—Entonces él hizo lo que tenía que hacer, ¿no? —resumió Jude—. Fue prácticamente en defensa propia.
Una rara expresión asomó a las facciones de Jessica y desapareció tan rápidamente que él pensó que quizá sólo se lo había imaginado. Pero la realidad fue que, por un instante, las comisuras de sus labios parecieron temblar, en una especie de sonrisa sucia, perspicaz y atroz. La mujer se enderezó. Cuando volvió a hablar, su tono era el de una conferenciante, más que el de una persona furiosa y acorralada.
—Mi hermana estaba enferma. Se sentía confundida. Hacía tiempo que tenía tendencias suicidas. Anna se cortó las venas en la bañera, tal como todos sabíamos siempre que acabaría haciendo, y no hay nadie que pueda decir lo contrario.
—Anna dice otra cosa —informó Jude, y cuando vio la confusión que asomaba en el rostro de Jessica, remató el comentario—: Últimamente he estado recibiendo la visita de toda clase de muertos. ¿Sabe usted que nunca ha tenido demasiado sentido lo que hizo? Si quería enviarme un fantasma para perseguirme, ¿por qué no mandarla a ella? Si la muerte de Anna era culpa mía, ¿por qué enviar al padre? Pero su padrastro no me persigue por lo que hice yo. Me persigue por lo que hizo él.
—De todos modos, ¿quién es usted para decir que nuestro padre era un pederasta? ¿Cuántos años le lleva usted a esa puta que tiene detrás? ¿Treinta? ¿Cuarenta?
—Tenga cuidado —advirtió Jude, apretando la mano sobre la llave de cruz que aún empuñaba.
—Mi padre se merecía que le diéramos cualquier cosa que nos pidiera —continuó Jessica. Ya no podía callarse—. Yo siempre entendí eso. Mi hija también lo comprendió. Pero Anna hizo que todo fuera sucio, horrible, y lo trató como a un violador, cuando él no le había hecho a Reese nada que ella no quisiera. Anna habría estropeado los últimos días de nuestro padre en esta tierra, sólo para volver a estar con usted, para conseguir que se preocupara de nuevo por ella. Y ahora, ya ve usted adonde lo ha llevado todo esto. A poner a la gente contra sus familias. A meter las narices donde no pinta nada, donde no debe.
—Oh, Dios mío —intervino Marybeth—. Si ella está diciendo lo que pienso que está diciendo, es la conversación más repugnante que he escuchado jamás.
Jude puso la rodilla entre las piernas de Jessica y la empujó contra el suelo con la mano herida.
—Basta ya. Si escucho una palabra más sobre lo que su padrastro se merecía y cuánto las quería a todas ustedes acabaré vomitando. ¿Cómo me deshago de él? Dígame lo que tengo que hacer para que desaparezca y nos iremos de aquí para siempre. Ahí terminará todo.
Jude dijo todo esto sin estar seguro de si sería capaz de cumplir su parte del trato.
—¿Qué ha pasado con el traje? —quiso saber Jessica.
—¿Qué mierda importa eso?
—Ha desaparecido, ¿no? Usted compró el traje del muerto, y ahora ha desaparecido, y no pueden deshacerse de él. Todas las ventas son irrevocables. No hay devoluciones, especialmente si la mercancía ha sido deteriorada. No hay nada que hacer. Usted está muerto. Usted y esa puta que lo acompaña. No parará hasta que usted esté bajo tierra.
Jude se inclinó hacia delante, le puso la llave de cruz en el cuello y apretó un poco. La mujer comenzó a ahogarse.
—No. No acepto eso —replicó Jude—. No me lo creo. Tiene que haber alguna solución, si no... ¡Quíteme las manos de encima, mierda!
Las manos de Jessica estaban tirando de la hebilla de su cinturón. Él se apartó al sentir que la mujer le tocaba, retirando sin querer la llave de cruz de su garganta. Jessica se echó a reír.
