Pero le resultaba difícil pensar, era demasiado esfuerzo. Estaba dolorido, todo aquel sol le daba en la cara y Georgia hacía aquellos ruidos suaves, desgraciados, detrás del volante. De todos modos estaba seguro de que Anna no le había dicho mucho. «Prefiero hacer preguntas —le aseguraba una y otra vez— más que responderlas».
Lo había vuelto loco con aquellas preguntas tontas, sin sentido, durante casi medio año: «¿Fuiste alguna vez boy scout? ¿Te lavas la barba con champú? ¿Qué prefieres, mi culo o mis tetas?
Lo poco que sabía debería haber excitado su curiosidad: la actividad familiar relacionada con el hipnotismo, el padre zahori que enseñaba a sus hijas a leer las palmas de las manos y a hablar con los espíritus; una infancia marcada por alucinaciones de esquizofrenia preadolescente. No se interesó. Anna (Florida) no quería hablar sobre lo que había sido antes de conocerlo, y, en cuanto a él, se contentaba con que el pasado de la chica fuera precisamente eso, pasado.
Fuera lo que fuese lo que ella no le contaba, Jude sabía que se trataba de algo malo. Ignoraba su naturaleza, pero estaba seguro de que no era nada bueno. Los detalles concretos no importaban..., eso era lo que él creía entonces. En aquel tiempo pensaba que su decisión y su capacidad de aceptarla tal como era, sin preguntas, sin juzgar, era uno de sus puntos fuertes. Qué error.
Ahora se daba cuenta de que en realidad no la había protegido. Los fantasmas, al final, siempre le alcanzan a uno, y no hay manera de cerrarles las puertas. Pueden atravesarlas. Lo que él consideraba que era un rasgo de fortaleza personal —conformarse con saber solamente lo que ella quería que él supiera— era más bien una señal de egoísmo. Tenía miedo a los secretos de ella o, más específicamente, a los enredos emocionales que podrían generarse al conocerlos.
Florida sólo se había arriesgado una vez a hacer algo cercano a una confesión, a enseñar algo de sí misma. Fue al final, poco antes de que Jude la enviara a su casa.
Llevaba deprimida unos cuantos meses. Primero, las relaciones sexuales decayeron, y luego desaparecieron por completo. Solía encontrarla en el baño, metida en agua helada, temblando, sin hacer nada, demasiado confundida y desdichada como para salir. Al pensar en ello, tanto tiempo después, le parecía que en aquellas ocasiones estaba ensayando para su primer día como cadáver, para la noche que iba a pasar enfriándose y arrugándose en una bañera llena de agua gélida turbia de sangre. Parloteaba consigo misma con una vocecita cantarina, de niña pequeña; pero enmudecía si él trataba de hablarle. Entonces le miraba perpleja y sorprendida, como si quien estaba hablando fuese uno de los muebles.
Una noche Jude salió, no recordaba por qué. Quizá fuera a alquilar una película o a comprar una hamburguesa. Acababa de oscurecer cuando emprendió el regreso a casa. Medio kilómetro antes de llegar, oyó que los conductores tocaban la bocina, vio que los automóviles hacían señales con los faros.
Entonces pasó junto a ella. Anna iba por el otro lado de la carretera, corriendo por el arcén, sin más ropa que una de las camisetas de él, que le quedaba muy grande. Su pelo rubio estaba enredado y despeinado por el viento. Ella le vio pasar en la otra dirección, y se lanzó sobre la carretera detrás de él, agitando desesperadamente la mano. Iba como loca, delante de un enorme camión que se acercaba.
Los neumáticos del camión chirriaron con estrépito. La parte trasera del remolque derrapó hacia la izquierda y la cabina se fue hacia la derecha. Finalmente se detuvo, medio metro antes de atropellarla. Ella no pareció darse cuenta. Para ese momento, Jude ya había parado su coche y ella abrió la puerta del lado del conductor para caer sobre él.
—¿Adonde has ido? —gritó—. Te he buscado por todas partes. Corrí y corrí. Creía que te habías ido, de modo que corrí, corrí buscándote.
