El traje del muerto (16 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: El traje del muerto
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En ese momento, Jude extendió la mano más allá del arma y la puso sobre la papelera. Plantó la palma de su mano izquierda sobre la astilla de plata más afilada, la más larga, y se apoyó sobre ella. Con todo su peso. La hoja se hundió en la carne, y sintió un lanzazo de dolor que le atravesó la mano y llegó hasta la muñeca. Jude gritó, y sus ojos se nublaron, llenos de lágrimas. De inmediato, separó la mano, liberándola de la hoja; luego se la apretó con la otra. La sangre manó a chorros entre ellas.

—¿Qué demonios te estás haciendo, muchacho?

Pero Jude ya no escuchaba al muerto. No podía prestarle atención mientras sufría aquella terrible sensación en la mano, después de haberse herido profundamente, casi hasta el hueso.

—No he terminado contigo.

Craddock se equivocaba. Sí había terminado, aunque no lo sabía. La mente de Jude trataba de aferrarse a los ladridos de los perros, como el náufrago intenta agarrarse a un salvavidas que acaba de encontrar. Estaba en pie, y empezó a moverse.

Debía llegar hasta los perros. Su vida —y la de Georgia— dependía de eso. Era una idea que no tenía sentido, carente de explicación racional, pero a Jude no le importaba lo racional. Sólo le interesaba lo que era verdadero.

El dolor era una cinta roja que sostenía entre sus manos, un rastro salvador, y al seguirlo se alejaba de la voz del muerto para regresar a sus propios pensamientos. Tenía una gran tolerancia al dolor, siempre la había tenido, y en otros momentos y circunstancias de su vida hasta lo había buscado deliberadamente. Sentía un dolor profundo en la muñeca, en la articulación, una señal de lo grande que era la herida. En parte agradecía ese dolor, se maravillaba ante él. Al levantarse, vio su reflejo en la ventana. Sonreía entre la maraña de su barba. Era una visión todavía peor que la expresión de terror que vislumbrara en su propia cara unos momentos antes.

—Vuelve aquí.

La orden de Craddock pareció surtir efecto y Jude disminuyó la velocidad por un instante, pero luego recuperó el paso y siguió adelante.

Al salir observó a Georgia —no podía correr el riesgo de mirar hacia atrás para ver qué hacía Craddock—. Todavía estaba acurrucada en el suelo, con los brazos sobre el estómago y el pelo cubriéndole la cara. La chica le devolvió la mirada entre los desordenados mechones. Tenía las mejillas húmedas por el sudor. Parpadeó. Los ojos suplicaban, preguntaban, empañados por el dolor.

Deseó haber tenido tiempo para decirle que no quería herirla. Necesitaba explicarle que no se trataba de una huida, que no la estaba abandonando, que sólo procuraba que el muerto se alejara; pero el dolor que sentía en la mano era demasiado intenso. No le dejaba pensar, no le permitía colocar las palabras formando oraciones claras. Además, no sabía cuánto tiempo más podría pensar por sí mismo, antes de que Craddock volviera a apoderarse de él. Debía controlar lo que iba a ocurrir, y tenía que hacerlo inmediatamente. Eso estaba bien. Era mejor de ese modo. Siempre se sentía más cómodo funcionando a un ritmo rápido, por no decir enloquecido. Así era su música y así era su carácter.

Hizo el esfuerzo de recorrer el pasillo y bajó las escaleras con rapidez, tal vez demasiada, cuatro escalones de una tacada, de modo que casi era como estar cayéndose por ellas. Saltó sobre los últimos peldaños y aterrizó en las baldosas de arcilla roja de la cocina. Se torció un tobillo. Tropezó con la tabla de madera para cortar carne, con sus patas esbeltas y la superficie manchada de sangre vieja. Había un cuchillo de carnicero clavado en la madera blanda del borde y la hoja plana brillaba como el mercurio líquido en la oscuridad. Vio las escaleras que quedaban detrás reflejadas en ella, y a Craddock también, con sus facciones borrosas, las manos levantadas sobre la cabeza, las palmas hacia fuera, como un ambulante predicador del resurgimiento religioso dando testimonio ante sus feligreses.

—Detente. Busca un cuchillo.

Pero Jude se concentró en el latido de la palma de su mano. Ignoraba al espectro. El dolor intenso del músculo perforado tenía el benéfico efecto de despejarle la cabeza y permitirle concentrarse. El muerto no conseguiría que Jude hiciera lo que él quería si su dolor era tan fuerte como para impedir que lo escuchara. Se apartó con fuerza de la madera de cortar carne, y el impulso lo arrastró lejos de ella, al otro lado de la cocina.

Empujó la puerta de la oficina de Danny, entró y se precipitó hacia la oscuridad.

Capítulo 19

A tres pasos de la puerta se detuvo y vaciló un momento, para orientarse. Las persianas estaban bajadas. No había luz por ningún lado. No podía ver por dónde caminaba en medio de aquella profunda oscuridad, y tuvo que avanzar más despacio, arrastrando los pies, con las manos hacia delante, tratando de palpar los objetos que pudieran interponerse en su camino. La puerta no estaba lejos. Tras ella se encontraba la salvación.