—Vamos. Ya me ha arrancado la blusa. ¿Nunca ha soñado con la posibilidad de presumir de haberse follado a dos hermanas? —preguntó ella—. Seguro que a su amiguita le gustaría mirar.
—No me toque.
—Escúcheme, gran hombre fuerte. Gran estrella de rock. Usted me tiene miedo a mí, le tiene miedo a mi padre y tiene miedo de sí mismo. Bien. Tiene razón al sentir tantos temores. Usted va a morir. Por su propia mano. Puedo ver las marcas de la muerte sobre sus ojos.
—Dirigió la mirada a Marybeth—. También las veo en ti, cariño. Tu novio te va a matar antes de suicidarse, y tú lo sabes. Me gustaría estar presente en el momento en que eso ocurra. Me encantaría ver cómo lo hace. Espero que te haga picadillo, espero que haga mil tajos en tu carita de puta...
En un instante, la llave que Jude usaba como arma estuvo otra vez sobre el cuello de Jessica, y él apretó con toda la fuerza que pudo. Jessica abrió los ojos desmesuradamente, y su lengua salió de la boca. Trató de incorporarse sobre los codos. El hombre la empujó con fuerza hacia abajo, haciendo que su cabeza se golpeara con el suelo.
—¡Jude! —gritó Marybeth—. ¡No lo hagas, Jude!
Aflojó la presión que ejercía sobre la llave, con lo que Jessica pudo volver a respirar y gritó. Era la primera vez que gritaba. Jude volvió a apretar, esta vez para interrumpir el grito.
—El garaje —ordenó Jude.
—¡Jude!
—Cierra la puerta del garaje. Todos los vecinos van a oírla, si no cierras.
Jessica trató de arañarle la cara. Pero los brazos de él eran más largos que los de la mujer. Se apartó de las manos de Jessica, que se habían transformado en garras. Por segunda vez golpeó el suelo con la cabeza de su prisionera.
—Si vuelve a gritar, la mataré a golpes aquí mismo. Ahora voy a retirarle la llave de la garganta, y será mejor que empiece a hablar, que me diga cómo deshacerme de esa cosa. ¿Qué tal si se comunica con él directamente? ¿Podría hacerlo con un tablero de ouija o algo por el estilo? ¿Puede conseguir usted que se vaya?
Aflojó la presión de nuevo, y ella gritó por segunda vez... Fue un grito largo y penetrante, que al final se disolvió en una carcajada. Jude le dio un puñetazo en el plexo solar y la dejó sin aire, haciéndola callar.
—Jude —insistió Marybeth desde atrás. Había ido a cerrar la puerta del garaje y en ese momento regresaba.
—Luego.
—Jude.
—¿Qué? —Reaccionó, girando el torso para lanzarle una mirada furiosa.
En una mano Marybeth tenía el bolso brillante y colorido, más o menos cuadrado, de Jessica Price. Lo levantó para que él lo viera. Pero en realidad no era un bolso, sino un recipiente para llevar el almuerzo, con una foto de la modelo y cantante Hillary Duff en un lado.
Jude seguía mirando a Marybeth, que mostraba el recipiente para llevar comida. Estaba confundido, no comprendía por qué quería ella que mirase aquel objeto, por qué era tan importante. Además, llevaba en alto la otra mano, sin nada. ¿Por qué? En ese momento
Bon
empezó a ladrar. Era un fuerte ladrido, que parecía surgir de lo más profundo de su pecho. Cuando Jude giró la cabeza para ver a qué o por qué estaba ladrando, escuchó otro ruido, un clic agudo, metálico, el inconfundible ruido de alguien que amartilla una pistola.
