Su cuerpo chocó contra una maraña de grandes raíces que sobresalían de la ladera del risco y casi todo el aire escapó de sus pulmones. Aun así, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para cogerse de las raíces. Jadeando, se balanceó en el aire, mareado y a punto de vomitar, una caída de mil metros abriéndose debajo de sus pies. Allí, en el fondo, la larga línea de caballeros seguía su marcha hacia el monasterio. La sangre brotaba de la herida y el dolor le atravesaba el brazo hasta el hombro. Intentó alzarse y sólo consiguió que la herida se le abriese un poco más. Era sólo cuestión de tiempo antes de que la sangre, que ahora fluía más libremente, gotease y delatase su presencia al enemigo.
Comenzó a rezar, aferrándose al núcleo esencial de su ser. Pero aunque su alma le hablaba a Dios, en un momento determinado no pudo sino percatarse de que el enorme árbol descuajado que estaba junto al borde del risco empezaba a rodar como si tuviese vida propia, lentamente al principio, luego más de prisa, hasta que se precipitó hacia el fondo del barranco, entre gritos de dolor y confusión, sobre las columnas del enemigo.
Desde las alturas, tragó con dificultad y observó atónito el caos que se extendía entre las filas de los caballeros.
—Es una intervención divina —susurró.
—En cierto modo.
Alzó la vista, los ojos nublados por el sudor y la tierra roja de Sumela, buscando el origen de esa voz. Al principio estaba seguro de que era el propio san Francisco, que había acudido en su ayuda. Luego el llamativo rostro se aclaró ante sus ojos.
—Fray Leoni —susurró fray Martin—. Gracias a Dios.
El nombre de fray Leoni le hacía justicia, ya que el monje poseía un rostro leonino coronado por una mata de pelo rizado y negro como la brea. De este marco turbulento, los sorprendentes ojos azules asomaban como el sol a través de un manto de nubes de tormenta.
—De prisa, mientras aún reine la confusión en el enemigo. No hay tiempo que perder.
La poderosa mano de fray Leoni, cubierta de musgo y trozos de corteza, cogió la suya con fuerza y lo alzó hasta el borde del risco.
El monasterio de Sumela parecía haber sido excavado en el lecho de roca en el que se asentaba, un diente aserrado en el Karadaglar, las Montañas Negras que había entre Armenia y Trebisonda.
—La flota veneciana ha sido obligada a retirarse por el sultán Murat II y su armada otomana —dijo fray Próspero mientras se dirigía a los monjes que se encontraban sentados alrededor de la gran mesa de madera oscura en el refectorio del monasterio con la preocupación pintada en sus rostros.
—En cualquier momento, Trebisonda será atacada. No importa lo bien situada que esté; en esta ocasión, la Ciudad Dorada caerá y, luego, la pestilencia otomana derribará la puerta de Sumela.
—Tenemos un desastre más inmediato ante nuestras narices.
Los monjes de la Orden de los Observantes Gnósticos se volvieron como un solo hombre para mirar a la figura con las ropas ensangrentadas que llenaba el vano de la puerta. Por encima de sus cabezas tonsuradas, el techo abovedado se arqueaba como los musculosos hombros de un guerrero gigante.
Fray Próspero,
magister regens
de la orden, alzó una mano con la palma hacia arriba en el tradicional gesto de bienvenida, pero sus grandes ojos negros transmitían un mensaje bien diferente. No le gustaba que lo interrumpiesen y menos aún que lo contradijeran.
—Entrad, fray Leoni, y, por favor, iluminadnos. —El
magister regens
mostró los dientes—. ¿Qué desastre podría ser peor que los salvajes turcos arrasando nuestra precaria isla, el bastión de Cristo en la costa de Levante?
Fray Leoni avanzó unos pasos, acompañando al herido fray Martin. Dos de los monjes se levantaron rápidamente y lo llevaron a la enfermería.
—¿Qué es esto? —dijo fray Próspero—. ¿Qué ha pasado?
—Nos atacan —explicó fray Leoni—. Los caballeros de San Clemente nos han encontrado. Desembarcaron en secreto en Sinope hace cinco noches. El grueso de sus fuerzas está a menos de una hora de aquí.
Este comentario provocó un significativo cruce de miradas entre fray Leoni y el
magister regens
, pero ninguno de los dos dijo lo que pensaba en ese momento.
En cambio, fray Próspero suspiró.
—No hay duda de que nuestros peores temores se han hecho realidad. La sed de poder temporal que caracteriza a este papa lo ha llevado a crear la Orden de los Caballeros de San Clemente, su propio ejército privado para aplastar a todos aquellos que se opusieran a los deseos de la Santa Sede. Hace tres semanas, los caballeros recibieron de manos de un mensajero un comunicado firmado por el papa en el que les ordenaba que destruyesen nuestra orden. —Fray Próspero era un hombre corpulento, con un rostro redondo y encarnado como un girasol, y los ojos negros y astutos de un inquisidor. Poseía una rica voz de barítono que llegaba con inusual facilidad hasta los rincones más alejados del refectorio—. Nuestras enseñanzas nos han enfrentado anteriormente al papa. Pero ahora un concilio vaticano ha juzgado que lo que nosotros predicamos es una blasfemia herética, y nos ha condenado como un peligro para la autoridad papal. Hemos sido señalados como una orden que debe ser erradicada, ¿y quién mejor para llevar a cabo ese trabajo que los llamados soldados de Cristo del papa, los caballeros de San Clemente de la Sangre Sagrada?
