Bravo levantó su cabeza de nueve años con sus inquisitivos ojos azules y el pelo enmarañado.
—¿Dónde he cometido el error?
—No se trata de una cuestión de cometer errores. —Dexter Shaw se arrodilló a su lado—. Escúchame, Bravo. Lo que quiero que hagas es que uses la mente y el cuerpo. Sólo las actividades intelectuales te llevarán lejos en la vida, porque todas las grandes lecciones de la vida implican una pérdida. —Echó un vistazo al rompecabezas que había colocado delante de su hijo—. Un «error» es algo mecánico, una manera equivocada de actuar, de maniobrar, de pensar. Un error es algo superficial. Pero debajo de la superficie (donde se manifiesta la pérdida) es donde debes comenzar.
Aunque Bravo no entendió todas las palabras que su padre había empleado, no se le escaparon su significado y tampoco su intención. «Manifiesta», pensó, dándole vueltas a la palabra en su cabeza. Era extraña y hermosa, como una joya que había visto una vez en el escaparate de una tienda, brillante, facetada, profundamente coloreada y, de alguna manera, misteriosa. Podía sentir la intención de su padre como algo vivo, tan palpable e íntimo como un latido del corazón. Sabía lo que Dexter quería para él y, naturalmente, él también lo quería.
«Yo quiero manifestarme algún día», pensó mientras ponía toda la mente y el alma en la solución del rompecabezas que su brillante padre había creado para él.
Un dolor intenso le atravesó el cuerpo, amenazando con llevarlo muy lejos, y Bravo luchó contra esa sensación, luchó con todas sus fuerzas. Más que cualquier otra cosa en el mundo, él quería estar junto a su padre, completar el rompecabezas porque los rompecabezas unen a padres e hijos de una manera muy privada y misteriosa. Pero otro espasmo de dolor nubló su visión y el rostro de su padre osciló como el mercurio, perdiéndose en medio de una neblina de voces que se habían congregado inmediatamente a su alrededor como una bandada de cuervos…
—Por fin. Está volviendo en sí.
—Ya era hora.
Bravo oía esas voces como si lo hiciera a través de una pared de algodón. Alcanzaba a oler una colonia masculina mezclada con una fragancia dulce y nauseabunda. Comenzó a tener arcadas, sintió unas manos fuertes sobre él, quiso sacudírselas de encima, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Tenía serios problemas para hilvanar dos pensamientos juntos, como si ya no quisiera pensar.
Al abrir los ojos vio dos formas borrosas. A medida que su visión se fue aclarando lentamente, las formas se definieron como dos hombres que estaban de pie junto a él. El mayor de los dos era delgado. Tenía la piel muy oscura y rasgos indios; llevaba una chaqueta blanca: un médico. El otro, quizá diez años más joven, tenía el rostro tan arrugado como su traje. Bravo notó que la chaqueta tenía un puño raído. El fuerte olor a colonia emanaba de él en oleadas.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el médico con un leve acento musical. Había ladeado la cabeza, como uno de esos cuervos que Bravo había imaginado. Sus ojos de color negro café estudiaban las lecturas electrónicas que titilaban encima de la cabeza de Bravo—. Señor Shaw, por favor, si puede oírme diga algo.
La invocación de su apellido llegó como un jarro de agua fría.
—¿Dónde estoy?
La voz le sonó pastosa y extraña a sus oídos.
—En el hospital St. Vincent —dijo el médico—. Tiene algunas heridas profundas, contusiones, quemaduras y, por supuesto, una conmoción. Pero ha tenido mucha suerte y no tiene nada roto ni ningún órgano dañado.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
El médico miró su reloj.
—Hace casi dos días que lo trajeron.
—¡Dos días! —Bravo se llevó una mano a la oreja, pero la mano oscura y delgada del médico se lo impidió—. Todo suena como amortiguado… y oigo una especie de timbre…
—Su proximidad a la explosión le provocó una pérdida temporal de la audición —dijo el médico—. Le aseguro que se trata de una reacción perfectamente normal. Me alivia que haya recobrado el conocimiento. No me importa confesarle que nos ha tenido bastante preocupados.
—Esa maldita puerta le salvó la vida, señor Shaw, eso es un hecho —dijo el hombre más joven con un marcado acento de Nueva York.
Y entonces todo volvió de golpe, la carrera por la acera, la gastada escalera de piedra caliza, un sonido terrible, y después… nada. En un instante todo pareció plano, inanimado. Sentía un vacío por dentro, como si mientras permanecía inconsciente una mano hubiese pasado a través de piel y tejidos para sacarle las entrañas.
El médico arrugó la frente.
—Señor Shaw, ¿me ha oído? He dicho que dentro de un par de días habrá recuperado completamente la audición.
—Sí, lo he oído. —En realidad, Bravo había recibido esa noticia con una ecuanimidad rayana en el estoicismo—. ¿Y mi padre?
—Él no lo consiguió —dijo el tío del traje—. Lamento su pérdida.
Bravo cerró los ojos. La habitación comenzó a dar vueltas, y parecía tener problemas para respirar.
