Mientras Ruth se aproximaba a la valla, Jude tuvo una creciente sensación de alarma, como si estuviera viendo a un niño a punto de cruzarse en el camino de un autobús. Quiso llamarla, pero no pudo. Ni siquiera era capaz de respirar.
Recordó entonces lo que Georgia le había contado sobre ella. Que las personas que veían a la pequeña Ruth siempre trataban de llamarla, querían advertirle que estaba en peligro, decirle que corriera, pero a la hora de la verdad nadie podía hacerlo. Estaban demasiado sorprendidas por la propia visión de la chiquilla muerta como para poder hablar. Le asaltó una idea repentina y disparatada, la de que aquella muchacha era todas las niñas a quienes Jude había conocido y no había podido ayudar. Era a la vez Anna y Georgia. Nada deseaba más que poder pronunciar su nombre, atraer su atención, hacerle una señal para avisarla de que estaba en peligro, que cualquier cosa era posible. Si pudiera, Georgia y él todavía serían capaces de vencer al muerto, podrían sobrevivir a la infernal trampa en la que se habían metido.
Pero a Jude le era imposible encontrar su voz. Resultaba exasperante estar allí sin hacer nada, mirando, sin poder hablar. Golpeó su mano herida y vendada contra la encimera, y sintió una oleada de dolor que atravesó la palma. Fue inútil, siguió sin poder emitir ningún sonido por el cegado túnel en que se había convertido su garganta.
Angus
estaba a su lado y saltó cuando Jude golpeó la encimera de la cocina. Levantó la cabeza y lamió nerviosamente la muñeca de su amo. El contacto áspero, cálido, de la lengua de
Angus
sobre su piel desnuda le sobresaltó. Era algo inmediato y real que le libró de su parálisis tan rápida y repentinamente como la risa de Georgia lo había sacado de su pozo de desesperación hacía apenas unos momentos. Los pulmones se le llenaron con un poco de aire y gritó por la ventana.
—¡Ruth! —chilló... y ella giró la cabeza. Le escuchó. Ella le escuchó—. ¡Aléjate, Ruth! ¡Corre a casa! ¡Ahora mismo!
Ruth volvió a mirar al callejón oscuro y vacío, y entonces dio un paso atrás, casi perdiendo el equilibrio, para correr de vuelta a la casa. Antes de que pudiera avanzar un poco más, su delgado y blanco brazo se alzó, como si hubiera una cuerda invisible atada a su muñeca izquierda y alguien estuviera tirando de ella.
Pero no era una cuerda invisible. Era una mano invisible. Y un instante después se despegó del suelo, arrastrada en el aire por alguien que no estaba allí. Sus piernas largas y flacas pataleaban, impotentes, y una de sus sandalias voló por el aire, para desaparecer en la oscuridad. Ella luchó y se esforzó, con los dos pies suspendidos en el aire, y fue arrastrada vigorosamente hacia atrás. Su cara se volvió hacia él, indefensa e implorante. Las marcas visibles sobre sus ojos ocultaban una mirada desesperada, mientras era llevada por fuerzas misteriosas por encima del cercado de estacas.
—¡Ruth! —llamó otra vez, con voz tan autoritaria como lo había sido más de una vez en el escenario, cuando gritaba sin consideración alguna a sus legiones de seguidores.
La niña comenzó desaparecer mientras era arrastrada hacia el callejón. Los cuadros de su vestido eran en ese momento grises y blancos. El pelo había adquirido el color plateado de la luna. La otra sandalia se cayó sobre un charco y salpicó a su alrededor. Luego desapareció, hundiéndose, aunque las ondas del agua continuaron moviéndose por la superficie barrosa y poco profunda. Parecía haber caído, de manera increíble, directamente desde el pasado en el presente. La boca de Ruth estaba abierta, pero no podía gritar, y Jude no supo por qué. Tal vez el ser invisible que la arrastraba le había puesto una mano sobre la boca. Pasó bajo la intensa luz azul brillante de la farola y desapareció. La brisa levantó un periódico y éste aleteó por el callejón vacío, con un sonido seco y crujiente.
