Y una vez en la luz, ve a Anna, la ve iluminada, brillando como una luciérnaga, la ve apartarse del volante, la ve sonreír y extender el brazo hacia él, poniendo su mano sobre la de él y la de Marybeth, y es entonces cuando dice lo inesperado:
—Maldición, creo que este peludo hijo de perra está tratando de incorporarse.
Jude parpadeó por la luz blanca, clara y dolorosa de un oftalmoscopio que apuntaba a su ojo izquierdo. Intentó, con fuerza, ponerse de pie, pero alguien lo sujetaba con una mano colocada sobre su pecho, manteniéndolo aplastado contra el suelo. Abrió la boca en busca aire, como una trucha recién pescada y lanzada a la orilla en el lago Pontchartrain. Le había dicho a Anna que podrían ir a pescar allí, lo dos juntos. ¿O había sido a Marybeth? Ya no lo sabía.
El oftalmoscopio fue retirado y se quedó mirando sin ver hacia el techo manchado de moho de la cocina. En algunas ocasiones, los locos se hacían agujeros en su propia cabeza para dejar salir a los demonios, para aliviar la presión de los pensamientos que ya no podían tolerar más. Jude comprendió ese impulso. Cada latido de su corazón era un nuevo y sorprendente golpe, sentido en los nervios de detrás de los ojos y en las sienes. Eran dolorosas pruebas de que estaba con vida.
Un cerdo con la cara rosada y blanda se inclinó sobre él, sonrió obscenamente y habló:
—¡A la mierda! —exclamó—. ¿Sabes quién es éste? Es Judas Coyne.
—¿Podemos sacar a los malditos cerdos de la habitación? —preguntó otra voz.
El cerdo que tenía casi encima fue empujado con una patada y se oyó un chillido de indignación. Un hombre de prolija barba marrón, de chivo, y ojos avisados se inclinó hasta entrar en el campo visual de Jude.
—¿Señor Coyne? Procure no moverse. Ha perdido mucha sangre. Vamos a ponerlo en una camilla.
—Anna —dijo Jude con voz temblorosa y respirando con dificultad.
Una breve expresión de dolor, y algo así como una disculpa, pasaron por los claros ojos azules del joven enfermero.
—¿Anna era su nombre?
No. No. Jude se había equivocado. Ése no era su nombre, pero no pudo encontrar el aliento necesario para rectificar. Entonces se dio cuenta de que el hombre que se inclinaba sobre él se había referido a ella en tiempo pasado.
Arlene Wade habló en su nombre.
—Me dijo que su nombre era Marybeth.
La vieja enfermera se inclinó por el otro lado, mirándolo con sus ojos cómicamente grandes detrás de las gafas. La mujer estaba hablando de Marybeth también en tiempo pasado. Trató otra vez de sentarse, pero el enfermero de la barbita de chivo se lo impidió con firmeza.
—No trates de levantarte, querido —le recomendó Arlene.
Algo hizo un ruido metálico no muy lejos de él. Miró hacia delante, sobre su propio cuerpo, más allá de sus pies, y vio a unos hombres empujando una camilla en dirección al pasillo. Una bolsa de plástico, llena de sangre, se balanceaba de un lado a otro, sostenida por una varilla de metal fijada a la camilla. Desde su posición en el suelo, Jude no podía ver nada de la persona que estaba sobre la camilla, salvo una mano que colgaba en un lado. La infección que había arrugado y dejado blanca la palma de la mano de Marybeth había desaparecido, no quedaba rastro de ella. Su mano, pequeña y delgada, oscilaba sin fuerza, siguiendo el movimiento de la camilla, y Jude pensó en la niña de su obscena película pornográfica, en la manera en que al caer parecía no tener huesos. Se quedaba inerte, vacía, cuando la vida la abandonaba. Uno de los enfermeros que empujaba la camilla bajó la vista y vio a Jude, que miraba. Cogió la mano de Marybeth y la volvió a poner en su sitio. Los demás empujaron la camilla hasta que quedó fuera de la vista de Jude. Todos iban hablando en voz baja, nerviosos.
—¿Marybeth? —logró preguntar Jude, con una voz que era el más débil de los susurros, pronunciado en una dolorosa exhalación de aliento.
—Ella tiene que irse ahora —explicó Arlene—. Otra ambulancia vendrá a por ti, Justin.
—Pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.
—¿Irse? —preguntó Jude. No comprendía realmente.
—No pueden hacer nada más por ella aquí, eso es todo. Es hora de llevársela.
—Arlene le palmeó la mano—. Su viaje termina aquí.
Jude estuvo perdiendo y recuperando el conocimiento durante veinticuatro horas.
