Jenny comprendió ahora que estaba sola, aislada de la orden que la había traicionado. Ella nunca había sido un elemento valioso para ellos, sino simplemente un arreglo entre amigos. En su estado actual, incluso podía sentir odio hacia Dexter por interferir, por haberla tratado como un objeto y no como a un ser humano. Él la había vendido como a una esclava del mismo modo en que los padres de Arcángela la habían vendido a ella. La orden o el convento de monjas, ¿qué importaba? Arcángela y ella estaban prisioneras en jaulas que habían sido cuidadosa e ingeniosamente fabricadas por los hombres. La diferencia entre ambas era que Arcángela había ideado una manera de escapar de la suya.
De pronto, Jenny se sobresaltó. Zorzi y sus guardianes se habían puesto en movimiento acercándose a la iglesia, formando una ola concertada y controlada, todas las entradas y salidas cubiertas, bloqueadas y, finalmente, usadas. Ella esperó hasta el último segundo, hasta que sólo quedó un guardián a punto de atravesar la puerta. Entonces se acercó en silencio, le atizó con fuerza en los riñones y, cuando el hombre reaccionó, golpeó su cabeza contra la fachada de piedra de la iglesia. Se puso rápidamente su manto, cogió su pistola y luego, como si fuese una gota de mercurio, se deslizó al interior de la iglesia.
Por el rabillo del ojo, Bravo vio que algo se movía, y Rule, que poseía un mecanismo de defensa propio de un animal, percibió el inminente peligro.
—Está aquí —dijo Rule—. Zorzi.
Bravo empujó al padre Damaskinos detrás de la madera oscura de los bancos de las mujeres y le dijo, con voz baja pero firme, en griego antiguo:
—No se mueva de aquí, bajo ninguna circunstancia, ¿me ha entendido?
El sacerdote asintió y luego, cuando Rule y él estaban a punto de darse media vuelta, vio la SIG Sauer en la mano de Bravo. El padre Damaskinos se llevó la mano a la espalda, sacó una pistola de debajo de su sotana y se la tendió a Rule con la culata por delante.
—Incluso aquí hay momentos en los que uno necesita protección —susurró.
Rule asintió brevemente, un gesto que a Bravo le recordó un saludo militar, un reconocimiento codificado que un soldado ofrece a otro.
—Que Dios os acompañe —dijo el padre Damaskinos.
Rule agitó la pistola.
—Dios no tiene nada que ver en esto —repuso.
Luego él y Bravo se alejaron gateando por detrás de los bancos. Desde esa posición privilegiada pudieron ver a sus enemigos que se arrastraban como gusanos: Paolo Zorzi y cuatro guardianes. Pero ellos sabían que había muchos más —debía de haber más— en otras partes de la iglesia y que no podían ver.
—No te harán daño o, al menos, tratarán de evitarlo —dijo Rule con gesto sombrío—. En cuanto a mí, estaré muerto en un abrir y cerrar de ojos si permito que me tenga a tiro.
—Entonces tendremos que asegurarnos de que no te tengan a tiro —dijo Bravo.
Rule se echó a reír en silencio y revolvió el pelo de Bravo como solía hacerlo cuando ambos eran mucho más jóvenes.
—Esto es lo que más admiro de ti, Bravo. Tu absoluta lealtad es un cambio refrescante para mí.
—¿Estás diciendo que la lealtad no tiene lugar en el Voire Dei?
—Nunca te diría eso —dijo Rule seriamente—. Nunca.
—Nunca —le había dicho Camille—. No debes interferir.
Damon Cornadoro era un centinela oculto entre las menguantes sombras que aún se movían alrededor de la iglesia de los griegos, semiabandonada y sin valor alguno para él ni para nadie que conociera. Cornadoro no estaba hecho para ser un observador; sus habilidades se aprovechaban mejor en la acción. Y, mientras observaba a los guardianes que avanzaban hacia la parte posterior y los costados de la iglesia, decidió ignorar la orden expresa de Camille.