El conductor del camión había abierto la puerta y tenía un pie apoyado en el escalón de la cabina.
—¿Qué diablos le pasa a esa loca?
—Yo me ocupo de ella —explicó Jude.
El camionero abrió la boca para hablar otra vez, pero se quedó mudo cuando Jude arrastró a Anna por encima de sus propias piernas, maniobra que le levantó la camiseta y dejó el culo de la mujer al aire.
Jude la dejó caer en el asiento del acompañante, y de inmediato ella se incorporó otra vez, dispuesta a echarse sobre él, apoyando la cara caliente y húmeda contra su pecho.
—Estaba asustada. Tan asustada... y corrí...
La empujó con el codo para apartarla de sí, con tanta fuerza que hizo que se golpeara contra la puerta del acompañante. Florida se sumió en un silencio aturdido.
—Basta. Estás desquiciada. Ya me he cansado. ¿Me escuchas? No eres la única que puede leer el futuro. ¿Quieres que te diga yo algo sobre tu futuro? Te veo con tus maletas, esperando un autobús —le dijo Jude con crueldad.
Su pecho estaba tenso. Lo suficiente como para recordarle que ya no tenía treinta y tres años, sino cincuenta y tres, casi treinta más que ella. Anna lo miraba sin pestañear. Sus ojos redondos y grandes parecían no comprender.
Puso el coche en marcha con la intención de volver a casa. Al entrar en la carretera, ella se inclinó y trató de bajarle la cremallera de los pantalones para practicar sexo oral, pero la simple idea de una felación revolvió el estómago a Jude. Le resultaba inimaginable, era algo que no podía consentir, de modo que la golpeó con el codo, empujándola otra vez.
La evitó durante la mayor parte del día siguiente, pero por la noche, cuando volvió de pasear a los perros, ella lo llamó desde lo alto de la escalera de servicio. Le pidió que le hiciera una sopa o le calentara alguna lata de algo. Él dijo que sí.
Cuando le llevó un tazón de sopa de fideos con pollo en una bandeja pequeña, pudo ver que la chica era otra vez ella misma. Descolorida y agotada, pero con la cabeza, clara. Florida trató de ofrecerle una sonrisa, algo que él no quería ver. Lo que iba a hacer ya era bastante difícil sin sonrisas.
Anna se incorporó, cogió la bandeja y la puso sobre sus rodillas. Jude se sentó en el borde de la cama y se quedó mirándola mientras tomaba pequeñas cucharadas. Se notaba que realmente no tenías ganas de comer. Todo era sólo una excusa para que subiera al dormitorio. Él se dio cuenta por la manera en que ella apretaba la mandíbula antes de cada diminuto y apurado sorbo. Había perdido seis kilos en los últimos tres meses.
Dejó la bandeja a un lado después de tomarse menos de la cuarta parte del tazón; luego sonrió, como lo hace un niño al que se la ha prometido helado si se come todos los espárragos. Agradeció y elogió la sopa. Dijo que se sentía mejor.
—Tengo que ir a Nueva York el próximo lunes. Estoy invitado al programa de televisión de Howard Stern —comentó Jude.
Una luz de preocupación parpadeó en los pálidos ojos de la joven.
—Yo... no creo que deba ir.
—No. La ciudad sería muy mala para ti en este momento.
—Le miró con tanto agradecimiento que él tuvo que apartar los ojos—. Tampoco puedo dejarte aquí —añadió Jude—. No puedes estar sola. He pensado que tal vez lo mejor sea que te quedes con tu familia por un tiempo. Allá en Florida.
—Como ella no respondió, él continuó—: ¿Hay algún familiar tuyo a quien yo pueda llamar?
Se deslizó, hundiéndose en las almohadas. Estiró la sábana hasta la barbilla. El temió que se pusiera a llorar, pero, cuando la miró, vio que la chica estaba contemplando tranquilamente el techo, con las manos dobladas una sobre la otra, apoyadas en el esternón.
—Sí—dijo ella finalmente—. Has sido bueno aguantándome todo el tiempo que lo has hecho.
