No cayó. El gatillo no recorrió los últimos milímetros. Tenía puesto el seguro.
—Joder —susurró Jude, y bajó el arma, temblando desesperadamente. Usó el pulgar para volver a bajar el percutor. Cuando éste estuvo en su lugar, arrojó el arma lejos de sí.
Golpeó con fuerza el escritorio. Georgia se estremeció al oír el inesperado y violento sonido de los golpes y gritó suavemente. Pero su mirada siguió fija en algún punto indeterminado y lejano, en la oscuridad que tenía delante de sí.
Jude se volvió, buscando el fantasma de Craddock. No había nadie a su lado. La habitación estaba vacía. Allí no había nadie más que él y Georgia. Regresó junto a ella y la cogió por la blanca y delgada muñeca.
—Levántate —dijo—. Vamos. Debemos irnos. Ahora mismo. No sé adonde iremos, pero hay que marcharse de aquí. Nos vamos a algún lugar donde haya muchas personas y luces brillantes, y allí trataremos de resolver todo esto. ¿Me escuchas? —Ya no podía recordar el razonamiento que hasta ese momento le había impulsado a quedarse. La lógica se había ido al traste.
—No ha terminado con nosotros, esto no ha acabado —dijo ella. Su voz era un susurro estremecedor.
Jude tiró de ella, pero la chica no se incorporó. Su cuerpo se quedó rígido en el sillón. Se mostraba poco cooperativa. Seguía sin mirarlo. En realidad, no miraba a ninguna parte. Sólo enfocaba la vista directamente adelante.
—Vamonos —insistió—. Mientras haya tiempo.
—No hay más tiempo. Se acabó el tiempo —replicó ella.
El televisor se encendió otra vez.
Se emitía el telediario vespertino. Bill Beutel, que había comenzado su carrera periodística cuando el asesinato del archiduque Fernando había sido la principal noticia del día, estaba sentado rígidamente detrás de la mesa del plato. Su cara era algo así como una red de arrugas, una telaraña que partía de los alrededores de los ojos y de las esquinas de la boca. Tales rasgos concordaban con su expresión de pesar. Con la palabra, con el tono, con los gestos que decían que otra vez llegaban malas noticias de Oriente Próximo, o que un autobús escolar se había salido de la carretera interestatal, había volcado y habían muerto todos los pasajeros, o que, en el sur, un tornado se había tragado un camping y a su paso había dejado un terrible rastro de caravanas destrozadas y cuerpos mutilados.
«Según diversas fuentes, no hay ningún superviviente. Les daremos toda la información a medida que los hechos vayan conociéndose —dijo Beutel. Volvió la cabeza ligeramente, y el reflejo de la pantalla azul del teleapuntador rebotó por un momento en los cristales de sus gafas bifocales antes de pasar a otro suceso—. A última hora de esta tarde, el departamento del sheriff del condado de Dutchess ha confirmado que Judas Coyne, el popular cantante del grupo Jude's Hammer, presuntamente ha disparado a su novia, Marybeth Stacy Kimball, que ha resultado muerta, antes de volver el arma contra sí mismo y quitarse la vida».
En la pantalla se vio luego la granja de Jude, recortada contra un cielo blancuzco, neutro, sin rasgos característicos. Los vehículos de la policía estaban aparcados de manera desordenada en la rotonda de entrada, y una ambulancia había retrocedido casi hasta la puerta de la oficina de Danny.
Beutel continuó hablando sobre las imágenes: «La policía ha comenzado a reconstruir los pasos dados en los últimos días por Coyne. Algunas declaraciones de quienes lo conocían sugieren que estaba dando muestras de estar perturbado y preocupado por su propia salud mental».
Las imágenes mostraban ahora a los perros en su caseta. Estaban echados de lado sobre el césped corto y duro. Ninguno de los dos se movía y tenían las patas y los cuerpos rígidos. Parecían muertos. Jude se puso tenso al verlos. Le resultaba un espectáculo horrible, insoportable. Quiso apartar la mirada, pero parecía que no podía desviar los ojos.
«Los agentes de policía también creen que Coyne ha tenido algo que ver en la muerte de su asistente personal, Daniel Wooten, de treinta años, quien ha sido hallado muerto en su residencia de Woodstock esta mañana temprano. Aparentemente, también se trata de un suicidio».
Tras mostrar a los perros, la cámara pasó a enfocar a dos enfermeros, uno a cada lado de una pesada bolsa de plástico azul, para cadáveres. Georgia hizo un ruido suave y triste con la garganta cuando vio que uno de ellos subía a la ambulancia caminando hacia atrás y levantando un extremo de la bolsa.
Beutel empezó a hablar de la carrera de Jude, y las imágenes mostraron material de archivo en el que se veía al cantante en escena, en Houston, en un espectáculo de hacía seis o siete años. En aquella ocasión Jude llevaba vaqueros muy oscuros y botas negras con puntas de acero; tenía el pecho descubierto, el torso brillante de sudor, el abundante pelo pegado sobre la piel y el abdomen subía y bajaba por la respiración alterada. Un mar de cien mil personas semidesnudas apareció debajo de él. Era una desordenada marea de puños levantados, oleadas humanas que iban de un lado a otro, siguiendo el caótico ritmo del vientre del astro.