Él sabía muy bien que el final estaba cerca y no permitiría que todo terminase sin su participación. El entraba en acción, si es que pensaba en ello, porque le gustaba; la tentación del derramamiento de sangre le resultaba irresistible. Pero existía otra razón oculta más allá de su comprensión. Su desobediencia deliberada nacía de la mirada que había visto en los ojos de Camille cuando recibió la llamada de Anthony Rule. Cornadoro había podido percibir la conexión que había entre ambos, incluso velada por la electrónica inalámbrica. Pudo ver el leve temblor en la mano de Camille que sostenía el teléfono, el rubor sexual que tiñó sus mejillas. Pero lo peor de todo había sido ver al propio Rule en los ojos de ella. Camile estaba mirando a Cornadoro, pero en realidad era a Rule a quien veía.
Y por eso se movió, la furia y el despecho animando cada movimiento, cada decisión. No hizo ningún ruido en la penumbra de la iglesia, acercándose a cada uno de los guardianes sin ser detectado. Uno a uno fue dejándolos fuera de combate con una asombrosa economía de movimientos, pero con un terrible exceso de dolor. No vio sus rostros, tampoco se preocupó por verlos; en sus ojos sólo había una persona. Cornadoro poseía la mirada fija de una máquina de matar y nada podía detenerlo.
Es decir, hasta que sintió un toque familiar en el brazo y, al volverse, se encontró mirando a los ojos de ella.
—La escalera es la clave —dijo Rule—. Es nuestra salida.
Bravo asintió. La escalera de caracol que llevaba a los bancos de la mujeres era estrecha. El crujido de uno de sus peldaños de madera oculto detrás de una pared curva hizo que se detuviesen en seco.
Los ojos de Rule se abrieron como platos mientras señalaba con el dedo hacia abajo, antes de hacerse un ovillo y lanzarse rodando por la escalera. Bravo entendió el plan y lo siguió con la SIG Sauer preparada. Oyó un gruñido de sorpresa cuando Rule chocó contra otro cuerpo, y él saltó alrededor de la pared. Vio al guardián que se tambaleaba hacia atrás y golpeó al hombre en el costado de la cabeza con la culata de la pistola. El guardián se derrumbó casi encima de Rule, que lo apartó y se puso en pie.
—Bien hecho —susurró.
—He visto a cuatro de ellos, además de a Zorzi —dijo Bravo.
—Ahora quedan tres y Zorzi. Pero es de este último de quien debo preocuparme. —Hicieron un alto detrás de una pared para recuperar el aliento y planear la táctica—. Siempre he creído que la mejor estrategia es la última que piensa el enemigo. Ellos son superiores en número y creen que tienen el factor sorpresa a su favor. Zorzi no puede evitar pensar que nos ha puesto a la defensiva. Por tanto, pasaremos a la ofensiva. Lo acecharemos, y sólo a él, del mismo modo que él ha estado acechándonos a nosotros. ¿Qué me dices?
¿Qué podía decirle Bravo? Rule era mayor, con una experiencia de campo mucho mayor y un récord inmaculado de haber salido indemne de las situaciones tácticas más peligrosas. Además, lo que le estaba proponiendo tenía sentido: a Bravo nunca le había gustado tener la sensación de que estuvieran pisándole los talones.
—Adelante —dijo.
Rule asintió.
—Iremos juntos a todas partes. Somos un equipo, ¿entendido? Nada de largarse súbitamente solo, nada de actos heroicos… eso lo echaría todo a perder.
A continuación ambos salieron de detrás de la pared, se agacharon y reptaron como escarabajos hasta llegar a una gran columna. En ese momento, Bravo se percató de que la poca gente que había en la iglesia había sido evacuada. El campo estaba listo para que diera comienzo la batalla.
