Bravo se preguntó cuál podía ser su significado.
De pronto, un escalofrío familiar lo recorrió de pies a cabeza. Estaba pensando en los grandes juegos a los que su padre y él jugaban —los mensajes codificados que Dexter dejaba para él—, y que volvían loca a su madre porque sólo ellos dos podían leerlos.
Era un código básico de sustitución numérica que necesitaba ser desarrollado porque algunas de las letras eran empleadas para decirte qué letras debían sustituirse por las que estaban escritas. Bravo sacó una libreta y un bolígrafo, apuntó la secuencia de letras, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el radiador y comenzó a trabajar. Lo que hubiese desconcertado a un criptógrafo se extendía ante él como una fotocopia. Al cabo de cinco minutos había descifrado el código, y lo que aparecía ante él era una sola palabra: «pasarela».
Naturalmente, Bravo sabía lo que era una pasarela, pero no tenía ni idea de lo que quería decir su padre con esa palabra o por qué se había molestado en codificarla. La luz del sol, filtrándose a través de los cristales sucios, trazaba dibujos repetidos a través del suelo de parquet y las paredes desnudas, realzando tristemente la absoluta vacuidad del espacio, que había sido limpiado escrupulosamente de cualquier vestigio de la presencia de Dexter Shaw.
Mientras Bravo realizaba una última inspección del apartamento, rebuscó en su memoria algún ejemplo con la palabra «pasarela», pero no recordaba que su padre la hubiese utilizado alguna vez. Abandonar el apartamento le resultó más difícil de lo que había imaginado. Recordó con dolorosa claridad la enfermedad de su madre y se sintió como se había sentido cada vez que la dejaba en su lecho de muerte en el hospital: desconsolado por el hecho de que ella fuese prisionera de su enfermedad, por la traición de su propio cuerpo, cuando él estaba sano y era libre de salir al aire nocturno, fresco e iluminado por las luces de neón.
Al llegar al ascensor, se detuvo y se volvió para mirar la puerta del apartamento. Si sólo pudiese acceder a su interior y extraer lo que fuese que quedara de su padre.
Cuando atravesaba el vestíbulo le preguntó al conserje una dirección de un cibercafé, el más cercano de los cuales resultó estar en la calle Diecisiete Oeste, aproximadamente a medio camino entre Dupont Circle y Scott Circle. Llamó un taxi y esperó en la atmósfera fresca del vestíbulo hasta que el coche se detuvo junto al bordillo.
Diez minutos más tarde estaba sentado ante una pantalla de ordenador, un café con hielo y un bocadillo de rosbif junto al codo derecho. Buscó «pasarela», pero obtuvo tantos resultados que se dio cuenta de que debía estrechar los criterios de su búsqueda.
Mientras comía la mitad de su bocadillo consideró las posibilidades. Seguir el principio de su padre de esconderse a plena vista no funcionaba con ese problema, porque Dexter Shaw se había esforzado para codificar la palabra. ¿Por qué lo haría? Bravo frunció el ceño con expresión concentrada. Ya no saboreaba el bocadillo, ya no oía el suave murmullo de las voces de las personas que lo rodeaban; había entrado en ese extraordinario mundo privado que su padre había observado en él incluso cuando era pequeño. Todo su ser estaba dirigido a descifrar el rompecabezas que tenía delante. Y, en medio del silencio de su concentración, algo se iluminó en su cabeza. Si su padre había ocultado la palabra, entonces «pasarela» era algo bien conocido, algo que estaba a la vista. Bravo alzó la cabeza. Sabía que estaba en lo cierto, su padre simplemente había aplicado su máxima «escondido a la vista» de una manera diferente.
Apartando lo que quedaba del bocadillo, Bravo volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador, sus dedos volando encima del teclado. En uno de los muchos sitios de Washington, D. C., tecleó «pasarela». Lo que apareció en la pantalla lo sorprendió. Pasarela era el nombre de un puerto deportivo que se encontraba a tiro de piedra del monumento a Washington y el Capitolio.
En las oficinas del puerto deportivo, un veterano entrecano con un cigarrillo colgando entre sus labios exangües le dijo que no había ninguna embarcación registrada a nombre de Dexter Shaw ni de nadie que se apellidara de esa forma.
Bravo le dio las gracias y echó a andar en dirección al agua y los embarcaderos. El día estaba bañado por el resplandor de una niebla que reducía el espectro visible de luz, emparejándolo todo con los colores apagados de vieja ropa lavada. Respiró el olor mineral, intenso, casi putrefacto del agua mientras pasaba junto a los barcos amarrados. Aún no sabía qué era lo que buscaba, pero allí debía de haber algo, puesto que el mensaje de su padre así se lo indicaba. Entonces, en el tercer amarre, vio un Cobalt 343 azul oscuro y blanco de unos once o doce metros de eslora. El nombre,
Steffi
, estaba grabado en letras doradas sobre una plancha metálica en la popa del barco. Steffi, el nombre cariñoso que su padre utilizaba con la madre de Bravo. Se quedó muy quieto, su postura tensa y vigilante. Podía tratarse de una coincidencia, pero él estaba seguro de que no. Bravo no creía en las coincidencias.