Angus
gimió otra vez y lo lamió de nuevo. Jude tenía la mirada fija, mal sabor en la boca y una sensación opresiva en los tímpanos.
—Jude —susurró Georgia detrás de él.
El cantante vio su reflejo en la ventana. Garabatos negros le bailaban delante de los ojos. También pululaban ante los suyos. Ambos estaban muertos. Pero no habían dejado de moverse todavía.
—¿Qué ha ocurrido, Jude?
—No he podido salvarla —respondió—. A la niña. A Ruth. He visto que se la llevaban.
—No podía decirle a Georgia que, de algún modo, su esperanza de poder salvarse ellos mismos se había ido con ella—. He gritado. He conseguido gritar. La he llamado por su nombre, pero no he podido cambiar su destino.
—Por supuesto que no, querido —dijo Bammy.
Jude se volvió hacia Georgia y Bammy. La joven estaba en el otro extremo de la cocina, en la entrada. Sus ojos eran simplemente sus ojos, sin marcas de muerte delante de ellos, Bammy tocó a su nieta en la cadera, para empujarla a un lado y poder entrar en la cocina pasando junto a ella. Se acercó a Jude.
—¿Conoces la historia de Ruth? ¿Acaso MB te la ha contado?
—Me dijo que su hermana fue raptada cuando era pequeña. Me contó que a veces algunas personas la ven en el jardín trasero, donde es raptada una y otra vez. Pero no es lo mismo verla en persona. La he escuchado cantar. He visto cómo se la llevaban.
Bammy puso una mano sobre el brazo del cantante.
—¿Quieres sentarte? —Él negó con la cabeza—. ¿Sabes por qué sigue regresando? ¿Por qué la ven las personas? Los peores momentos de la vida de Ruth transcurrieron allí, en ese jardín, mientras todos nosotros estábamos aquí sentados, almorzando, estaba sola y atemorizada, y nadie vio cómo se la llevaban. Nadie se dio cuenta de que dejaba de cantar. Debió de ser la cosa más horrible. Siempre he pensado que cuando algo realmente malo le pasa a una persona, los demás tienen que saberlo. No es posible que caiga el árbol en el bosque sin que nadie escuche el ruido de la caída. ¿Puedo, por lo menos, darte algo para beber?
Sólo en ese momento se dio cuenta de que su boca estaba desagradablemente pegajosa. Asintió con la cabeza. Ella buscó la jarra de limonada, ya casi vacía, y vertió en un vaso lo último que quedaba.
—Siempre he creído —dijo mientras servía— que si alguien lograba hablarle podría quitarle un peso de encima. Siempre he pensado que si alguien podía hacerle sentir que no estaba tan sola en esos últimos minutos, podría liberarla. —Bammy inclinó la cabeza a un lado, en un gesto curioso e inquisitivo que Jude le había visto hacer a Georgia un millón de veces—. Tú puedes haberle hecho un gran bien sin saberlo. Sólo por haber pronunciado en voz alta su nombre.
—¿Qué he hecho por ella, en realidad? Se la han llevado igual. —Bebió su vaso de un trago y luego lo puso en la pila de la cocina.
Bammy estaba cerca, junto a él, y su tono era a la vez amable e indulgente.
—No la has ayudado alterando lo ocurrido. La has liberado. Nunca pensé, ni por un momento, que alguien pudiera cambiar lo que ya le había ocurrido a ella. Eso está hecho. El pasado es pasado. Quedaos a pasar la noche aquí, Jude.
Esto último era tan completamente incoherente con lo que había dicho antes, que Jude necesitó un instante para comprender que ella acababa de hacerle un ruego.
—No puedo —dijo Jude.
—¿Por qué?
