Siguió las instrucciones de la joven, giró a la izquierda al final de la rampa de salida y entró en una carretera estatal de dos carriles, que atravesaba los sórdidos alrededores de Crickets, Georgia. Pasaron junto a gigantescas tiendas de coches usados, con sus miles de banderines de plástico rojos, blancos y azules ondeando en el viento, y siguieron el camino que llevaba hasta el pueblo. Avanzaron lentamente por un lado de la plaza central, pasaron trente al edificio de los tribunales de justicia, luego el del ayuntamiento, y después vieron el envejecido inmueble de ladrillo del teatro Águila.
El camino hacia la casa de Bammy recorría los verdes terrenos de una pequeña universidad bautista. Los muchachos, con corbatas debajo de sus jerseys con cuello de pico, caminaban junto a jovencitas de faldas plisadas y peinados brillantes, salidos directamente de viejos dibujos publicitarios de los años cincuenta. Algunos de los estudiantes miraron a Jude y a Georgia, que debían resultar llamativos en el Mustang, con los pastores alemanes
Bon
y
Angus
atentos y echando su blanco aliento sobre la ventanilla trasera. Una muchacha que caminaba al lado de un chico alto con una pajarita amarilla retrocedió, arrimándose asustada a su compañero. Creyó que el coche la iba a atropellar. El de la pajarita amarilla le puso un brazo protector alrededor de los hombros e hizo un gesto de desagrado hacia el coche. Jude se contuvo para no responder, y así condujo varias calles más sintiéndose bien, orgulloso del dominio que tenía sobre sí mismo.
Después de pasar por la universidad llegaron a una calle bordeada por bien cuidadas casas de estilo Victoriano y colonial, con placas que anunciaban bufetes de abogados o consultorios de dentistas. A medida que avanzaban, las casas eran más pequeñas. Ya no se trataba de oficinas, sino de viviendas. Al llegar a una de fachada amarilla, decorada con rosas también amarillas, Georgia hizo un gesto.
—Entra aquí.
La mujer que abrió la puerta no era gorda, sino robusta. Tenía cuerpo de jugador de rugby, rostro ancho y oscuro, un sedoso bigote e inteligentes ojos juveniles de fondo marrón con un destello claro. Sus zapatillas chocaban suavemente contra el suelo. Miró a Jude y a Georgia por un instante, mientras la chica sonreía de forma tímida y algo extraña. El hombre estaba sorprendido. ¡La abuela! ¿Abuela? ¿Qué edad tendría? ¿Sesenta? ¿Cincuenta y cinco? La desconcertante idea de que pudiera ser más joven que él cruzó un momento por su cabeza. Tras un instante de duda, los ojos de la abuela se iluminaron, dejó escapar un grito y abrió los brazos. Georgia cayó en ellos.
—¡Qué sorpresa! ¡Si es MB! —gritó Bammy. Luego se apartó de ella y, sujetándola todavía por las caderas, la miró a la cara—. Tú no estás bien.
Puso una mano sobre la frente de Georgia, que se apartó al ser tocada. Luego Bammy vio la mano vendada, la cogió por la muñeca y le lanzó una mirada inquisitiva. Finalmente soltó la mano de manera algo brusca, como si la apartara de sí.
—¿Estás drogada? Santo cielo. Hueles como un perro.
—No, Bammy. Lo juro por Dios, no estoy tomando ninguna droga ahora. Huelo de esta manera porque he tenido a los perros saltando sobre mí durante casi dos días. ¿Por qué siempre piensas lo peor, maldición?
—El proceso que se iniciara casi mil quinientos kilómetros antes, cuando comenzaron el viaje al sur, parecía haber concluido, de modo que todo lo que Georgia decía tenía ya el más puro acento campesino del sur.
Pero, en realidad, ¿su acento había empezado a reaparecer cuando se pusieron en marcha? ¿O quizá había aparecido ya antes? Jude pensaba que aquel acento campesino había aparecido probablemente el mismo día en que se pinchó con el alfiler inexistente del traje del muerto. Su transformación verbal le desconcertaba y le perturbaba. Cuando se expresaba de aquella manera —«¿por qué siempre piensas lo peor, maldición?»— se parecía mucho a la manera de hablar de Anna.
Bon
se metió en el espacio que había entre Jude y Georgia y miró expectante a Bammy. La larga cinta rosada que era la lengua de
Bon
colgaba con saliva que goteaba abundantemente. En el rectángulo verde del jardín,
Angus
seguía huellas de un lado a otro, metiendo la nariz en las flores que crecían al borde de la cerca de madera.
Bammy miró primero las llamativas botas de Jude, luego alzó la vista hacia la descuidada barba negra del cantante, fijándose, recelosa, en los rasguños, la suciedad, la venda de la mano izquierda.
—¿Tú eres la estrella del rock?
—Sí, señora.
—Tienes pinta de haber estado metido en una pelea. ¿Fue entre vosotros?
—No, Bammy —explicó Georgia.
—Qué simpático eso de llevar las mismas vendas en las manos. ¿Es producto de un arrebato romántico? ¿Os hicisteis marcas mutuamente como señal de vuestro amor? En mis tiempos solíamos intercambiar anillos, lo que era una costumbre menos sangrienta.