Bravo vio entonces a otro guardián que aparecía desde detrás de una columna, a unos veinte metros de ellos. Miraba directamente al frente, no en su dirección. Rule lo cogió del hombro cuando estaba a punto de moverse.
—Una manera excelente de reducir nuestra desventaja, eso es lo que estás pensando, ¿verdad? —susurró Rule en su oído—. Pero eso es precisamente lo que Zorzi quiere que pensemos. Ese hombre es un señuelo, un medio para que nos dejemos ver. —Señaló en la dirección opuesta—. Recuerda: vamos a por Zorzi; él es la clave. Una vez que lo tengamos, la batalla estará ganada.
Como había ordenado Rule, se movieron en tándem, de prisa y con cautela. Ahora el sol ya se encontraba lo bastante alto en el cielo como para que su luz se filtrase a través de las ventanas, creando zonas de brillante color en el suelo y las paredes. Las propias ventanas resultaban invisibles salvo como un resplandor blanco. Como resultado de ello, las sombras en el interior de la nave eran tan oscuras y profundas como si fuese medianoche.
—Buscamos a dos hombres juntos —dijo Rule mientras atravesaban la circunferencia del interior—. En estas situaciones, Zorzi siempre tiene a un guardián que le protege las espaldas.
—Muy listo.
—No, no lo es —repuso Rule—. Es previsible y, por tanto, un riesgo para él. —Señaló hacia adelante—. Pero a nosotros nos da una pequeña ventaja.
Bravo vio las dos figuras y sintió que una oleada de odio crecía en su interior. ¿Quién sabía cuánta información confidencial les había suministrado Zorzi a los caballeros, cuántas muertes tenía a sus espaldas, incluido el asesinato de Dexter Shaw? Bravo apretó los dientes con furia.
Estaba tan alterado que cuando Rule le dijo «Tú ocúpate del guardián, yo me encargaré de Zorzi», estuvo a punto de contestarle: «No, quiero a Zorzi para mí». Pero luego recuperó su yo disciplinado. Ahora que estaban tan cerca de vencer todas las dificultades a las que habían tenido que enfrentarse, no quería por nada del mundo echarlo todo a perder.
Dieron un rodeo hasta encontrarse en el lado izquierdo de Zorzi y su guardaespaldas. Podían ver a Zorzi que hablaba con tono urgente por su teléfono móvil, sin duda volviendo a distribuir a sus hombres mientras recorrían el interior de la iglesia. El guardián que lo acompañaba vigilaba su espalda. Sin duda habían encontrado al tipo que Bravo había dejado inconsciente y sus nervios, ya de por sí tensos, habían comenzado a vibrar.
Había menos de tres metros de distancia hasta el enemigo y, con Zorzi concentrado en el movimiento de sus guardianes, nunca tendrían una oportunidad mejor. Bravo y Rule se abalanzaron entonces sobre los dos hombres. Bravo hundió el puño en las costillas del guardián y luego hizo intervenir la culata de su SIG Sauer. El tipo se dio media vuelta y obligó a Bravo a hacer lo mismo. Luego golpeó a Bravo con la rodilla en el plexo solar y lo cogió del pelo, levantándole la cabeza y haciéndolo girar.
Después de eso todo sucedió muy de prisa. Por el rabillo del ojo, Bravo vio que otros dos guardianes corrían hacia él. Uno de ellos lo apuntó con una arma y, aunque pareciese improbable, el otro le golpeó la mano, haciendo caer la pistola, y luego lo derribó. Sus ojos, nublados por el golpe recibido en el estómago, podrían haberle fallado por un instante, o bien podría haber estado sujeto a un espejismo como aquellos que se formaban a veces en la laguna.