Una de las veces que despertó vio a su abogada, Nan Shreve, en la puerta de la habitación del hospital. La mujer hablaba con Jackson Browne. Jude lo había conocido unos años antes, en la entrega de los Premios Grammy. Aquel día había salido discretamente, a mitad de la ceremonia, para hacer una visita al lavabo de caballeros, y mientras estaba orinando, levantó la vista casualmente y descubrió a Jackson Browne en el mingitorio de al lado. Sólo se habían saludado con un movimiento de cabeza, no habían llegado a cruzar ni una palabra, ni siquiera para decirse hola, de modo que Jude no podía imaginar qué estaba haciendo en ese momento en Luisiana. Tal vez tenía que dar un concierto en Nueva Orleans y, al enterarse de que Jude había estado a punto de morir, se había acercado para expresar su solidaridad. A lo mejor era el comienzo de una procesión de visitas de estrellas del rock and roll, para decirle que tuviera fuerzas y siguiera adelante. Jackson Browne estaba vestido de manera conservadora —chaqueta azul, corbata— y llevaba un escudo dorado en el cinturón, junto a un revólver enfundado. Jude dejó que sus párpados se cerraran.
Tenía una percepción oscura y amortiguada del paso del tiempo. Cuando despertó otra vez, otra estrella de rock estaba sentada junto a él: Dizzy. Con los ojos cubiertos por garabatos negros, su rostro todavía demacrado por el sida. Le tendió la mano y Jude se la cogió.
—Tenía que venir, hombre. Tú estuviste en su momento conmigo.
—Me alegro de verte —dijo Jude—. Te he echado mucho de menos.
—¿Disculpe? ¿Decía algo? —preguntó la enfermera, que estaba al otro lado de la cama.
Jude levantó la vista hacia ella. No se había dado cuenta de que la mujer estaba allí. Cuando volvió a mirar a Dizzy, descubrió que su mano colgaba vacía. No había nadie.
—¿A quién le está hablando? —quiso saber la enfermera.
—A un viejo amigo. No le había visto desde que murió.
Ella suspiró ruidosamente.
—Me temo que tenemos que reducir su dosis de morfina.
Después,
Angus
se paseó por la habitación y desapareció debajo de la cama. Jude lo llamó, pero el perro nunca salió. Simplemente se quedó debajo del enorme lecho de hospital, golpeando con el rabo contra el suelo, marcando una especie de latido constante que acabó acompasándose con el ritmo del corazón de Jude.
El cantante no sabía qué muerto o famoso se presentaría a continuación, y se sorprendió cuando abrió los ojos y descubrió que tenía la habitación para él solo. Estaba en el cuarto o quinto piso de un hospital de las afueras de Slidell. Más allá de la ventana estaba el lago Pontchartrain, azul y frío, iluminado por la luz de la última hora de la tarde. La orilla estaba llena de grúas y un viejo y oxidado buque petrolero ponía rumbo al este. Por primera vez se dio cuenta de que podía percibir el débil sabor salobre del agua. Jude lloró.
Cuando logró recuperar el control de sí mismo, llamó a la enfermera. En su lugar, acudió un médico, un negro cadavérico, de ojos tristes, inyectados en sangre, y la cabeza afeitada. Con voz baja y áspera, empezó a informar a Jude sobre su situación.
—¿Alguien ha llamado a Bammy? —preguntó Jude.
—¿Quién es?
—La abuela de Marybeth. Si nadie la ha llamado, quiero ser yo quien se lo diga. Bammy debe saber lo que ha ocurrido.
—Si usted puede decirnos su apellido y un número de teléfono, o una dirección, haré que una de las enfermeras la llame.
—Debo ser yo.
—Usted ha pasado muy malos momentos. Creo que, en el estado emocional en que se encuentra, una llamada suya podría alarmarla.
Jude se quedó mirando al médico, sin entender.
—¿Cree usted que la alarmará menos recibir de un extraño las tristes noticias sobre la persona que más quiere en el mundo?
—Exactamente. Ésa es la razón por la que preferimos hacer la llamada nosotros —dijo el médico—. Es la clase de noticia que no queremos que la familia reciba de cualquier manera. En la primera llamada telefónica a los parientes, nos preocupamos por centrarnos en lo positivo.
Jude sintió que todavía estaba enfermo. La conversación tenía un toque de irrealidad que él asociaba a la fiebre. Agitó la cabeza y empezó a reírse. Luego se dio cuenta de que estaba llorando otra vez. Se enjugó la cara con manos temblorosas.
—¿En qué cosas positivas van a centrarse en este caso? —preguntó.
—Las noticias podrían ser peores —explicó el médico—. Por lo menos, ahora está estable. Y su corazón sólo se paró unos pocos minutos. Hay gente que ha estado muerta durante más tiempo. Debe de haber solamente un mínimo...
Pero Jude no escuchó el resto.
Insperadamente apareció en los pasillos un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, de más de cien kilos de peso, cincuenta y cuatro años de edad, una enorme barba negra de mechones enredados y un camisón de hospital aleteando abierto atrás, dejando a la vista un culo de escuálidas nalgas sin pelos. El médico trotaba a su lado y las enfermeras se movían a su alrededor, tratando de hacerlo regresar a la habitación, pero él seguía dando zancadas, con la bolsa de suero todavía en el brazo, balanceándose junto a él, colgada de un soporte metálico con ruedas. Jude estaba lúcido, totalmente despierto. Las manos no le molestaban, respiraba bien. Mientras avanzaba, empezó a gritar el nombre de ella. Su voz era asombrosamente buena, de cantante.