—Se lo advertí. Es demasiado pronto —dijo el médico desde alguna parte por encima de su cabeza. Luego Bravo notó una sensación de calor y placidez que lo invadía—. Relájese, señor Shaw —dijo el médico—. Sólo le he inyectado una dosis de Valium.
Sin embargo, luchó contra ello: el Valium y las lágrimas que le quemaban los párpados, lágrimas que corrían por sus mejillas, humillándolo delante de aquellos desconocidos.
—No quiero relajarme. —Tenía que saber…—. Mi hermana. ¿Emma está viva?
—Está en la habitación al final del corredor.
El tío del traje había sacado una libreta y un bolígrafo. Nada de agenda electrónica.
—No debe preocuparse por ella. No debe preocuparse por nada —añadió el médico con voz suave.
—Necesito estar unos minutos a solas con él —dijo el tío del traje en tono brusco. A ello siguió un pequeño altercado, que se desarrolló en el borde de la conciencia de Bravo y del que finalmente salió victorioso el tío del traje.
Cuando volvió a abrir los ojos, el tipo lo estaba mirando con sus ojos marrones y acuosos, ligeramente enrojecidos en los bordes. La caspa le cubría los hombros de la chaqueta como las cenizas de un incendio. O de una explosión.
—Soy el detective Splayne, señor Shaw. —Le enseñó una placa de identificación—. Departamento de Policía de Nueva York.
Al otro lado de la puerta se había iniciado una conversación; una de las voces sonaba vieja y quejumbrosa. El chirrido de unas ruedas de goma la alejó por el corredor. Bravo resistió el silencio mortal todo el tiempo que pudo.
—¿Está seguro? ¿No hay ninguna posibilidad de error?
El detective sacó dos fotografías y se las mostró a Bravo.
—Me temo que recibió el impacto de lleno —dijo con voz queda.
Bravo miró a su padre, o lo que quedaba de él, tendido sobre el suelo de lajas. La segunda foto, insoportablemente simple y, por tanto, repugnante, era un primer plano de su cara. Las imágenes parecían irreales, como algo sacado de una horrible travesura de Halloween. Bravo se sintió casi enfermo de tristeza y desesperación. Su visión se nubló y, de manera espontánea, las lágrimas volvieron a bañarle las mejillas.
—Lo siento, pero tengo que preguntárselo. ¿Es su padre? ¿Dexter Shaw?
—Sí. —Le llevó mucho tiempo decirlo y, cuando lo hizo, le ardía la garganta como si hubiese estado llorando durante horas.
Splayne asintió, guardó las fotos nuevamente en el bolsillo de la chaqueta, se levantó y se acercó a la ventana, silencioso como un centinela.
Bravo se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Cómo… cómo está Emma?
Se dio cuenta de que casi no se atrevía a preguntarlo.
—El médico dice que está fuera de peligro.
Las palabras de Splayne lo tranquilizaron momentáneamente, pero el recuerdo de la muerte de su padre regresó con violencia a su mente, borrando todo lo demás. Reparó brevemente en los arañazos que había en las patas de una silla, cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, Splayne estaba sentado junto a la cama, mirándolo, paciente como un gato.
—Sé que esto es muy difícil para usted, señor Shaw —dijo el detective—, pero es un testigo presencial.
—¿Qué hay de mi hermana?
—Ya se lo he dicho.
—«Fuera de peligro». ¿Qué significa eso?
Splayne suspiró mientras pasaba una enorme mano por la deteriorada fachada de su cara.
—Por favor, dígame qué es lo que recuerda.
Estaba sentado con los hombros encorvados, concentrando toda su atención en el hombre que yacía en la cama del hospital.
—Cuando usted me diga cuál es el estado de Emma.
—Joder, es usted imposible. —Splayne suspiró—. De acuerdo, está ciega.
Bravo sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Ciega?
—Los médicos han hecho todo lo que han podido. Dicen que debería recuperar la vista antes de una o dos semanas, o la ceguera será permanente.
—Oh, Dios mío.
—¿Lo ve?, esto era lo que trataba de evitar. —Splayne se inclinó hacia adelante—. No irá a desmayarse, ¿verdad?
Con unos dedos que parecían pinzas de acero, Splayne hizo girar el rostro de Bravo en su dirección y lo miró duramente a los ojos. Tenía un ligero reborde de piel sobre el ojo izquierdo, como si algo terrible le hubiera ocurrido en ese lado de la cara. Bravo captó la vehemencia del detective y eso le permitió regresar del límite del pánico y la desesperación. Su padre muerto, Emma ciega, todo en un suspiro. Era demasiado, no podía aceptar que fuese verdad. Allí fuera debía de existir otra realidad —una en la que su padre hubiera conseguido sobrevivir a la explosión, donde Emma no hubiera perdido la vista—, ojalá pudiese encontrarla.
—Señor Shaw, necesito que me diga lo que ocurrió. Es muy importante, ¿de acuerdo?
—Sí —dijo Bravo en un susurro agudo—. Lo entiendo.