La niña, la hija de Jessica Price, había entrado por la puerta acristalada del porche. En realidad había encañonado a Marybeth, y por eso iba brazos en alto. Jude ignoraba de dónde podía haber salido el arma. Era un enorme Colt 45, con incrustaciones de marfil y un cañón largo, una pistola tan pesada que la niña apenas podía sostenerla. Miraba atentamente desde debajo del flequillo. Una gota de sudor le iluminaba el labio superior. Cuando habló, fue con la voz de Anna, pero lo que más sorprendía era la tranquilidad que rezumaba.
—Apártese de mi madre —dijo.
El hombre de la radio seguía hablando: «¿Cuál es la exportación más importante de Florida? Uno podría decir que son las naranjas, pero se equivocaría».
Por un momento, la suya fue la única voz que se escuchó en la habitación. Marybeth sostenía a
Angus
por el collar y trataba de frenarlo, tarea nada fácil. El perro tiraba hacia delante con toda su considerable voluntad y todos sus músculos, y Marybeth debía apoyarse con fuerza en los talones para impedir que escapara. El animal comenzó a gruñir. Fue como un sordo trueno, bajo y entrecortado, un mudo pero perfectamente elocuente mensaje de amenaza. El gruñido hizo que
Bon
ladrara otra vez, un explosivo ladrido tras otro.
Marybeth fue la primera en romper el silencio.
—No necesitas usar eso. Nos marchamos. Vamos, Jude. Salgamos de aquí. Ayúdame con los perros y vamonos.
—¡Vigílalos, Reese! —gritó Jessica—. ¡Han venido a matarnos!
Jude cruzó la mirada con Marybeth e hizo un gesto en dirección a la puerta del garaje.
—Salgamos de aquí. —Se puso de pie, una rodilla crujió recordándole que empezaba a tener las articulaciones viejas y hubo de apoyarse en la encimera para sostenerse. Luego miró a la niña directamente a los ojos, sobre la pistola de calibre 45 que le apuntaba a la cara.
—Sólo quiero sujetar a mi perro —explicó—. Y no os molestaremos más.
Bon
, ven aquí.
La perra ladraba y ladraba sin parar, en el espacio que había entre Jude y Reese. El cantante dio un paso hacia ella para buscar su collar y sujetarla.
—¡No dejes que se te acerque demasiado! —gritó Jessica—. ¡Tratará de quitarte el arma!
—¡Retroceda! —ordenó la niña.
—Reese —dijo él, usando su nombre de pila para calmarla y generar confianza. Jude tenía alguna práctica en el terreno de la persuasión psicológica—. Voy a dejar esto —mostró la llave de cruz para que ella pudiera verla. Luego la dejó sobre la repisa—. Ahí está. Ahora tú tienes una pistola y yo estoy desarmado. Sólo quiero a mi perro.
—Vamonos, Jude —dijo Marybeth—. Bonnie nos seguirá. Salgamos de aquí.
Marybeth estaba ya en el garaje, mirando hacia atrás a través de la puerta.
Angus
ladró por primera vez. El sonido resonó en el suelo de hormigón y el alto techo.
—Ven conmigo,
Bon
—la llamó Jude, pero
Bon
hizo caso omiso de él, y en cambio dio un nervioso y pequeño salto hacia Reese.
Los hombros de la niña se movieron, al encogerse por el susto. Durante un momento, giró el arma para apuntar a la perra, pero enseguida la volvió hacia Jude, quien dio otro paso para acercarse a
Bon
. Estaba casi lo suficientemente cerca como para alcanzar el collar.
—¡Aléjese de ella! —gritó Jessica y Jude percibió un movimiento en el borde de su campo visual.
La hermana de su antigua novia estaba gateando por el suelo, y cuando Jude se volvió, la mujer se puso de pie y cayó sobre él. El hombre vio el reflejo de algo suave y blanco en una mano. No supo qué era hasta que lo tuvo en la cara. Era una daga de porcelana, o mejor dicho un ancho trozo del plato roto, que ella dirigió al ojo de su enemigo, pero éste movió la cabeza y sólo alcanzó a herirlo en la mejilla.