Pero mientras avanzaba sintió una opresión en el pecho, similar a un ataque de ansiedad. Le costaba respirar un poco más de lo que hubiera deseado. Presentía en todo instante que, en la oscuridad, sus manos acabarían apoyándose sobre la cara fría y muerta de Craddock. Tuvo que luchar para no ser presa del pánico por esa simple idea. Golpeó con el codo una lámpara de pie, que cayó. El corazón le dio un vuelco. Siguió moviendo los pies hacia delante, con vacilantes pasos de bebé, pero no tenía la sensación de estar acercándose de ninguna manera al lugar que pretendía.

Un ojo rojo, como el de un gato, se abrió lentamente en la oscuridad. Los altavoces que flanqueaban el mueble del equipo de música dejaban oír un ritmo sordo de bajo, y un extraño murmullo, profundo y hueco. La opresión envolvió el corazón de Jude. Era víctima de una tensión enfermiza. «Sigue respirando —se dijo a sí mismo—. Sigue avanzando. Tratará de impedirte salir de aquí». Los perros ladraban y ladraban, con gruñidos ásperos, tensos, ya no demasiado lejos.

El equipo de música estaba encendido, y lo que sonaba debía ser la radio, pero no había radio. No había ningún sonido. Los dedos de Jude pasaron por la pared, por el marco de la puerta, y luego cogió el pestillo con su lesionada mano izquierda. Una imaginaria aguja de coser se movía lentamente en la herida, produciendo un intermitente y frío destello de dolor.

Jude hizo girar el pomo y abrió la puerta. La luz penetró en la oscuridad. Miró hacia el rayo luminoso que partía de los reflectores de la parte delantera de la camioneta del muerto.

—Crees que eres algo especial porque aprendiste a tocar una maldita guitarra.

Ahora el que hablaba era el padre de Jude, desde el extremo más lejano de la oficina. La voz salía del equipo de música y era fuerte y hueca.

Un momento después, prestó atención a los otros sonidos que salían de los altavoces: respiración fuerte, zapatos que se arrastraban, el ruido sordo de alguien que golpea una mesa. Todos sugerían una lucha silenciosa, desesperada, de dos hombres, uno contra otro. Era una radionovela, una obra que Jude conocía bien. Él había sido uno de los actores en la emisión original.

Se detuvo, con la puerta ya entreabierta, incapaz de lanzarse hacia la noche, clavado en el sitio por los sonidos procedentes del equipo de música de la oficina.

—¿Crees que por saber tocar eres mejor que yo?

Martin Cowzynski usaba un tono divertido y de odio al mismo tiempo.

—Ven aquí.

Luego sonó la voz del propio Jude. No, no era la voz de Jude. No era Jude, por tanto. Era la voz de Justin, una voz en una octava ligeramente más alta, una voz que a veces se quebraba y carecía de la resonancia que tuvo luego, con el desarrollo adulto del aparato respiratorio.

—¡Mamá! ¡Mamá, socorro!

La madre no dijo nada, ni una palabra, pero Jude recordó lo que ella había hecho. Se levantó de la mesa de la cocina, se dirigió a la habitación donde hacía su costura y cerró la puerta suavemente tras de sí, sin atreverse a mirar a ninguno de ellos. Jude y su madre nunca se habían ayudado uno a otro. Cuando más se necesitaron, no se atrevieron. Nunca.

—He dicho que te vayas, demonios.

Tras la orden repetida de Martin, ruido de alguien que cae contra una silla. Ruido de la silla que golpea contra el suelo. Cuando Justin volvió a gritar, su voz temblaba, alarmada:

—¡Mi mano no! ¡No! ¡Papá, mi mano no!

Y enseguida la réplica terrible del padre:

—Te voy a enseñar.

Se oyó un gran ruido, parecido a una explosión, o al de una gigantesca puerta que se cierra de golpe, y Justin (el niño de la radio) gritó y gritó otra vez, y esos sonidos torturadores hicieron que Jude se lanzara hacia fuera, al aire de la noche.

Tropezó con un escalón, se trastabilló, cayó de rodillas en el barro congelado de la entrada. Se levantó, pisó otros dos escalones, siempre corriendo, y tropezó otra vez. Al final cayó boca abajo delante de la furgoneta del muerto. Observó el parachoques delantero, la brutal estructura metálica de protección donde también estaban los reflectores.

La parte frontal de una casa, de un automóvil o de un camión puede a veces parecer una cara, y eso era lo que ocurría con el Chevy de Craddock. Los reflectores eran los brillantes, ciegos y fijos ojos de un trastornado. La barra de cromo del parachoques era una depravada boca plateada. Jude esperó que se lanzara a por él, con las ruedas girando a toda velocidad sobre la grava. Pero no se movió.