—Lo que dije la otra noche...
—No recuerdo.
—Me alegro. Lo que dije es mejor olvidarlo. No quise decir nada de lo que dije, de todas maneras. —Aunque lo cierto era que había dicho exactamente lo que quería decir. Sólo había sido la versión más dura posible de lo que también estaba diciendo, de otra manera, en aquel mismo momento.
El silencio creció entre ellos hasta volverse incómodo, y Jude sintió que debía pincharla otra vez, pero cuando se disponía a abrir la boca, Anna se le adelantó.
—Puedes llamar a mi padre —sugirió—. Mi padrastro, quiero decir. No es posible llamar a mi verdadero padre. Está muerto, por supuesto. Tienes que hablar con mi padrastro. Él vendrá personalmente en su coche hasta aquí para recogerme, si tú quieres. Sólo tienes que decírselo. A mi padrastro le gusta decir que soy su cebollita. Hago que salgan lágrimas de sus ojos. ¿No es bonito poder decir algo así?
—No le haré venir a buscarte. Te enviaré en un avión privado.
—Nada de aviones. Los aviones son demasiado rápidos. No puedes ir al sur en avión. Lo mejor es ir en coche. O tomar un tren. Uno tiene que viajar despacio, de verdad, ver todos los depósitos de chatarra llenos de vehículos oxidándose. Uno tiene que pasar por unos cuantos puentes. Dicen que los espíritus malignos no pueden seguirlo a uno por encima de agua en movimiento, pero eso es sólo un disparate. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que los ríos del norte no son iguales que los del sur? Los ríos sureños tienen el color del chocolate, y huelen a pantano y musgo. Aquí son negros y tienen un olor dulce, como a pinos. Como a Navidad.
—Puedo llevarte a la estación Penn y dejarte en el tren. ¿Será eso suficientemente lento para llevarte al sur?
—Sí.
—Entonces, ¿llamo a tu padre..., a tu padrastro?
—Tal vez es mejor que lo llame yo —rectificó ella.
A Jude se le pasó entonces por la cabeza el hecho de que ella rara vez hablaba con alguien de su familia. Llevaban juntos muchos meses. ¿Había llamado a su padrastro en alguna ocasión, para desearle feliz cumpleaños, para contarle cómo le iba? Una o dos veces Jude entró en su despacho y encontró a Anna hablando por teléfono con su hermana, frunciendo el ceño, con gran concentración, siempre en voz baja y usando frases cortas. Ella parecía diferente en aquellos momentos, como si estuviera concentrada en un deporte desagradable, en un juego que no le gustaba pero que se sentía obligada a practicar de todos modos.
—No tienes por qué llamarle —insistió la chica.
—¿Por qué no quieres que hable con él? ¿Temes que no simpaticemos?
—No es que me preocupe que sea descortés contigo ni nada por el estilo. No pasaría algo así. Es fácil hablar con mi padre. Se hace amigo de todo el mundo.
—Y bien, entonces, ¿qué es lo que ocurre?
—Nunca le he hablado de nosotros, pero sé lo que piensa sobre el hecho de que vivamos juntos. No le gusta. Tú, con la edad que tienes y la clase de música que tocas, no eres la pareja que considera ideal. Él odia esa clase de música.
—Hay más gente a la que no le gusta que lo contrario. Ahí está, precisamente, la clave de su éxito.
—No tiene buena opinión de los músicos en general. No creo que nunca hayas conocido a un hombre menos musical que él. Cuando éramos pequeñas, nos llevaba en largos viajes a algún lugar donde lo habían contratado como zahori para buscar un pozo de agua, y nos hacía escuchar programas de radio hablados todo el viaje. No le importaba lo que dijeran. El caso era no poner música.