Porque cualquiera que les ofreciera ayuda sería contagiado con la muerte. Nadie podía saber hasta qué punto habían puesto ya en peligro la vida de Bammy, simplemente por haberse detenido en su casa unas horas. Porque él y Georgia ya estaban muertos, y los muertos arrastran a los vivos.
—Porque no es seguro —dijo finalmente. Era una explicación honesta, por lo menos.
La frente de Bammy se contrajo, pensativa. La vio esforzarse por encontrar las palabras adecuadas para hacerlo hablar, para obligarlo a revelar la situación en la que se hallaban.
Mientras ella seguía pensando, Georgia entró en la cocina, suavemente, casi deslizándose, de puntillas, como si tuviera miedo de hacer ruido.
Bon
la seguía, pegada a sus talones, mirándola con perruno aire de preocupación.
—No todos los fantasmas son como tu hermana, Bammy —explicó Georgia—. Hay algunos realmente malos. Estamos teniendo problemas de todo tipo con los muertos. No nos pidas ninguna explicación. No te ayudaría nada y te parecería disparatado.
—Intentadlo, de todos modos. Dejadme ayudaros.
—Señora Fordham —dijo Jude—, ha sido usted muy buena al recibirnos. Gracias por la cena.
Georgia se acercó a Bammy y tiró de la manga de su camisa. Cuando la abuela se volvió, la estrechó con sus pálidos y flacos brazos, abrazándola con fuerza.
—Eres una buena mujer, y yo te amo.
Bammy tenía aún la cabeza vuelta, mirando a Jude.
—Si puedo hacer algo...
—No puede —explicó él—. Es lo mismo que ocurre con su hermana, allí, en el jardín trasero. Uno puede gritar todo lo que quiera, pero eso no cambiará la forma en que ocurren las cosas.
—No creo que sea así. Mi hermana está muerta. Nadie prestó ninguna atención cuando dejó de cantar, y alguien se la llevó y la mató. Pero vosotros no estáis muertos. Vosotros dos estáis vivos y aquí, conmigo, en mi casa. No dejéis de luchar. Los muertos ganan cuando uno deja de cantar y permite que ellos se lo lleven consigo por el camino en la noche.
Esto último produjo en Jude una sacudida nerviosa, como si hubiera recibido una súbita y punzante descarga de electricidad estática al tocar algo metálico. Debió de ser la alusión a no abandonar la lucha, o lo de dejar de cantar. Allí había una idea, estaba seguro, pero no le encontraba sentido todavía. Lo que él y Georgia sabían sobre el inminente final de sus caminos, la sensación de que ambos estaban tan muertos como la niña que acababa de ver en el jardín trasero, eran un obstáculo que ninguna otra idea podía salvar.
Georgia besó la cara de Bammy, una y otra vez, enjugando sus lágrimas. Finalmente, la abuela se volvió para mirarla. Puso las manos sobre las mejillas de su nieta.
—Quedaos —pidió Bammy—. Oblígale a quedarse. Y si no quiere, que se vaya sin ti.
—No puedo hacer eso —replicó Georgia—. Y él tiene razón. No podemos involucrarte en este asunto más de lo que ya lo hemos hecho. Un hombre que era nuestro amigo murió por no alejarse de nosotros a tiempo.
Bammy apoyó la frente sobre el pecho de Georgia. Su respiración se agitó. Alzó las manos y las llevó hacia el pelo de la joven, y por un momento ambas mujeres se balancearon juntas, como si estuvieran bailando muy lentamente.
Cuando recobró la compostura —no pasó mucho tiempo— Bammy levantó los ojos para mirar la cara de Georgia otra vez. La abuela estaba congestionada, tenía las mejillas húmedas y le temblaba la barbilla, pero parecía que había logrado dominar su llanto.
—Rezaré, Marybeth. Rezaré por vosotros.
—Gracias —dijo Georgia.