Los monjes se miraron entre sí con el miedo y la preocupación patentes en sus rostros.
En la estrecha frente de fray Sento aparecieron unas profundas arrugas.
—¿Por qué no fuimos informados antes de ese vil edicto?
—¿Qué bien podría haber significado, aparte de sembrar las semillas del pánico? —contestó el
magister regens
.
Fray Sento se puso en pie, inclinándose hacia adelante con el cuerpo tenso y los puños cerrados y apoyados sobre la mesa.
—Podríamos dar a conocer el Testamento al mundo —dijo—, y de ese modo revelar la falsedad de este papa enfermo de poder.
Ante la mención del Testamento, un ominoso manto de silencio cayó sobre todos los presentes. Las sombras que reptaban a través de las ventanas que miraban al oeste atenuaban lentamente el fuego del sol poniente.
Evaluando la situación en un instante, fray Leoni avanzó unos pasos y, antes de que el contagio de fray Sento pudiera extenderse, dijo:
—¿Acaso no habíamos puesto fin a esa cuestión? ¿Quién, salvo el clero y un puñado de eruditos, puede siquiera leerlo? El poder y la influencia de la Iglesia son demasiado ingentes como para que nuestro descubrimiento resulte inmediatamente creíble, menos aún aceptado como evangelio. No, seríamos denostados, expulsados, lapidados hasta la muerte por los fieles. Y el propio Testamento caería en manos de nuestros enemigos en el seno de la Iglesia, quienes lo destruirían en lugar de conocer su verdad. Además, no es nuestro deber y tampoco nuestro deseo derribar la institución a la que hemos ofrecido nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestras almas.
Fray Sento, con el ceño aún fruncido, cruzó los brazos sobre el pecho. Sabía que fray Leoni tenía razón, pero no podía ver más allá de su creciente temor para reconocerlo.
Ahora quien se puso en pie fue el
magister regens
.
—Bien dicho, fray Leoni, gracias. El enemigo se encuentra prácticamente sobre nosotros. Ahora debemos concentrarnos en la cuestión práctica de nuestra defensa. El hecho es que nos hemos estado entrenando para este momento a diario desde que llegamos a Sumela. ¿Creéis que podríamos estar mejor preparados para lo inevitable? —Miró fijamente a fray Sento y añadió—: ¿Hay alguien aquí que no esté de acuerdo con mis palabras?
Fray Sento bajó la mirada y descruzó lentamente los brazos. Con otra mirada furtiva a fray Próspero, fray Leoni ocupó respetuosamente su lugar en la mesa.
—Todos sospechábamos que el papa encontraría finalmente una manera de dirigir su poder contra nosotros —dijo fray Kent. Era un monje que lucía una gran papada, más alto que todos sus hermanos, con un humor vivo e ingenioso, y siempre dispuesto a ayudar a los demás—. Ahora, el momento de nuestra mayor prueba ha llegado, y es más imperativo que nunca que actuemos como una sola mente, un solo corazón fuerte.
El
magister regens
asintió levemente mientras miraba en torno de la mesa con su expresión más severa.
—Confío en que puedo esperar que todos y cada uno de vosotros sabrá cumplir con vuestras obligaciones y defender los principios de nuestra orden.
Todos los monjes reunidos en el refectorio asintieron al unísono, la voz de fray Senio uniéndose a la de fray Kent y los demás. Luego, el
magister regens
abrió los brazos y, cuando todos se pusieron en pie como un solo hombre, comunicó formalmente sus obligaciones:
—Hay valentía en todos nuestros corazones y la fe enciende nuestras almas. Nosotros, que hemos sido elegidos por san Francisco para ser su voz eterna en la Tierra, para hacer cumplir su voluntad durante las futuras generaciones, ahora reunimos nuestros fuertes brazos. Aunque se hayan formado las nubes de tormenta de la guerra, aunque nuestro enemigo nos ha elegido y encontrado, ahora nos preparamos para la batalla. Ocupad las almenas en los muros del sur y el este, las escaleras y los patios que se han convertido en nuestro hogar. Volcad sobre nuestros enemigos el justo castigo por su injustificable agresión. ¡Hoy es un día rojo, un día perverso, un día de tristeza y dolor! ¡Correrá la sangre y se perderán muchas vidas! ¡Y antes de que acabe la jornada, tanto el cielo como el infierno recibirán su ración de almas!
Una gran explosión de júbilo se extendió por la amplia habitación antes de que los monjes la abandonasen rápidamente. Como había dicho fray Próspero, sus monjes habían sido bien entrenados y exhaustivamente adiestrados. Sin embargo, tan pronto como se hubo quedado solo con fray Leoni, dijo con un tono de voz teñido de una angustia que no había permitido que el resto de los monjes percibiese:
—Ellos lo saben.