Un momento después estaba trabado en combate con su guardián, que lo mantenía de rodillas. Bravo extendió el brazo y tiró de su enemigo hacia abajo, sirviéndose del impulso del guardián cuando lanzaba un golpe contra su cabeza. El tipo, sorprendido, cayó patas arriba y Bravo aprovechó para cogerlo por las orejas y golpear su cabeza contra el suelo. Se levantó jadeando y vio que Rule tenía un brazo alrededor del cuello de Zorzi. Ya lo tenía, habían ganado la batalla. Parecía que Zorzi, en cierto modo, se había rendido porque había visto a Bravo. Su boca empezó a moverse, las palabras salían atropelladamente, apenas comprensibles. A pesar de su cautela, Bravo comenzó a acercarse para poder oír lo que el traidor tenía que decir en el momento de su derrota.
Pero Rule había sacado la pistola que le había dado el padre Damaskinos y ahora, mientras Bravo miraba, le disparó tres veces en el pecho. Los ojos de Zorzi se abrieron desmesuradamente y su cuerpo trastabilló hacia atrás. Sus ojos, sin embargo, seguían fijos en Bravo y seguía hablando, pero ahora su boca estaba llena de sangre, había sangre por todas partes y ya no quedaba ninguna palabra que pronunciar.
Con un brillo de triunfo en los ojos, Rule estaba volviéndose después de haber echado un último vistazo al cuerpo sin vida de Paolo Zorzi cuando se oyó otro disparo. Rule se volvió violentamente. Un chorro de sangre brotó de él al ser alcanzado por un segundo disparo y cayó en brazos de Bravo como si fuese Ícaro, que se había arriesgado demasiado y ahora caía desde el cielo.
Detrás de Rule llegó el guardián a quien Bravo había visto antes por el rabillo del ojo. La figura era más pequeña que las demás y cuando se quitó la capucha de su hábito, Bravo vio el rostro de Jenny. Tenía una arma en la mano; Jenny había disparado contra el tío Tony.
Bravo podía sentir el peso de Rule contra su cuerpo, temblando, haciendo un esfuerzo por respirar, algo que resultaba muy extraño porque estaba muy caliente, caliente y húmedo, nunca tan vivo como ahora estaba en medio de las convulsiones.
—Bravo, tienes que escucharme —dijo Jenny.
El olor a cobre de la sangre fresca saturó las fosas nasales de Bravo. El tío Tony estaba en sus brazos, jadeando, escupiendo sangre, agonizando, y un velo rojo le oscureció el pensamiento y la razón. Levantó la SIG Sauer.
—No quiero escuchar tus mentiras.
—Te estoy pidiendo que escuches la verdad…
—La verdad es que has matado al tío Tony. ¿También fuiste tú quien colocó la bomba que mató a mi padre?
—Oh, Bravo, sabes que eso no es cierto.
—¿Lo sé? Me siento como si no supiera absolutamente nada… acerca de ti, de la orden, del Voire Dei.
—Acabé con uno de ellos. —Jenny señaló un guardián caído—. Maté a uno para protegerte.
Bravo la apuntó con la pistola.
—No te creo.
—Dios mío, ¿como puedo convencerte?
—Embustera. Ni siquiera lo intentes.
Jenny se mordió el labio porque era una embustera. Le había mentido desde el momento en que él llamó a la puerta de su casa, y desde entonces no había dejado de hacerlo, y ahora la verdad se había vuelto tan incendiaria que Jenny supo que había perdido su oportunidad con Bravo.
La joven sintió su fracaso como un peso insoportable y dejó caer la pistola.
—Nunca me dispararías así, te conozco. —Estiró la mano—. Deja al menos que te ayude a recostarlo en el suelo.
—¡No te acerques! —gritó—. Si das un paso más te dispararé.
Era como si las palabras salieran de su boca como gotas de sangre. Su rostro estaba pálido y transido de dolor.
—De acuerdo, Bravo, de acuerdo. Pero debes saber que yo no maté al padre Mosto. Me tendieron una trampa.
—¿Con tu propio cuchillo?