—Estoy segura de que volverás. Estoy segura de que te volveré a ver otra vez, cuando hayas encontrado la manera de salir de ese asunto. Y sé que lo harás. Porque eres inteligente, eres buena y eres mi niña.
—Bammy respiró hondo y le dirigió una mirada llorosa de soslayo a Jude—. Espero que valga la pena.
Georgia se rió, con sonido suave, convulsivo, casi como un sollozo, y apretó a Bammy una vez más.
—Ve, entonces —aceptó Bammy—. Vete, si tienes que hacerlo.
—Ya nos hemos ido —dijo Georgia.
Conducía él. Llevaba las palmas calientes y húmedas sobre el volante. Sentía el estómago tenso. Necesitaba dar un puñetazo a algo. Quería conducir a toda velocidad, y lo estaba haciendo, pasando los semáforos ya con las luces en ámbar, en el mismo momento en que se ponían rojas. Y cuando no lograba pasar a tiempo y tenía que detenerse para esperar sentado el momento de partir, apretaba el pedal del acelerador, haciendo rugir el motor con impaciencia. Lo que había sentido en la casa, al observar a la pequeña niña muerta mientras era arrastrada, esa sensación de indefensión, se había enquistado en su interior, para cuajarse en rabia, en un regusto a leche agria.
Georgia le miró durante unos cuantos kilómetros y luego puso una mano sobre su antebrazo. Jude se sobresaltó al sentir el contacto húmedo y helado de la piel de ella sobre la suya. Quería respirar hondo y recuperar la serenidad, no tanto por él mismo como por ella. Si alguien podía permitirse el lujo de estar alterado, le parecía a él que debía ser Georgia. Ella tenía más derecho a sentirse mal, después de lo que Anna le había mostrado en el espejo. Cómo no iba a angustiarse después de haberse visto a sí misma muerta. El cantante no comprendía la tranquilidad, la tenacidad de Georgia, su preocupación por él, y no podía encontrar nada similar en sí mismo. Por eso era incapaz de respirar hondo. Un camión que iba delante de ellos tardó en arrancar después de que el semáforo se pusiera verde, y tocó la bocina.
—¡Muévete, imbécil! —gritó Jude por la ventanilla abierta al pasar junto al camión, cruzando la doble línea amarilla para adelantarle.
Georgia retiró la mano del brazo de él y la volvió a colocar en su regazo. Giró la cabeza para mirar por la ventanilla del lado del acompañante. Condujeron un poco más hasta llegar al siguiente cruce de carreteras.
Cuando Georgia habló otra vez, lo hizo refunfuñando, en tono bajo y divertido. No tenía intención de que Jude la escuchara, estaba hablando consigo misma.
—Oh, mira. El supermercado de coches de segunda mano que menos me gusta de todo el ancho mundo. ¿Dónde hay una granada de mano cuando una la necesita?
—¿Qué? —preguntó él, pero al decirlo ya se había percatado de lo que decía. Un momento después estaba moviendo el volante y utilizando los frenos para aparcar el automóvil junto al bordillo.
A la derecha del Mustang se abría la vasta extensión de un establecimiento de venta de automóviles usados, brillantemente iluminado con lámparas de sodio colocadas sobre postes de acero de diez metros de altura. Se alzaban sobre el asfalto como filas de alienígenas de tres patas, simulando la silenciosa invasión de un ejército de otro mundo. Se habían tendido cuerdas entre ellos, y mil banderines azules y rojos se movían con el viento, añadiendo un matiz carnavalesco al extraño lugar. Pasaban de las ocho de la tarde, pero todavía estaba abierto, aún se vendían coches. Varias parejas se movían entre los automóviles, inclinándose por las ventanillas para mirar las etiquetas de los precios, pegadas al vidrio.
Georgia arrugó la frente y su boca se abrió de una manera que indicaba que estaba a punto de preguntarle qué diablos estaba haciendo.