»Nos hacía escuchar una información meteorológica continua, durante cuatro horas. —Se pasó lentamente la mano por el pelo, separando un mechón largo y dorado, para dejarlo deslizarse luego entre sus dedos, hasta caer—. Además, hacía una cosa escalofriante. Cuando encontraba a alguien hablando, por ejemplo uno de esos predicadores chillones que siempre disertan sobre Jesús en la onda media, lo escuchábamos y escuchábamos, hasta que Jessie y yo le rogábamos que pusiera otra cosa. Pero él no decía nada, y aunque insistiéramos seguía callado. Entonces, justo cuando ya no podíamos soportarlo más, empezaba a hablar consigo mismo. Y decía palabra por palabra lo que el predicador estaba diciendo en la radio, exactamente al mismo tiempo, pero con su propia voz. Repitiéndolo. Inexpresivo. «Cristo, el redentor, sangró y murió por ti. ¿Qué harás tú por Él? Él llevó su propia cruz mientras le escupían. ¿Qué carga llevarás tú?». Como si estuviera leyendo el mismo texto. Y seguía hasta que mi madre le pedía que acabara. A ella no le gustaban esas cosas. Él se reía y apagaba la radio. Pero seguía hablando consigo mismo en una especie de murmullo. Repetía las palabras del predicador, aun con la radio apagada. Como si la estuviera escuchando en su cabeza, como si recibiera la transmisión en su cerebro. Me asustaba mucho cuando hacía eso.
Jude no respondió. No pensó que fuera necesaria una respuesta. Y de todos modos, no estaba seguro de que aquella historia fuese verdadera. Pensaba que probablemente se tratase de la última de las alucinaciones que la atormentaban.
Ella suspiró y dejó caer otro mechón de su pelo.
—Pero te estaba diciendo que tú no le ibas a gustar, y él tiene su particular manera de deshacerse de mis amigos cuando no le gustan. Muchos padres protegen demasiado a sus hijitas, y si alguien se acerca y a ellos no les gusta, tratan de ahuyentarlo o asustarlo. Presionarlo un poco. Por supuesto, eso nunca sirve para nada, porque las niñas siempre se ponen de parte de los muchachos, que siguen con ellas, ya sea porque no se les puede asustar fácilmente o porque no quieren que ellas piensen que son unos cobardes. Mi padrastro es más inteligente. Se muestra lo más amistoso que se pueda imaginar, incluso con aquellos a quienes quisiera quemar vivos. Si alguna vez desea deshacerse de alguien a quien no quiere ver a mi lado, lo ahuyenta diciéndole la verdad. Con la verdad, por lo general, es suficiente. Te pondré un ejemplo. Cuando tenía dieciséis años, comencé a salir con un muchacho que yo sabía que a mi padre no le gustaba, debido a que era judío, y también porque escuchábamos rap juntos. Mi padre odia el rap más que cualquier otra cosa. De modo que un día me dijo que eso se iba a terminar. Yo le repliqué que estaba decidida a ver a quien quisiera. Y él lo aceptó, pero agregó que eso no significaba que el muchacho siguiera deseando verme. No me gustó cómo sonó aquello, pero no lo entendí, y él no dio ninguna otra explicación. La chica tomó aire, dudó un instante y siguió hablando—: Bien, tú has visto cómo me pongo a veces cuando empiezo a pensar cosas raras. Eso comenzó cuando tenía unos doce años, al mismo tiempo que la pubertad. No fui a ver a un médico, ni a nadie. Mi padrastro me trató en persona, con hipnoterapia. Además, podía mantener todo bajo control bastante bien, siempre y cuando tuviéramos una o dos sesiones por semana. Así yo no padecía ninguna de esas sensaciones raras. No pensaba que había un camión oscuro dando vueltas a la casa. No veía niñas pequeñas con brasas en los ojos observándome desde debajo de los árboles, por la noche. Pero un día tuvo que irse. Se marchó a Austin, a dar una conferencia sobre drogas hipnóticas. Generalmente me llevaba con él cuando se iba a uno de sus viajes, pero esa vez me dejó en casa, con Jessie. Mi madre ya estaba muerta por aquel entonces, y mi hermana, que tenía dieciocho años, se ocupaba de todo. Mientras él estuvo ausente tuve problemas para dormir. Ése es siempre el primer síntoma de que estoy enfermando. Todo empieza, una y otra vez, con el insomnio.