—Se te está acabando el tiempo casi tan rápido como a mí. Seré más útil cuando me vaya. Ya me he ido. No tenemos futuro.
Alguien tratará de hacerte daño. Alguien que quiere quitártelo todo. —Levantó la vista para mirarlo a la cara—. Alguien contra quien no puedes luchar. Pero pelearás de todos modos, aunque no está a tu alcance vencer. No ganarás. Todas las cosas buenas de tu vida pronto habrán desaparecido.
Angus
lloriqueó, ansioso, y se colocó junto a los dos, metiendo el hocico entre las piernas de ella. La joven sonrió —era la primera sonrisa que Jude le había visto en un mes— y lo acarició detrás de las orejas.
—Bien —dijo—. Siempre te quedarán los perros.
Jude se liberó de las manos de ella, la cogió por los brazos y la levantó, dejándola en pie.
—No presto atención a nada de lo que dices. Me has leído las manos al menos tres veces, y cada una de ellas has dicho cosas diferentes.
—Lo sé —respondió Anna—. Pero todas son verdaderas.
—¿Por qué estabas clavándote un alfiler? ¿Por qué haces esas cosas?
—Lo hago desde que era niña. De vez en cuando, si me pincho un par de veces, puedo hacer que los malos pensamientos se vayan. Es un truco que yo misma inventé para limpiar mi cabeza. Es como pellizcarse a uno mismo durante un mal sueño. Ya sabes, el dolor tiene la facultad de despertarte, de hacerte recordar quién eres.
Jude lo sabía.
La joven siguió hablando, casi mecánicamente, sin pensar.
—Supongo que el truco ya no funciona demasiado.
—Jude la sacó de la caseta y la condujo de vuelta al cobertizo. Ella no callaba—. No sé por qué estoy aquí fuera. Sólo con la ropa interior.
—Yo tampoco lo sé.
—¿Alguna vez habías salido con alguna mujer tan loca como yo, Jude? ¿Me odias? Has tenido muchas mujeres. Dime la verdad, ¿yo soy la peor? ¿Quién ha sido la peor de todas las que has conocido?
—¿Por qué tienes que hacer tantas malditas preguntas?
—No lo preguntó porque sí, necesitaba una respuesta.
Al volver afuera, a la lluvia, abrió su impermeable negro y lo cerró sobre el cuerpo fino y tembloroso de la mujer, estrechándola entre sus brazos.
—Prefiero hacer preguntas —contestó— a tener que responderlas.
Despertó poco después de las nueve, con una melodía en la cabeza. Aquella música tenía el aire de un himno de los Montes Apalaches. Empujó a
Bon
fuera de la cama —la perra había trepado para dormir con ellos durante la noche— y retiró las mantas. Jude se sentó en el borde del colchón, repitiendo mentalmente la melodía, tratando de identificarla, de recordar la letra. Pero no podía hacerlo. Ni el título ni la letra acababan de aclararse en su mente. Y era lógico, porque esa música no existía hasta que él la pensó. Acababa de crearla en sueños. No tendría nombre hasta que él le diera uno.
Jude se levantó, cruzó la habitación y salió al corredor con techo de hormigón. Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Abrió el maletero del Mustang y sacó una muy usada funda de guitarra, con una 68 Les Paul dentro. Regresó con ella a la habitación.
Georgia no se había movido. Estaba tendida, con la cara apoyada en la almohada, un brazo blanco como el marfil encima de las sábanas y el otro recogido con fuerza sobre su cuerpo. Hacía muchos años que no salía con una chica de piel bronceada. Cuando se es gótico, es importante sugerir por lo menos la posibilidad de que uno puede estallar envuelto en llamas a poco que se exponga directamente a la luz del sol.
Fue al baño.
Angus
y
Bon
ya lo seguían de cerca, y les ordenó con un susurro que se quedaran. Se echaron sobre sus barrigas, al otro lado de la puerta, mirándolo con gesto de desamparo, acusando a su amo con los ojos de no amarlos lo suficiente.
No estaba seguro de ser capaz de tocar bien por la herida de su mano izquierda. Con ella hacía el punteo y con la derecha buscaba los acordes. Sacó la guitarra de su estuche y empezó a afinarla. Al pasar los dedos por las cuerdas sintió un leve destello de dolor en el centro de la palma de la mano, no muy fuerte, apenas un pinchazo incómodo. Sintió como si un cable de acero le atravesara la carne y comenzara a calentarse. Pero pensó que podía tocar a pesar de ello.
Cuando la guitarra estuvo afinada, buscó los acordes adecuados y empezó a tocar, reproduciendo la melodía que tenía en la cabeza cuando se despertó. Sin el amplificador, la guitarra emitía un sonido plano, gangoso. Cada cuerda hacía un ruido ronco y metálico.
La canción podría haber sido una melodía provinciana, rural. Parecía sacada de una grabación folclórica o de una retrospectiva de música tradicional guardada en la Biblioteca del Congreso. Bien podría titularse
Preparándome para cavar mi tumba, Jesús trajo su carroza o Brinda por el diablo.
