La palma de la mano izquierda de Jude estaba vendada, pero los dedos quedaban al descubierto. Salían de la gasa como si ésta fuera un guante con los dedos cortados. Su padre blandió la navaja en el aire, para atacar otra vez, pero antes de que pudiera hacerla bajar, Jude clavó los dedos en los ojos rojos y brillantes del viejo. Éste gritó, retorciendo la cabeza hacia atrás, tratando de librarse de la mano de su hijo. La hoja de la navaja se movió delante de la cara de Jude, sin tocarle. El hijo empujó hacia atrás, cada vez más hacia atrás, la cabeza de lo que había sido su padre, dejando al descubierto su escuálida garganta, preguntándose si podía presionar lo suficiente como para quebrarle el cuello al maldito bastardo.
Sostenía la cabeza del anciano tan atrás como le era posible, cuando un cuchillo de cocina golpeó el cuello de su padre.
A tres metros, de pie junto a la encimera de la cocina, al lado de una placa imantada puesta en la pared, con cuchillos adheridos a ella, estaba Marybeth. Más que respirar, sollozaba... El padre de Jude giró la cabeza, para mirarla. Burbujas de aire hacían espuma en la sangre que manaba alrededor del mango del cuchillo, hundido en la carne. Martin estiró una mano para cogerlo, cerró sus dedos débilmente sobre el arma, luego emitió un ruido, una sonora inhalación, y finalmente cayó hacia un lado.
Marybeth arrancó otro cuchillo de hoja ancha del soporte imantado, y luego otro más. Tomó el primero por la punta de la hoja y lo arrojó a la espalda de Martin, mientras éste se desplomaba hacia delante. Chocó con el suelo y el cuchillo se hundió más, con un ruido hueco, profundo, como si la hoja se hubiera clavado en un melón. Martin no se quejó ya con este segundo golpe. Sólo se oyó el silbido de un agónico aliento final. La mujer avanzó hacia él, con el último cuchillo delante de ella.
—No te acerques —ordenó Jude—. No te acerques, es un muerto viviente. —Pero ella no le escuchó.
Enseguida estuvo sobre Martin. El padre de Jude la miró y Marybeth le atravesó la cara con el cuchillo. Entró cerca de una de las comisuras de los labios y salió por el otro lado, un poco más allá de la otra comisura, ensanchándole la boca hasta convertirla en un gran tajo rojo.
Según le acuchillaba, el viejo contraatacó, lanzando la mano derecha, la que sostenía la navaja. La hoja le abrió una línea roja en el muslo, por encima de la rodilla derecha, que se le dobló.
Martin comenzó a levantarse del suelo, mientras Marybeth empezaba a caer. El viejo rugía al incorporarse. La atrapó a la altura del estómago, en un placaje casi perfecto, y Marybeth se estrelló contra la encimera de la cocina. Como pudo, la mujer clavó el último cuchillo en el hombro de Martin, hundiéndolo hasta el mango. Fue lo mismo que clavarlo en el tronco de un árbol, si se consideran los resultados que obtuvo.
Se deslizó hacia el suelo, con el padre de Jude encima de ella. La sangre todavía formaba espuma en el cuchillo clavado en su cuello. Volvió a atacarla con la navaja.
Marybeth se protegió el cuello, cubriéndolo débilmente con la mano herida. La sangre corrió entre sus dedos. Se había abierto una tosca sonrisa negra en la carne blanca de su garganta.
Se deslizó hacia un lado. Golpeó con la cabeza en el suelo. Miró a Martin y a Jude al caer. Un lado de su cara se apoyaba en la sangre, un charco de sangre espesa, de color granate.
El padre de Jude cayó y se quedó a cuatro patas. Su mano libre estaba todavía alrededor del mango del cuchillo que tenía clavado en la garganta. Parecía explorarlo a ciegas con los dedos, midiéndolo, pero sin hacer nada para sacarlo. Estaba acribillado, con un cuchillo clavado en el hombro, otro en la espalda, pero él sólo estaba interesado en el tercero, el que le atravesaba el pescuezo, sin dar señales de darse cuenta de la presencia de las otras hojas de acero metidas en su cuerpo.
Martin gateó vacilante, alejándose de Marybeth y de Jude. Los brazos cedieron primero y luego la cabeza cayó al suelo. El golpe en la barbilla fue tan fuerte que se oyó el ruido de los dientes al chocar entre sí. Trató de impulsarse para ponerse de pie y a punto estuvo de lograrlo, pero en el último instante se aflojó y rodó hacia un lado. Ocurrió lejos de Jude, lo cual fue un pequeño alivio para éste. Así no lo tendría pegado a su cara mientras moría otra vez.
Marybeth intentaba hablar. Su lengua salió de la boca, movió los labios. Los ojos imploraban a Jude que se acercara. Las pupilas se habían convertido en puntos negros.
Jude se arrastró por el suelo, avanzando con los codos, acercándose a ella. La joven ya estaba susurrando algo. Era difícil oírla por encima de los ruidos del moribundo, que de nuevo soltaba toses ahogadas y daba fuertes golpes con los talones en el suelo. Parecía dominado por una especie de diabólica convulsión.