Bon
y
Angus
saltaron contra las paredes de tela metálica de su caseta, ladrando sin cesar, emitiendo profundos y guturales sonidos de terror y rabia. El suyo era el eterno, primitivo lenguaje de los perros. «Mira mis dientes —venían a decir—, aléjate o los probarás, no te acerques, soy peor que tú». Por un instante pensó que estaban ladrando a la furgoneta, pero
Angus
miraba más allá. Jude se dio la vuelta para ver a qué le ladraba. El muerto estaba en la puerta de la oficina de Danny. El fantasma de Craddock levantó su sombrero de fieltro negro y se lo colocó cuidadosamente sobre la cabeza.

—Hijo. Ven aquí, hijo.

Pero Jude trataba de no escuchar las palabras del muerto, y se concentraba atentamente en los ruidos que hacían los perros. Dado que sus ladridos habían sido los primeros en romper el hechizo que lo había dominado en el estudio, le parecía que lo más importante del mundo era llegar junto a ellos, aunque no podría haber explicado a nadie, ni siquiera a sí mismo, por qué era tan importante. Lo cierto es que cuando escuchó los ladridos de los animales recuperó la voz.

Jude se levantó de la grava, corrió, cayó de nuevo, se levantó, corrió otra vez, tropezó en el borde del sendero de la entrada, volvió a caer sobre sus rodillas. Gateó por el césped. No tenía suficiente fuerza en las piernas para incorporarse otra vez. El aire frío mordió la herida de la mano.

Miró hacia atrás. Craddock lo seguía. La cadena de oro colgaba de su mano derecha. La navaja comenzó a balancearse en el extremo. Era un filo de plata, una franja brillante que atravesaba la noche. El reflejo y el brillo fascinaron a Jude. Sintió que su mirada se quedaba fija en ellos, sintió que todo pensamiento le abandonaba, y un instante después se arrastró hacia la cerca de tela metálica y chocó, cayendo sobre un costado. Rodó para poder apoyarse en la espalda.

Quedó recostado contra la puerta batiente que mantenía la caseta cerrada.
Angus
golpeaba desde el otro lado, con los ojos dirigidos hacia arriba.
Bon
permanecía rígida detrás de él, ladrando con una insistencia firme y aguda. El muerto se acercaba.

—Vamos a caminar, Jude. Vamos a dar un paseo por el camino de la noche.

Jude sintió que vacilaba, que se rendía otra vez a la voz fantasmal, que caía de nuevo bajo el poder de la visión de la hoja de plata que cortaba la oscuridad de un lado a otro.

Angus
golpeó la rejilla metálica con tanta fuerza que rebotó y se cayó de lado. El impacto sacó a Jude de su trance.

Angus
quería salir. Ya estaba otra vez sobre las cuatro patas ladrándole al muerto, golpeando con las patas delanteras la barrera de tela metálica.

Entonces Jude tuvo una idea salvaje, sólo pensada a medias. Recordó algo que había leído el día anterior por la mañana, en uno de sus libros sobre ocultismo. Trataba de animales poseídos. Algo acerca de cómo podían comunicarse directamente con los muertos.

El fantasma estaba a los pies de Jude. La cara demacrada y blanca de Craddock era rígida, congelada en una expresión de desprecio. Los garabatos negros bailaban delante de las cuencas de los ojos.

—Escucha, ahora. Escucha el sonido de mi voz.

—Ya he escuchado bastante —dijo Jude.

Estiró la mano hacia arriba y encontró tras de sí el cerrojo de la caseta. Lo descorrió.

Un instante después,
Angus
saltó contra la puerta. Se abrió con un fuerte ruido, y el perro se lanzó hacia el muerto emitiendo un sonido que Jude nunca había escuchado antes al animal, un gruñido entrecortado y áspero que salía del profundo barril que era su pecho.
Bon
pasó a toda velocidad un momento después, con la lengua colgando y los negros labios retraídos para mostrar los dientes.

El muerto dio un paso atrás tambaleándose, con ademán de confusión en el rostro. En los segundos que siguieron, a Jude le resultó difícil entender lo que en realidad estaba viendo.
Angus
saltó hacia el viejo, y en ese momento pareció que no era un perro, sino dos. El primero era el delgado y fuerte pastor alemán que siempre había sido. Sin embargo, unida a ese pastor alemán había una oscuridad negra como el azabache, con la forma de un perro plano y sin rasgos característicos, pero de alguna manera sólida. Una sombra viviente.

El cuerpo material de
Angus
se sobreponía a la sombra con forma canina, pero no perfectamente. El perro de sombra sobresalía por los bordes, especialmente en la zona del hocico y la boca abierta. Este segundo y oscuro
Angus
atacó al muerto una fracción de segundo antes que el
Angus
real, saltando sobre su lado izquierdo, lejos de la mano que sostenía la cadena de oro y la hoja de plata que se balanceaba. El muerto lazó un grito, un chillido ahogado, furioso, y giró sobre sí, asombrado. Retrocedió. Empujó a
Angus
para alejarlo de sí, le golpeó en el hocico con un codo. Pero no, no estaba empujando a
Angus
, sino al otro, al perro negro que se movía y se inclinaba como la sombra proyectada por la llama de una vela.

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