—Brinda por los muertos —dijo.
Dejó la guitarra y volvió al dormitorio. Había una libretita de notas y un bolígrafo en la mesilla de noche. Los llevó al baño y escribió:
Brinda por los muertos
. Ya tenía un título. Cogió la guitarra y tocó otra vez.
La melodía de la canción —que parecía propia de los Montes Ozark, o de un grupo de fanáticos seguidores del Evangelio— le produjo un estremecimiento de placer que recorrió los brazos y le llegó a la parte trasera del cuello. Muchos comienzos de sus canciones parecían inspirados en la música tradicional. Llegaban a él como huérfanos errantes, hijos perdidos de grandes y venerables familias musicales. Se le acercaban en forma de canciones anteriores al fonógrafo, cantos populares de los bares, lamentos de las planicies desiertas, temas perdidos de Chuck Berry. Jude los vestía de negro y les enseñaba a gritar.
Lamentó no llevar consigo la grabadora de audio digital. Quería escuchar lo que tenía grabado en cinta. En lugar de ello, dejó a un lado la guitarra y garabateó los acordes en la libreta de notas, debajo del título. Luego volvió a coger la Les Paul y tocó la melodía una y otra vez, deseoso de saber adonde le llevaría la inspiración. Veinte minutos después aparecían manchas de sangre a través del vendaje de su mano izquierda. Ya había elaborado el coro, que surgía naturalmente del estribillo inicial. Era un coro constante, creciente y estruendoso, desde el susurro inicial hasta el grito colectivo final; un acto de violencia contra la belleza y la dulzura de la melodía que había aparecido antes.
—¿De quién es eso? —preguntó Georgia, reclinada en la puerta del baño, restregándose los ojos para terminar de despertarse.
—Mío.
—Me gusta.
—Está bien. Sonaría todavía mejor si esta cosa estuviera enchufada.
El pelo negro y suave de Georgia flotaba alrededor de la cabeza. Tenía aspecto de estar suelto, al viento, y las sombras dibujadas bajo sus ojos atrajeron la atención de Jude por su gran tamaño. Ella le sonrió, somnolienta. Él le devolvió la sonrisa.
—Jude —dijo ella, en un tono de ternura erótica casi insoportable.
—¿Sí?
—¿Podrías salir del baño para que pueda hacer pis?
Cuando ella cerró la puerta, dejó caer el estuche de la guitarra sobre la cama y se quedó inmóvil en la oscuridad de la habitación, escuchando el sonido amortiguado del mundo, más allá de las cortinas corridas: el zumbido del tráfico en la autopista, una puerta de coche que se cierra con un golpe, una aspiradora funcionando en la habitación de arriba. Entonces pensó que el fantasma se había marchado.
Desde el momento en que el traje había llegado a su casa en la caja negra con forma de corazón, había sentido constantemente que el muerto estaba cerca de él. Incluso cuando no lo veía, era consciente de su presencia, lo percibía casi como un peso invisible, una especie de carga de presión y electricidad en el aire, como la que precede a una tormenta. Había vivido en esa atmósfera de horrible espera durante días, en una interminable y tensa opresión que le hacía difícil probar la comida o conciliar el sueño. En ese momento, sin embargo, la angustia se había disipado. Se había olvidado del fantasma mientras escribía la nueva canción... y el fantasma tampoco le recordaba a él, o por lo menos era incapaz de meterse en los pensamientos de Jude, en el entorno de Jude. La música, como los perros, parecía ahuyentar al espectro.
Sacó a pasear a
Angus
. Se tomó su tiempo. Jude llevaba una camisa de manga corta y vaqueros. Le agradaba la caricia del sol en la nuca. El extraño olor de la mañana —el manto de gases de los tubos de escape en la Interestatal 95, los lirios del pantano, los aromas del bosque, el asfalto caliente— le hizo arder la sangre, le inculcó el deseo de ponerse en camino, conduciendo hacia algún sitio, a cualquier lugar. Se sentía bien, lo cual últimamente era una sensación poco habitual. Tal vez estaba excitado. Pensó en el agradable mechón de pelo de Georgia, en sus ojos hinchados, somnolientos, y en sus piernas blancas, flexibles. Tenía hambre, quería huevos, un filete de pollo.
Angus
perseguía a una marmota por la hierba, alta hasta la cintura. Al cabo de un rato se detuvo junto a los árboles que bordeaban la pradera, aullando alegremente. Jude regresó para proporcionar a
Bon
su ración de ejercicio y escuchó el ruido de la ducha.
Se metió en el baño. Estaba lleno de vapor, el aire era caliente y espeso. Se desvistió, retiró la cortina para entrar y se metió en la bañera.
Georgia saltó cuando los nudillos de él le rozaron la espalda y giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro. Tenía tatuados un corazón negro, en la cadera, y una mariposa igualmente negra en el hombro. Se volvió hacia él y le puso la mano sobre el corazón.