—No ha... desaparecido —decía Marybeth débilmente—. Va a... volver... otra vez. Nunca... se irá.
Jude miró a su alrededor, buscando algo que pudiera taponar la herida de la garganta. Estaba ya tan cerca que sus manos chapoteaban en el charco de sangre que la rodeaba. Descubrió un paño de cocina colgado en el asa del horno. Lo cogió.
Marybeth le miraba a la cara, pero Jude tenía la impresión de que ya no le veía..., la sensación de que en realidad miraba a través de él, hacia una distancia inalcanzable.
—Escucho... a Anna. La escucho... llamándome. Tenemos... que hacer... una puerta. Tenemos que... dejarla entrar. «Haznos una puerta. Haz una puerta... —dice— ... y yo la abriré».
—No hables. —Levantó la mano de la joven, enrolló el paño en el cuello y presionó, intentando detener la hemorragia.
Marybeth le agarró la muñeca.
—Yo no puedo abrirla... una vez que esté... en el otro... lado. Tiene que ser ahora. Yo ya estoy muerta. Anna está muerta. No puedes... salvarnos... a nosotras —dijo. Había mucha sangre, demasiada sangre—. Olvídate... de nosotras. Sálvate... tú.
Al otro lado de la habitación Jude escuchó más toses, se volvió y vio a su padre, que estaba a punto de vomitar. Escupía con un tremendo esfuerzo algo que salía por su garganta. Jude supo enseguida de qué se trataba.
Miró a Marybeth con más incredulidad que pesar. Con la mano cubrió la cara de la joven, que estaba muy fría al tacto. Le había hecho una promesa. Se había prometido a sí mismo, además de a ella, que la cuidaría, y allí estaba la pobre, con la garganta cortada, diciéndole que era ella quien lo iba a cuidar a él. Se esforzaba por vivir un poco más con cada suspiro. No podía controlar el temblor.
—Hazlo, Jude —imploró—. Simplemente, hazlo.
Levantó las manos de la chica y las puso sobre el paño de cocina, para mantenerlo presionado sobre el cuello herido. Luego se volvió y gateó por encima de la sangre de la mujer, hasta alcanzar el borde del charco. Se escuchó a sí mismo tarareando otra vez su canción, su nueva canción, la melodía parecida a un himno sureño, a una composición country. ¿Cómo se hacía una puerta para los muertos? ¿Sería suficiente simplemente dibujar una? Trataba de pensar, desconcertado, con qué dibujarla, cuando vio las huellas rojas que sus manos iban dejando sobre el linóleo. Mojó un dedo en la sangre de la chica y comenzó a trazar una línea sobre el suelo.
Cuando consideró que la había hecho suficientemente larga, empezó a dibujar otra, formando un ángulo recto con la primera. La sangre que había en la punta de su dedo se acabó, o mejor dicho se secó. Giró, arrastrándose lentamente, para regresar hacia Marybeth y el amplio y tembloroso charco de sangre en el que estaba tendida.
Miró más allá de ella y vio a Craddock, saliendo por la boca abierta de su padre. La cara del fantasma estaba horriblemente alterada por el esfuerzo. Emergía con los brazos hacia abajo, una mano sobre la frente y la otra sobre el hombro de Martin. A la altura del estómago, su cuerpo estaba aplanado y enrollado, como una soga que llenaba la boca de Martin y parecía extenderse hacia abajo, a través de su laringe atragantada. Craddock había entrado con la facilidad de un líquido que cae por una hendidura, pero estaba tratando de salir como un hombre hundido hasta la cintura en un pantano cenagoso. El muerto habló:
—Morirás. La puta morirá, tú morirás, nosotros moriremos, todos juntos iremos por la ruta de la noche, tú quieres cantar la la la, te enseñaré a cantar, te enseñaré.
Jude metió la mano en la sangre de Marybeth, mojándola por completo, y se volvió, para enseguida alejarse otra vez. No pensaba en nada. Era una máquina que gateaba estúpidamente hacia delante, mientras terminaba de dibujar la puerta. Acabó la parte de arriba del sangriento símbolo, se arrastró para dar la vuelta y empezó una tercera línea, yendo con esfuerzo en dirección a Marybeth. Trazaba como podía una línea torpe y sinuosa, gruesa en algunos lugares, apenas una delgada mancha en otros.
La parte inferior de la puerta era el charco. Cuando llegó a él, miró la cara de Marybeth. Toda su camiseta estaba empapada por delante. La cara aparecía pálida e inexpresiva, y por un momento pensó que era demasiado tarde, que estaba muerta, pero entonces sus ojos se movieron, imperceptiblemente, sólo un poco, observándolo a través de una neblina opaca mientras se acercaba.
Craddock empezó a gritar, furioso por la frustración. Casi todo él había salido ya del viejo. Sólo le faltaba una pierna. Ya intentaba ponerse en pie, pero la pierna estaba atascada en alguna parte del interior de la garganta de Martin, y eso parecía hacerle perder el equilibrio. En la mano del espectro estaba la navaja de hoja en forma de media luna. La cadena colgaba de ella dibujando un bucle brillante, que se balanceaba.