—No, Bammy. Estamos bien. Estamos de paso, rumbo a Florida, y yo he querido que nos detuviéramos para verte. Quería que conocieras a Jude.
—Deberías haber llamado. Habría preparado la cena.
—No podemos quedarnos. Tenemos que llegar a Florida esta noche.
—Vosotros no iréis a ninguna parte, salvo a la cama. O tal vez al hospital.
—Estoy bien.
—Demonios. Tú te encuentras lo más alejada del bienestar que jamás han visto mis ojos.
—Retiró un mechón de pelo negro que Georgia tenía pegado sobre la mejilla húmeda—. Estás cubierta de sudor. Yo sé distinguir muy bien cuándo alguien está enfermo.
—Hemos pasado demasiado calor, eso es todo. He estado las últimas ocho horas metida en ese coche, con estos perros enormes y con un pésimo aire acondicionado. ¿Te vas a quitar de en medio para dejarme entrar o me obligarás a subir otra vez al coche para seguir viaje?
—No lo he decidido aún.
—¿Por qué te lo piensas tanto?
—Estoy pensando en las probabilidades que hay de que vosotros dos hayáis venido aquí para matarme, por el dinero que tengo, para comprar Oxycontin, o como se llame esa droga que todo el mundo está tomando hoy en día. Hay niñas del instituto que se prostituyen para conseguirla. Me he enterado de eso en las noticias de la televisión, esta mañana.
—Pues tienes suerte de que no estemos en el instituto.
Bammy pareció a punto de responder, pero miró de pronto hacia un punto situado más allá de Jude, en el jardín.
El cantante se dio la vuelta para ver de qué se trataba. Angus estaba casi de cuclillas, contraído, como si hubiera un acordeón dentro de su cuerpo. El negro y brillante pelaje del lomo estaba arrugado en pliegues, y soltaba mierda y más mierda sobre la hierba.
—Yo lo limpiaré. Lo siento —se excusó Jude.
—Yo no podría —dijo Georgia—. Mírame bien, Bammy. Si no encuentro un baño en el próximo minuto, será mi turno de desahogarme en el jardín.
La abuela bajó los párpados cargados de rímel y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
—Entrad, entonces. La verdad es que no quiero que los vecinos os vean por aquí. Pensarían que estoy creando mi propia sucursal de los Ángeles del Infierno.
Cuando fueron presentados formalmente Jude descubrió que el auténtico nombre de la abuela era señora Fordham, y así fue como la llamó a partir de ese momento. No le parecía correcto llamarla Bammy. Paradójicamente, era incapaz de pensar en ella realmente como la señora Fordham. Era Bammy, por más que la llamara de cualquier otra manera.
—Llevemos los perros afuera, a la parte de atrás, donde puedan correr —sugirió Bammy.
Georgia y Jude intercambiaron una mirada. En ese momento se encontraban todos en la cocina.
Bon
estaba debajo de la mesa.
Angus
había levantado la cabeza para olfatear la encimera, donde llamaban su atención las galletas puestas en una fuente tapada con papel de plata.
El espacio era demasiado pequeño como para que estuvieran también los perros. El pasillo de entrada también era muy reducido para ellos. Un rato antes, cuando
Angus
y
Bon
entraron corriendo golpearon un trinchero, haciendo tambalearse la cerámica colocada en la parte de arriba, y chocaron contra las paredes, con tal fuerza que los cuadros allí colgados quedaron torcidos.
El cantante miró a Bammy y vio que estaba frunciendo el ceño. Había sorprendido el intercambio de miradas entre él y Georgia y sabía que significaba algo, aunque no podía precisar qué.
Georgia habló primero.
—Ah, Bammy, no podemos quitarles la vista de encima. Se meterían en tu jardín y lo destrozarían.
Bon
apartó algunas sillas para salir de su refugio bajo la mesa. Una cayó, haciendo un ruido agudo. Georgia saltó hacia la perra y la cogió firmemente por el collar.
—Yo la controlo —dijo—. ¿Puedo usar la ducha? Necesito lavarme y tal vez echarme un rato. Puede quedarse conmigo, en mi compañía no creará problemas.
Angus
puso sus patas delanteras sobre la encimera, para acercar el hocico a las galletas.
—¡
Angus
! —clamó Jude—. Ven aquí.
Bammy tenía en la nevera algo de pollo y ensalada. También limonada casera, como había asegurado Georgia, en una jarra de vidrio. Cuando la joven subió la escalera de servicio, Bammy le preparó a Jude un plato de pollo y ensalada. Se dispuso a comer.
Angus
se echó a sus pies.
Desde donde estaba sentado, en la mesa de la cocina, el hombre tenía visión del patio trasero. Una soga muy gastada pendía de la rama de un viejo y alto nogal. El neumático que alguna vez había colgado de ella ya no estaba allí. Más allá de la cerca había un callejón, empedrado con adoquines muy erosionados e irregulares.