Jude alzó el brazo izquierdo y le dio un codazo en la mandíbula. Arrancó el trozo de plato roto de su cara y lo arrojó lejos. Con su otra mano encontró la llave de cruz sobre el mueble de la cocina y notó que un instante después producía un ruido sordo, sólido y sustancioso. Vio que los ojos de Jessica se abrían hasta querer salirse de las órbitas.
—¡No, Jude, no! —gritó Marybeth.
Él giró sobre sí mismo y se agachó cuando ella gritó. Tuvo tiempo de ver a la niña, con rostro de sobresalto y grandes ojos afligidos. Y entonces el arma que tenía en las manos se disparó. El ruido fue ensordecedor. Un florero, lleno de guijarros y con algunas orquídeas blancas artificiales, explotó en la encimera de la cocina. Trozos de vidrio y pequeñas piedras volaron por el aire alrededor de él.
La pequeña retrocedió, dando trompicones. Se le enganchó el talón en el borde de una alfombra y casi se cayó al suelo,
Bon
saltó hacia ella. Reese se había enderezado, y cuando la perra la golpeó, lo hizo con tanta fuerza que la derribó y el arma volvió a dispararse.
La bala le dio a
Bon
abajo, en el abdomen, e hizo que su parte trasera saltara por el aire. El salto se convirtió en una extraña vuelta completa. Rodó y se golpeó contra las puertas del armario, debajo del fregadero. Tenía los ojos muy abiertos y sólo se veía la parte blanca de ellos. Su boca también había quedado muy abierta. Entonces el perro negro de humo que había dentro del animal surgió entre sus mandíbulas, como un genio saliendo de una lámpara árabe, y atravesó a toda velocidad la habitación, pasando junto a la niña, para salir al porche.
La gata que estaba echada sobre la mesa lo vio llegar, y chilló mientras su pelo se erizaba en el lomo. Se echó a la derecha cuando el perro de humo negro rebotó sobre la mesa casi sin tocarla. La sombra de
Bon
echó una rápida mirada al rabo de la gata y luego saltó. Cuando el espíritu de
Bon
llegó al suelo, atravesó un intenso rayo de temprano sol matutino, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Jude se quedó mirando el lugar por el que el increíble perro de sombra negra había desaparecido. Demasiado confuso como para actuar, durante unos momentos pareció paralizado. Sólo era capaz de sentir. Y lo que sintió fue la emoción del asombro, un pasmo tan intenso que pareció una especie de descarga eléctrica. Sintió que había tenido el honor de vislumbrar algo hermoso y eterno.
Y luego miró el cuerpo muerto de
Bon
, ya sin alma. La herida en su abdomen era un espectáculo horrible, una abertura ensangrentada, un nudo azul de intestinos desparramados. La larga cinta rosada de su lengua caía obscenamente de la boca. No parecía posible que el disparo la hubiera abierto tan completamente, de modo que no debió morir por el tiro, sino que había sido destripada. Había sangre por todos lados, en las paredes, los armarios, sobre él, derramándose en el suelo en un charco oscuro.
Bon
ya estaba muerta cuando chocó con el suelo. La visión de la perra le producía otra especie de choque eléctrico, una formidable sacudida para sus terminales nerviosas.
Jude volvió la mirada incrédula a la niña. Se preguntó si la pequeña habría visto al perro de humo negro cuando pasó corriendo junto a ella. Estuvo a punto de preguntárselo, pero no pudo hablar. Momentáneamente, se había quedado sin palabras. Reese se incorporó sobre los codos, apuntándole con el Colt 45 en una mano.
Nadie habló ni se movió, y en aquel silencio se oyó claramente la voz de la radio:
«Los caballos salvajes del Parque Nacional de Yosemita, en California, están hambrientos después de meses de sequía y los expertos temen que muchos morirán si no se toman medidas rápidas. Tu madre morirá si no le disparas. Tú morirás».