Jude le dio la espalda otra vez y dirigió la vista a la puerta irregular dibujada con sangre. Miró estúpidamente la larga y torcida estructura roja, un recuadro vacío que contenía algunas huellas de manos de color escarlata. No estaba terminada todavía y trató de pensar qué más necesitaba. Entonces se le ocurrió que aquello no era una puerta si no había manera de abrirla. Gateó hacia delante y pintó un círculo, un pomo, en el centro del rectángulo.
La sombra de Craddock cayó sobre él. ¿Los fantasmas podían proyectar sombra? Jude se sorprendió. Estaba cansado. Era difícil pensar. Se arrodilló sobre la puerta y sintió que algo daba un golpe por el otro lado. Fue como si el viento, que todavía azotaba la casa en ráfagas furiosas, constantes, tratara de entrar a través del linóleo.
Una línea clara, de incipiente luminosidad, apareció por el borde derecho de la puerta. Enseguida fue una vivida y radiante franja blanca. Algo golpeó otra vez el otro lado, como un león salvaje que estuviera atrapado bajo el suelo. Golpeó por tercera vez. Cada golpe producía un gran estruendo, que estremecía la casa, haciendo que los platos sonaran al bailar en la bandeja de plástico, junto al fregadero. Jude sintió que sus codos comenzaban a ceder un poco y decidió que no había razón para quedarse allí a cuatro patas, y además, ya era demasiado esfuerzo. Se dejó caer hacia un lado, rodó fuera de la puerta y se quedó acostado sobre su espalda.
Craddock estaba de pie sobre Marybeth, con su traje negro de muerto, que tenía torcido un lado del cuello. El sombrero había desaparecido. El fantasma no avanzaba. Se había detenido. Miró con desconfianza la puerta dibujada con sangre que tenía a sus pies, como si fuera una escotilla secreta y él hubiera estado a punto de pisarla y caer por ella.
—¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?
Cuando Jude habló, su voz pareció llegar de una gran distancia, como si se tratara de algún truco de ventriloquia:
—Los muertos reclaman lo suyo, Craddock. Tarde o temprano reclaman lo suyo.
La puerta deforme se hinchó y luego retrocedió en el suelo. Se volvió a hinchar. Casi daba la impresión de estar respirando, o palpitando brutalmente. La línea de luz se extendió por la parte de arriba. Ahora era un rayo de luminosidad tan intenso que no se podía mirar directamente sin riesgo de cegarse. Giró en el ángulo y siguió hacia abajo, por el otro lado de la puerta.
El viento lanzaba un lamento fúnebre, más intenso que nunca, un chillido alto y agudo. Pasado un momento, Jude se dio cuenta de que no se trataba del viento que soplaba fuera de la casa, sino de un vendaval que gemía en los bordes de la puerta dibujada con sangre. No soplaba hacia fuera, sino que estaba siendo absorbido hacia dentro, a través de aquellas líneas blancas, cegadoras. Sus oídos se taponaron de golpe y Jude pensó en un avión que descendiera demasiado rápidamente. Los papeles se arrugaron, luego levantaron el vuelo sobre la mesa de la cocina y empezaron a girar por encima, persiguiéndose unos a otros. Pequeñas y delicadas ondas se movían sobre el ancho charco de sangre, alrededor de la cara inexpresiva y con los ojos desmesuradamente abiertos de Marybeth.
El brazo izquierdo de la mujer estaba estirado sobre el lago de sangre, apuntando a la puerta de entrada. En un momento en que Jude no estaba mirando, se había movido, para dejar la mano señalando de aquella manera. Los dedos descansaban sobre el círculo rojo que había dibujado a modo de pomo.
En algún lugar, un perro empezó a ladrar.
Un instante después, la puerta pintada sobre el linóleo se abrió. Según las leyes de la física, Marybeth debería haber caído al otro lado, pues la mitad de su cuerpo estaba echada sobre la puerta; pero no fue así. En lugar de ello, flotó, como si la sostuviera una hoja de brillante vidrio. Un paralelogramo irregular llenaba el centro del suelo, una trampilla abierta, inundada con una luz sorprendente, un brillo cegador que se alzaba alrededor de ella.
La intensidad de aquella luz que llegaba, desbordante, desde abajo, convirtió la habitación en un negativo fotográfico. Todo fueron claroscuros y sombras planas e imposibles. Marybeth era una figura negra, sin rasgos característicos, suspendida en una hoja de luz. Craddock, de pie sobre ella, con los brazos alzados para protegerse la cara, parecía una de las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima, la imagen abstracta de un hombre, de tamaño natural, dibujado con ceniza sobre una pared negra. Los papeles todavía giraban y revoloteaban por encima de la mesa de la cocina, pero se habían vuelto negros y parecían una bandada de cuervos.
Marybeth dio una vuelta sobre sí misma y levantó la cabeza, pero ya no era Marybeth. Era Anna, y rayos de luz llenaban sus ojos y su rostro era tan severo como el juicio del propio Dios. Y la muerta habló:
—¿Por qué?
Craddock respondió siseando:
—Vete. Regresa.