Bammy se sirvió limonada y apoyó el trasero en la encimera. El alféizar que había detrás de ella estaba lleno de trofeos de bolos. Llevaba las mangas subidas, dejando a la vista unos antebrazos tan peludos como los de Jude.
—No conozco la romántica historia del modo en que os conocisteis.
—Los dos estábamos en Central Park —contó él—. Cogiendo margaritas. Nos pusimos a hablar y decidimos merendar juntos.
—Debió de ser así, o quizá os conocisteis en algún perverso club de fetichistas.
—Ahora que lo pienso, pudo haber sido en un perverso club de fetichistas.
—Estás comiendo como si nunca antes hubieras visto comida.
—No nos hemos parado a comer en todo el camino.
—¿Por qué tanta prisa? ¿Qué ocurre en Florida que os urge tanto llegar allí? ¿Algunos de vuestros amigos organizan una orgía a la que no queréis faltar?
—¿Prepara esta ensalada usted misma?
—Naturalmente.
—Está buena.
—¿Quieres la receta?
En la cocina reinaba un silencio sólo roto por el roce del tenedor sobre el plato y el ruido sordo de la cola del perro golpeando el suelo. Bammy le miró a los ojos, sin decir nada.
Por fin, Jude decidió romper aquella incómoda situación.
—Marybeth la llama Bammy. ¿Por qué?
—Es un diminutivo de mi nombre —explicó Bammy—. Alabama. MB me ha llamado así desde que era un bebé que mojaba los pañales.
Un bocado seco de pollo frío se le fue inesperadamente hacia la tráquea. Jude tosió y se golpeó el pecho. Parpadeó con los ojos llorosos. Le ardían las orejas.
—No lo tome a mal —dijo él, cuando su garganta estuvo libre—. Esto puede parecer fuera de lugar, pero ¿ha visto usted alguna vez una de mis actuaciones? A lo mejor me vio en la doble presentación con AC/DC en el año 1979.
—De ninguna manera. No me gustaba esa clase de música ni siquiera cuando era joven. Un montón de gorilas saltando por el escenario, diciendo palabrotas y gritando hasta quebrarse la garganta. Podría haberte visto si hubieras estado en el estreno de los Bay City Rollers. ¿Por qué?
Jude enjugó el sudor que volvía a cubrir su frente, en el fondo extrañamente aliviado.
—Conocí a una Alabama hace tiempo. No tiene importancia.
—¿Cómo es que los dos estáis tan maltrechos? Tenéis heridas encima de las heridas. Un desastre.
—Estábamos en Virginia, fuimos a un Denny's desde nuestro motel. Al regresar, casi nos atropellan.
—¿Seguro que todo quedó en un «casi»?
—Íbamos por un paso subterráneo. Un tipo hizo chocar su Jeep contra la pared de piedra. Él también se golpeó la cara contra el parabrisas.
—¿Cómo quedó?
—Salvó la vida, supongo.
—¿Estaba borracho?
—No sé. No lo creo.
—¿Qué ocurrió cuando llegó la policía?
—No nos quedamos para hablar con ella.
—No os quedasteis... —Se detuvo nada más iniciar la frase y arrojó el resto de la limonada en el fregadero, luego se secó la boca con el antebrazo. Tenía los labios fruncidos, como si el último trago de refresco hubiera estado más agrio de lo que a ella le gustaba—. Lleváis mucha prisa —dijo.
—Un poco.
—Hijo, ¿es muy grande el problema en que estáis metidos?
En ese momento, Georgia le llamó desde arriba.
—Ven a echarte, Jude. Ven arriba. Nos acostaremos en mi habitación. ¿Nos despiertas dentro de una hora, Bammy? Todavía tenemos que viajar un poco más.
—No tenéis por qué iros esta noche. Sabéis muy bien que podéis pasar la noche aquí.
—Mejor no —comentó Jude.
—No tiene sentido que os deis esa paliza. Ya son casi las cinco. Vayáis donde vayáis, no llegaréis hasta muy tarde.
—No hay problema, iremos bien. Nos gusta la noche. —Dejó su plato en el fregadero.
Bammy le miró con atención, casi estudiándole.
—No os iréis sin comer, ¿verdad? Eso era un aperitivo.
—No, señora. De ninguna manera. Gracias, señora.
Ella asintió con la cabeza.
—Prepararé algo mientras dormís una siesta. ¿De qué parte del sur eres?
—De Luisiana. Un lugar llamado Moore's Corner. No creo que usted haya oído hablar de él. No hay nada importante allí.
—Lo conozco. Mi hermana se casó con un hombre que la llevó a Slidell. Moore's Corner está muy cerca de allí. Hay buena gente en esa zona.
—No es el caso de mi gente —replicó Jude, y se fue arriba, con
Angus
detrás de él, saltando por los escalones.
Georgia le esperaba arriba, en la fresca oscuridad del pasillo del piso superior. Tenía el pelo envuelto en una toalla y llevaba puesta una desteñida camiseta de la Universidad de Duke y unos pantalones cortos azules, muy holgados. Tenía los brazos cruzados debajo de los pechos y en la mano izquierda sostenía una caja blanca, chata, rota en las esquinas y pegada con cinta marrón que se estaba desprendiendo.