—Eso me temo —asintió fray Leoni—. De alguna manera, los caballeros de San Clemente han conseguido penetrar la orden.
El
magister regens
parecía agobiado.
—No sólo la orden. La Haute Cour, el círculo interno, de la que vos y yo formamos parte.
El enorme hogar, en el que incluso fray Kent podía entrar sin necesidad de agachar la cabeza, se veía negro y sombrío. El suelo de piedra era duro e implacable debajo de sus pies calzados con sandalias. Ambos miraron la mesa del refectorio, ahora casi vacía, como si fuese un hermano derribado por una enfermedad fulminante y a quien probablemente nunca volverían a ver. Fray Próspero se sentía tan embargado por la emoción que tuvo que apoyar los puños sobre la mesa para poder levantarse. Se acercó a fray Leoni y ambos abandonaron el refectorio, cerrando la sólida y pesada puerta tras de sí.
En aquella época, el monasterio de Sumela estaba dividido en tres partes. La sección inferior estaba construida alrededor de un gran patio central, y debajo había una enorme cisterna donde el acueducto vaciaba sus aguas. La sección intermedia, cuya mitad occidental habitaba la orden, incluía la cocina, la biblioteca, las capillas y las habitaciones destinadas a los huéspedes. Dominando estas dos plantas se encontraba la Iglesia de Piedra con su sagrado icono de la Virgen María.
Juntos, los dos miembros de la Haute Cour se alejaron por el corredor, subieron un empinado tramo de escalones de piedra y, a través de una estrecha puerta de madera provista de una gran cerradura de hierro, accedieron a las murallas. Ambos aspiraron con fuerza los intensos aromas que arrastraba el aire de la montaña, acompañados de la llegada de la noche y el acero y, por tanto, de la guerra. Pronto llegaron a su objetivo y, atisbando a través de una abertura en la ladera de la montaña, envuelta por frondosas enredaderas, pudieron ver la profunda garganta en cuya cima se alzaba Sumela, en su nido de águilas escarpado y dentado. En el horizonte, mucho más allá de donde alcanzaba la vista, se extendía el gran botín de Trebisonda, que había atraído de manera irresistible a griegos, genoveses, florentinos y venecianos, el nexo comercial entre Oriente y Occidente, donde las caravanas de camellos procedentes de las tierras interiores de Armenia, desde la remota Tabriz, descargaban sus mercancías para ser transbordadas hacia los almacenes de Europa. El desfiladero aún se veía desierto, pero era sólo cuestión de tiempo que se llenase con las huestes de los caballeros de San Clemente de la Sangre Sagrada.
—De modo que ni siquiera aquí estamos a salvo de ellos —dijo fray Leoni—. Podéis ver la codicia de la humanidad, fray Próspero. Guardamos demasiados secretos y son demasiado valiosos. El hombre es venal, corruptible y, por tanto, ruin y despreciable, porque cae en el pecado con mucha facilidad.
—Ésas no son las enseñanzas de san Francisco —repuso fray Próspero.
—Nuestro fundador vivió en una época diferente —dijo fray Leoni con amargura—. O estaba ciego.
—¡No toleraré la blasfemia! —exclamó el
magister regens
.
—Si la verdad es blasfema, que así sea. —Fray Leoni miró fijamente a los ojos a fray Próspero—. El papa cree que predicamos la blasfemia, pero ¿qué es la verdad sino lo que vemos con nuestros ojos? La religión, al igual que la filosofía, es algo vivo. Si no se permite que cambie con los tiempos, se calcificará y, seguramente, llegará a convertirse en algo irrelevante.
Fray Próspero desvió la mirada y se mordió el labio para no decir nada de lo que seguramente se arrepentiría más tarde.
—Para volver al tema que nos ocupa —dijo fray Leoni—, vos sabéis tan bien como yo que no podemos permitir que nuestros secretos caigan en manos de nuestros enemigos. —Abrió la mano—. Yo guardaré vuestra llave.
Una fugaz expresión de alguna emoción oscura —miedo, o tal vez duda— alteró las facciones del
magister regens
.
—¿Es eso lo que pensáis de nuestras posibilidades?
Los ojos de fray Leoni se clavaron en los de fray Próspero.
—¿Me haréis regurgitar las reglas de nuestra orden? En tiempos de crisis debe nombrarse un solo custodio. —Un silencio breve e incómodo los envolvió a ambos. Una ráfaga de viento helado se elevó desde las cenizas del sol crepuscular, soplando a través del desfiladero como si tuviese miedo de lo que se escondía tras él en la progresiva oscuridad. Fray Leoni sabía que no había contestado a la pregunta de fray Próspero—. Ellos nos superan claramente en número y, puesto que el papa tiene acceso prácticamente a todo, parece razonable suponer que están mejor equipados de lo que nosotros jamás estaremos. Éstas son simples exigencias de la guerra y pueden ser superadas con la proporción adecuada de inteligencia y la estrategia correcta. Y, por supuesto, contamos con esta fortaleza de piedra para que actúe como nuestro sólido bastión.