Dizzy ya estaba muriéndose en los días del concierto de Houston, aunque en aquel momento casi nadie, salvo Jude, lo sabía. Pobre Dizzy, con su adicción a la heroína y su sida. Tocaban espalda contra espalda, la cabellera rubia de Dizzy en su cara, con el viento empujándola contra su boca. Aquél había sido el último año que la banda había estado unida. Dizzy murió, luego falleció Jerome y todo terminó.
En las imágenes de archivo estaban tocando la canción que daba título al álbum, Put you
in yer place
, un éxito postrero de su grupo, la última canción realmente buena que Jude había escrito. Al oír aquella batería, una furiosa explosión lo sacudió, liberándolo de la extraña fuerza que parecía mantenerlo atado a la televisión. Aquello había sido real. Lo de Houston había ocurrido, aquel concierto se había celebrado de verdad. La multitud envolvente y enloquecida abajo, la frenética corriente de música fluyendo a su alrededor. Era real, había ocurrido, y lo demás era...
—Tonterías —exclamó Jude, y con el pulgar apretó el botón rojo. El televisor se apagó otra vez.
—No es verdad —gimió Georgia. Su voz era apenas algo más que un susurro—. No es verdad, ¿a que no? ¿Nosotros..., tú...? ¿Va a pasarnos eso?
—No —respondió Jude.
Y el televisor volvió a encenderse. Bill Beutel estaba otra vez allí sentado, detrás de la mesa del plato del informativo, con un montón de papeles en las manos, frente a la cámara. Seguía hablando: «Sí. Ambos estaréis muertos. Los muertos arrastran a los vivos. Tú cogerás el arma y ella tratará de escapar, pero la alcanzarás y la...».
Jude volvió a desconectar el aparato y luego arrojó el mando a distancia contra la pantalla del televisor. Se acercó, apoyó un pie sobre la pantalla y empujó con todas sus fuerzas, haciéndola caer por la parte posterior del mueble, que estaba separado de la pared. El aparato impactó contra el tabique y algo brilló. Fue una especie de luz blanca, como la producida por un flash. La pantalla plana desapareció en el espacio que quedaba tras el mueble y produjo un ruido de plástico aplastado, breve, eléctrico, rodeado de chispas. Duró apenas un momento. Otro día como ése y no iba a quedar nada sin romper en la casa.
Se volvió y comprobó que el muerto estaba detrás de la silla de Georgia. El fantasma de Craddock tenía las manos sobre el respaldo, como si fuera a sostenerle la cabeza. Los garabatos negros bailaban y brillaban delante de los ojos del anciano.
Georgia no intentó moverse ni mirar. Permanecía tan quieta como alguien que se enfrenta a una serpiente venenosa, sin decidirse a hacer ningún movimiento, ni siquiera respirar, por miedo a ser atacado.
—No has venido a por ella —dijo Jude. Mientras hablaba, iba caminando hacia la izquierda, rodeando la habitación en dirección a la puerta que daba al pasillo—. Ella no es tu objetivo.
En un momento las manos de Craddock sostenían delicadamente la cabeza de Georgia. En el instante siguiente, su brazo derecho se alzó y se estiró.
Alrededor del muerto, el tiempo saltaba como un DVD defectuoso, con la imagen pasando erráticamente de un momento a otro, sin transición alguna. La cadena de oro cayó de su mano derecha, que estaba levantada. La navaja, como una luna creciente, relució en su extremo. El filo de la hoja era un poco iridiscente. Recordaba a un arco iris reflejado en una mancha de aceite sobre el agua.
—Es hora de irse, Jude.
—Pues vete —respondió Jude.
—Si quieres que me vaya, sólo tienes que escuchar mi voz. Tienes que escuchar atentamente. Tienes que ser como una radio, y mi voz es la estación emisora. Después de anochecer es agradable oír la radio. Si quieres que esto termine, debes escuchar lo más atentamente que puedas. Has de anhelar que termine con todo tu corazón. ¿Quieres que termine?
Jude apretó la mandíbula hasta casi hacerse daño en los dientes. No iba a responder. Sin saber por qué, presentía que cometería un error si daba alguna respuesta. Pero de pronto se encontró asintiendo lentamente con la cabeza.
—¿No quieres escuchar atentamente? Sé que sí lo deseas. Lo sé. Escucha. Puedes silenciar a todo el mundo y oír nada más que mi voz. Porque estás escuchando atentamente.
Jude continuó asintiendo con la cabeza, moviéndola lentamente arriba y abajo, mientras a su alrededor todos los demás ruidos de la habitación iban desapareciendo. Jude ni siquiera se había dado cuenta de la existencia de esos otros ruidos hasta que desaparecieron. El sordo rugido del motor en marcha, el delicado resoplar de Georgia, cuyos gemidos acompañaban la fuerte respiración de Jude. Sus oídos zumbaron ante la completa y repentina ausencia de ruidos, como si los tímpanos hubieran sido neutralizados de pronto por una fuerte explosión.