Miró nuevamente la misteriosa llave Medeco. Cuanto más pensaba en ello, más probable le parecía que su padre nunca habría conservado un barco registrado a su nombre, especialmente si tenía en cuenta lo ocurrido con la pertenencias de su apartamento después de su muerte. Ese barco significaba algo, sospechaba, algo de vital importancia; de otro modo, Dexter jamás lo habría llamado
Steffi
, para luego esconderlo de tal forma que sólo su hijo fuese capaz de encontrarlo.
De pronto, el puerto deportivo pareció descolorido mientras el perfil de la ciudad retrocedía hacia alguna otra realidad. Estaba solo en el amarre de madera, sintiendo el último vestigio de su padre que había estado buscando en vano en el apartamento. A través de ese barco se había establecido finalmente una conexión, una especie de cordón umbilical que lo acercaba aún más a él.
Fue con esta sensibilidad profundamente alterada que Bravo subió a bordo del
Steffi
. Ahora buscaba pistas, esa parte de su padre que permanecía después de su muerte: un elaborado conjunto de pistas y códigos que lo guiarían —sólo a él— hasta lo que su padre quería que supiera. Hizo una pausa, considerando esta idea por un momento. ¿Y si había otros que también buscaban aquello que Dexter quería que su hijo encontrase, otros de los que recelaba, a los que incluso temía? Bravo pensó en la pareja rubia, los zapatos inadecuados del hombre, la sonrisa felina de la mujer que ahora se le antojaba siniestra, un gesto que no indicaba seducción, sino un secreto que ella conocía y él ignoraba.
Volvió a experimentar ese peculiar hormigueo entre los omóplatos y, con un extraño presentimiento, miró a su alrededor, de pronto temeroso de que su distracción pudiese conducir a un súbito desastre. ¿Y si ellos estaban allí, si habían estado vigilándolo mientras se encontraba en Nueva York? Pero no, no vio a nadie sospechoso en los alrededores. El puerto deportivo estaba tranquilo y en silencio, virtualmente desierto. Cualquiera que estuviese espiándolo habría quedado al descubierto de inmediato. Y, sin embargo, mientras miraba más allá del puerto, vio edificios de muchos pisos cuyas filas de ventanas estaban directamente frente a él. Detrás de cualquiera de ellas podría haber alguien con un telescopio o unos poderosos binoculares registrando cada uno de sus movimientos.
Con un intenso e incómodo estremecimiento provocado por esa idea, Bravo se volvió y, con resignación y determinación a partes iguales, se concentró en lo que debía hacer a continuación. Comenzó su búsqueda por la cabina de alta tecnología con su área de descanso de color crema, el compartimento de almacenaje, la proa y las partes adyacentes, pero no encontró nada. Al regresar por la banda de cubierta descubrió la puerta de un compartimento situada justo a la izquierda de la rueda del timón, debajo del conjunto de instrumentos de navegación. En el centro de la puerta había una cerradura Medeco. Con el corazón latiendo aceleradamente, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. La puerta se abrió.
En el interior encontró una libreta de direcciones con los bordes ajados, un par de gemelos de oro en forma de cubos, un pin de solapa esmaltado con la bandera norteamericana, un par de gafas, dos paquetes de cigarrillos y un encendedor Zippo de acero pavonado. Eso era todo. Cogió esa colección de artículos cotidianos y regresó a la cabina, donde cortó ambos paquetes de cigarrillos por los bordes y volcó su contenido sobre la mesa. Pero, para su decepción, sólo encontró cigarrillos. Decidió abrirlos uno por uno y buscó cuidadosamente entre el tabaco, aunque no obtuvo ningún resultado.
Luego sostuvo los gemelos en la palma de la mano como si pudiese sentir en su considerable peso la persistente presencia de su padre. Abrió el Zippo, lo encendió y la llama se extinguió un instante después. Su visión se tornó borrosa al mirar a través de las gafas. No se trataba de cristales de aumento que se pudiesen comprar en cualquier óptica o tienda, sino que eran gafas recetadas.
Las sostuvo con el brazo extendido y expresión pensativa porque, que él supiera, Dexter Shaw tenía una vista perfecta y jamás había necesitado gafas.
Pero tal vez estaba equivocado, tal vez ésa fuese otra de las cosas que su padre le había ocultado. Sólo había una manera de saberlo. Buscó entre las páginas de la libreta de direcciones, encontró el número de teléfono del oftalmólogo de Dexter y lo llamó. En ese momento estaba ocupado con un paciente, pero cuando Bravo le dijo a la recepcionista quién era, ella buscó la ficha de Dexter Shaw.