Ella apretó su cuerpo húmedo y elástico contra el de su amante, y se besaron. Jude se inclinó hacia ella, sobre ella, y para mantener el equilibrio, Georgia se apoyó en la pared... Enseguida emitió un fino y agudo gemido de dolor. Retiró la mano de la pared como si se la hubiera quemado.
Georgia trató de esconder la mano dolorida, pero él le cogió la muñeca y la levantó. Tenía el pulgar inflamado y rojo, y en cuanto lo tocó levemente pudo sentir el calor enfermizo que emanaba. La palma también estaba enrojecida e hinchada alrededor de la base del pulgar. En la parte interior del dedo se encontraba la llaga blanca, rebosante de pus, que seguía saliendo.
—¿Qué vamos a hacer con esto? —preguntó.
—Va bien. Le estoy poniendo pomada antiséptica.
—Eso no es suficiente. No tiene buen aspecto. Deberíamos ir a un médico de urgencias.
—No voy a sentarme en una sala de espera durante tres horas para que alguien me mire el agujero que yo misma me hice con un alfiler.
—No sabes qué fue lo que te pinchó. No olvides lo que estabas haciendo cuando te pasó esto. No era una actividad normal.
—No lo he olvidado. Pero no creo que ningún médico pueda mejorar lo que se cura solo. De verdad.
—¿Crees que se va a curar solo?
—Creo que estará bien... si hacemos que el muerto se vaya. Si nos lo quitamos de encima, creo que los dos nos curaremos —dijo—. Sea lo que fuere lo que le pasa a mi mano, forma parte de todo este asunto. Pero tú ya lo sabes, ¿no?
No sabía nada, pero tenía algunas ideas, y no le gustó que coincidieran con las de ella. Inclinó la cabeza, pensativo, y se enjugó las salpicaduras de agua de la cara.
—Cuando Anna estaba en sus peores momentos, se pinchaba con un alfiler en el pulgar. Para aclararse la cabeza, me dijo. No lo sé. Tal vez no es nada. Pero me inquieta que te hayas pinchado como lo hacía ella.
—Bien. A mí no me preocupa. En realidad, eso casi me hace sentirme mejor.
—Su mano sana se movió sobre el pecho del amante mientras hablaba, con los dedos explorando el paisaje de músculos que comenzaban a perder definición y la piel que se aflojaba con la edad, todo cubierto por un montón de rizados pelos canosos.
—¿En serio?
—Sí. Otra cosa que ella y yo tenemos en común. Aparte de ti. Jamás la conocí y casi no sé nada de su vida, pero me siento conectada con ella de alguna manera. No tengo miedo de esas cosas, ya lo sabes.
—Me alegra que no te moleste. Me encantaría poder decir lo mismo. En cuanto a mí, no me gusta mucho pensar en eso.
—Entonces no lo hagas —dijo la chica, apoyándose en Jude y empujando con su lengua en la boca de él para hacerlo callar.
Jude llevó a
Bon
a dar su muy demorado paseo, mientras Georgia se ocupaba de sí misma en el baño, vistiéndose, volviendo a vendarse la mano y poniéndose pendientes y otros adornos. Sabía que ella necesitaba al menos veinte minutos, de modo que se detuvo junto al coche y sacó del maletero el ordenador portátil de la joven. Georgia ni siquiera sabía que lo llevaban con ellos. En realidad Jude lo guardó en el coche de forma automática, sin pensarlo casi. Era una costumbre, porque Georgia lo llevaba consigo allí donde fuera y lo usaba para mantenerse en contacto, por medio del correo electrónico, con multitud de amigos que vivían lejos. La chica pasaba muchas horas navegando por páginas de contactos amistosos, blogs, información de conciertos y pornografía vampírica (lo cual tenía algo de hilarante y mucho de deprimente). Pero en cuanto se pusieron en camino, Jude olvidó que llevaban el ordenador portátil con ellos y Georgia no pregunto por él, de modo que había pasado la noche en el maletero.
Jude no tenía ordenador portátil propio. Danny se había ocupado de su correo electrónico y de todas las demás obligaciones en la Red. El viejo cantante sabía muy bien que pertenecía a un grupo social cada vez más reducido, el de los que no comprendían plenamente el encanto de la era digital. Jude no quería estar conectado. Había pasado cuatro años enchufado a la cocaína, un periodo de tiempo en el que todo parecía más que acelerado. Lo vivió como si estuviera en una de esas películas en las que el tiempo pasa a toda velocidad, donde todo un día y una noche transcurren en pocos segundos, el tráfico se convierte en chillonas franjas de luz, las personas se transforman en borrosos maniquíes moviéndose apresuradamente a saltos, de aquí para allá. Aquellos cuatro años los recordaba en ese momento como cuatro días malos, disparatados e insomnes, que comenzaron con una resaca de víspera de Año Nuevo y terminaron en fiestas de Navidad llenas de gente y humo, donde se encontraba rodeado de desconocidos tratando de tocarlo, profiriendo chillonas risotadas inhumanas. No quería conectarse nunca más a nada. Ni siquiera a Internet.