La navaja desnuda se balanceaba en pequeños arcos, de un lado a otro, armónica, hipnóticamente. Jude tenía miedo de mirarla, y se esforzó por apartar los ojos de ella. Craddock seguía a lo suyo.
—No necesitas mirar. Estoy muerto. No necesito un péndulo para entrar en tu mente. Ya estoy allí.
Pero de todos modos Jude sintió que su mirada volvía al fantasma, a la navaja, sin poder evitarlo.
—Georgia —dijo o trató de decir Jude. Sintió la palabra en sus labios, en su boca, en la forma de su respiración, pero no escuchó su propia voz, no oyó nada en aquel silencio horrible y envolvente. Nunca había escuchado un sonido tan fuerte como aquel particular silencio.
—Yo no la voy a matar. No, señor.
La voz nunca variaba el tono, era paciente, comprensiva, un murmullo bajo y retumbante que hacía pensar en el sonido de las abejas en una colmena.
—Lo vas a hacer. Lo harás. Quieres hacerlo.
Jude abrió la boca para decirle lo equivocado que estaba, pero asintió.
—Sí.
O supuso que era eso lo que había dicho. Era más bien un fuerte pensamiento.
—Muy bien, muchacho.
Georgia estaba empezando a llorar, aunque a la vez hacía un visible esfuerzo por mantenerse quieta, por no temblar. Jude no podía escucharla. La navaja de Craddock se movía de un lado a otro, cortando el aire.
«No quiero hacerle daño, no hagas que la hiera», pensó Jude.
—No va a ser como tú quieras. Será como yo desee. Coge el arma, ¿me oyes? Hazlo ahora.
Jude empezó a moverse. Se sentía sutilmente desconectado de su cuerpo, como si fuera un testigo, no un participante en la escena que se estaba desarrollando. Su cabeza se encontraba demasiado vacía como para tener miedo de lo que estaba a punto de hacer. Sólo sabía que tenía que hacerlo si quería despertarse.
Pero antes de que pudiera coger el arma, Georgia saltó de la silla y escapó hacia la puerta. Él no creía que ella fuera capaz de moverse, pensaba que Craddock la había inmovilizado allí de alguna manera. Pero sólo era el miedo lo que la paralizaba.
—Detenla.
Era la orden de la única voz que quedaba en el mundo, y cuando ella pasó junto a él, Jude se vio a sí mismo cogiéndola del pelo, haciéndole echar la cabeza hacia atrás de golpe. La joven se tambaleó. Jude giró sobre sí mismo y la derribó. El mobiliario saltó cuando la chica golpeó el suelo. Un montón de discos compactos que había sobre una mesilla auxiliar se deslizó, cayó y se estrelló contra el suelo sin provocar siquiera un leve sonido. El pie de Jude encontró el estómago de Georgia. Le propinó una gran patada y la chica se encogió y se quedó en posición fetal. No sabía por qué estaba actuando así.
—Eso es, muchacho.
La manera en que le llegó la voz del muerto desorientó a Jude. Le dejó estupefacto el modo en que salió del silencio; eran palabras que tenían una presencia casi física, como abejas que zumbaban y se perseguían unas a otras, dando vueltas dentro de su cabeza, que se había vuelto demasiado liviana, demasiado hueca. Iba a volverse loco si no recuperaba sus propios pensamientos, su propia voz.
Pero el muerto seguía hablando:
—Debes darle una lección a esa zorra, si no te molesta que lo diga. Ahora busca el arma. Apresúrate.
Jude se volvió en busca del revólver, moviéndose ahora con rapidez. Fue hasta el escritorio y se arrodilló para recoger el arma, que estaba a sus pies.
No oyó a los perros hasta que ya estaba a punto de empuñar el arma. Un ladrido tenso, luego otro. Quedó repentinamente paralizado por esos ruidos, como si se le hubiese enganchado la ropa a un clavo en plena carrera. Se sorprendió al escuchar, en el silencio sin fondo, algo distinto de la voz de Craddock. La ventana que estaba detrás del escritorio permanecía un poco abierta, como él mismo la había dejado antes. Otro ladrido, agudo, furioso, y otro más.
Angus
. Luego
Bon
.
—Vamos, muchacho. Adelante, hazlo.
La mirada de Jude revoloteó hacia el pequeño cesto de papeles que había junto al escritorio y hacia los trozos del disco de platino, que estaban allí desde que lo rompiera. Era como un haz de cuchillas cromadas que sobresalían apuntando al aire. Ambos perros ladraban a la vez en ese momento, en una enloquecedora ruptura del manto de silencio. Y el ruido que hacían llevó a su mente, sin que nadie lo llamara, el olor, el olor a pelo húmedo de perro, el hedor animal, cálido, de su aliento. Jude pudo ver su propio rostro reflejado en uno de los trozos del disco de platino y sintió un estremecimiento. Lo que se veía era su propia expresión rígida y dura, de desesperación, de horror. En el momento siguiente, mezclado con el implacable ladrido de los perros, tuvo la idea de que lo que sonaba era su propia voz. «El único poder que tiene sobre cualquiera de ustedes es el que ustedes mismos le dan».