Le contó al detective lo mejor que pudo todo lo que recordaba de la breve cadena de acontecimientos inmediatamente anteriores a la explosión.
Una vez que hubo terminado el relato, el detective lo miró.
—Para serle sincero, no esperaba mucho más que eso.
—Entonces, ¿por qué era tan importante que hablase conmigo?
—Tengo que cerrar este caso, de otro modo, el papeleo me perseguirá como una perra en celo.
Bravo sintió una nueva oleada de ira.
—¿Sabe cuál fue la causa de la explosión?
—Una fuga de gas en el sótano. Era un edificio muy viejo, y quizá el sistema de calefacción necesitara una reparación. El Departamento de Bomberos ya está allí. —El bolígrafo del detective Splayne quedó suspendido en el aire—. Una cosa más, ¿quién es Jordan… —un rápido vistazo a sus notas— Muhlmann? Ha estado llamando dos veces al día para preguntar por su estado.
—Es mi jefe y también mi amigo.
—Eso fue lo que me dijo. Muy bien. ¿Algo más?
Bravo negó con la cabeza.
—Entonces mi trabajo aquí ha terminado. —Con una expresión que daba a entender que para él el caso estaba cerrado, Splayne cerró su libreta de notas—. Le deseo buena suerte, señor Shaw.
—¿Eso es todo? ¿Aquí es donde termina la investigación?
Splayne se encogió de hombros.
—A decir verdad, señor Shaw, es donde acaban la mayoría de las investigaciones. Ésta es una gran ciudad, con millones de personas que caminan en las sombras, huyendo de la luz, arrastrándose por las alcantarillas como gusanos. Es a esos gusanos a los que debo dedicar mi tiempo, un día sí y otro también. Este caso es limpio y reluciente comparado con la mierda con la que me encuentro casi todas las semanas. Lo juro, es suficiente para revolverle las entrañas, para convertir a un optimista irreductible en un cínico. —Se levantó de la silla—. Como ya le he dicho, lamento su pérdida, pero debo regresar a donde realmente me necesitan.
Bravo, luchando aún contra los efectos sedantes del Valium, se volvió de lado en la cama. Había una pregunta que quería hacer. ¿Qué era?
—Espere un minuto, ¿ha hablado usted con mi hermana?
Pero Splayne va se había marchado.
Bravo permaneció tendido de espaldas mientras la cabeza le daba vueltas. En el momento en que cerró los ojos, su padre reapareció.
«Todas las grandes lecciones de la vida implican una pérdida —dijo Dexter Shaw, y apoyó la mano sobre la frente húmeda de su hijo—. No olvides lo que te acabo de enseñar».
Con un gruñido, Bravo se quitó el gota a gota de Valium del brazo y todos los tubos que lo conectaban a los monitores. Se sentó e hizo girar las piernas por encima del borde de la alta cama. Sintió el suelo frío como el hielo bajo los pies desnudos, y cuando apoyó todo el peso del cuerpo en ellos tuvo que cogerse de las sábanas para no caerse. Su corazón latía con fuerza y sentía las piernas como si los huesos y los músculos se hubiesen disuelto durante las terribles cuarenta y ocho horas en las que había estado inconsciente.
Tuvo que arrastrar los pies lentamente para atravesar la habitación y llegar a la puerta y, cuando la abrió, se encontró con la expresión severa de una enfermera que empezó a cloquear como una monja ofendida.
—¿Qué es lo que ha hecho, señor Shaw? —Tenía la nariz ancha, la barbilla firme y la piel color café con leche—. Vuelva a la cama ahora mismo.
La enfermera había extendido el brazo para ayudarlo a dar media vuelta, pero Bravo se lo impidió.
—Quiero ver a mi hermana.
—Me temo que eso es impo…
—Ahora.
Bravo le sostuvo la mirada durante tanto tiempo que ella supo que no iba a ceder.
—Mírese, está débil como un recién nacido, ni siquiera puede caminar.
Pero Bravo seguía mirándola fijamente. Por último, capitulando, la enfermera buscó una silla de ruedas y la colocó detrás de él. Bravo se sentó y ella comenzó a empujar la silla hacia el final del corredor.
Cuando llegaron a la puerta de la habitación de Emma, Bravo levantó una mano.
—No quiero entrar así. Deje que camine.
La enfermera suspiró.
—En su estado actual, ella no notará la diferencia, señor Shaw.
—Tal vez no —repuso él—, pero iré caminando de todos modos.
Se incorporó apoyándose en los brazos de la silla de ruedas. La enfermera se quedó mirándolo con los brazos cruzados sobre el pecho mientras Bravo se cogía del vano de la puerta y entraba lentamente en la habitación de su hermana.
Emma, reclinada en la cama, tenía un aspecto alarmante. No sólo sus ojos, sino toda la parte superior del rostro estaba cubierto por un grueso vendaje. Se sentó en el borde de la cama, sudando de un modo inquietante debajo de la bata. El corazón le latía con tanta fuerza que amenazaba con abrirse paso a través de la caja torácica.