—Señor Coyne —decía el médico—. Señor Coyne, ella todavía no está del todo bien... Usted tampoco se encuentra en condiciones...
Bon
pasó corriendo junto a Jude por el pasillo, y giró a la derecha en la esquina siguiente. El enfermo aceleró el paso. Llegó al extremo y miró al otro pasillo, justo a tiempo de ver a
Bon
atravesando una puerta doble, a unos seis metros. Se cerró detrás de la perra, moviéndose sobre sus bisagras neumáticas. El panel iluminado encima de la puerta decía: «Unidad de Cuidados Intensivos».
Un oficial de seguridad, bajo y regordete, se interponía en el camino de Jude pero el cantante le evitó, y el policía contratado tuvo que trotar y agitarse para alcanzarlo. No tuvo éxito. Jude empujó las puertas y entró en la Unidad de Cuidados Intensivos.
Bon
acababa de desaparecer en una habitación oscura, a la izquierda.
Entró directamente detrás de ella. No se veía a
Bon
por ninguna parte, pero Marybeth estaba en la única cama del lugar, con vendas en la garganta, un tubo de aire metido en las narices y diversas máquinas emitiendo alegremente agudos pitidos en la oscuridad, alrededor de ella. Sus ojos se abrieron como hinchadas ranuras cuando Jude entró llamándola por su nombre. Su aspecto era terrible. Tenía la tez brillante y pálida, estaba escuálida. Al verla así, su corazón se contrajo en una dulce convulsión. Se detuvo junto a ella, al borde del colchón, envolviéndola en sus brazos, acariciando su piel de seda, sintiendo sus huesos, que parecían varillas huecas. Puso la cara sobre el cuello herido de la joven, entre su pelo, aspirando profundamente. Necesitaba su olor, porque era la prueba de que estaba allí, que era real, que estaba con vida. Una de las manos de la chica se alzó débilmente a su lado, se deslizó por su espalda. Los labios de la mujer estaban fríos, y temblaron cuando él los besó.
—Pensé que estabas muerta —dijo Jude—. Viajábamos en el Mustang otra vez, con Anna, y creí que estabas muerta.
—Ah, mierda —susurró Marybeth, con una voz apenas más fuerte que el aliento—. Salí del coche. Harta de estar todo el tiempo metida en automóviles. Jude, ¿crees que cuando regresemos a casa podremos ir en avión?
No estaba dormido, pero creía estarlo cuando la puerta se abrió haciendo un ligero ruido metálico. Se dio la vuelta, preguntándose qué persona muerta, qué leyenda del rock o qué espíritu animal le visitaría en aquel momento. Pero sólo se trataba de Nan Shreve, que vestía una falda marrón formal, una chaqueta de traje y medias de nailon de color carne. Llevaba unos zapatos de tacones altos en una mano, y se deslizó rápidamente, caminando de puntillas. Cerró la puerta detrás de sí, procurando no hacer ruido.
—He entrado a escondidas —dijo, arrugando la nariz y haciéndole un guiño—. Se supone que no debería estar aquí todavía. Nan era una mujer pequeña, fibrosa, cuya cabeza apenas le llegaba al pecho a Jude. Era socialmente torpe, no sabía cómo sonreír. Su sonrisa parecía una imitación rígida, penosa, y no proyectaba ninguna de las cosas que se supone que debe transmitir: confianza, optimismo, calor, placer, afecto. Andaba por los cuarenta y tantos años, estaba casada, tenía dos hijos y llevaba siendo su abogada casi una década. Pero además eran amigos desde mucho antes, desde la época en que ella no tenía más de veinte años. Tampoco entonces sabía cómo sonreír, y en aquellos días ni siquiera lo intentaba. En aquella época estaba sumamente tensa, y podría decirse que era mala; además, entonces él no la llamaba Nan.
—Hola, Tennessee —la saludó Jude—. ¿Por qué se supone que no debes estar aquí?
Había comenzado a acercarse a la cama, pero vaciló al escucharlo. Él no había tenido la intención de llamarla Tennessee, lo había dicho sin pensar. Estaba cansado. Ella pestañeó, y por un momento su sonrisa pareció todavía más desdichada que de costumbre. Luego retomó el paso, llegó junto a la cama y se ubicó en una silla de plástico, a su lado.
—He estado intentando buscar a Quinn en el vestíbulo —explicó, mientras se ponía los zapatos—. Es el detective a cargo de la investigación de lo ocurrido. Pero se va a retrasar. He pasado junto a un terrible accidente en la autopista, y me ha parecido ver su coche parado en la cuneta, de modo que debe de haberse detenido para ayudar a la policía del estado.
—¿De qué se me acusa?
—¿Por qué habría que acusarte a ti? Tu padre, Jude, tu padre te atacó. Os atacó a los dos. Tienes suerte de no haber muerto. Quinn sólo quiere una declaración. Cuéntale lo que ocurrió en la casa de tu padre. Dile la verdad. —Lo miró a los ojos y luego comenzó a hablar con sumo cuidado, como una madre que repite instrucciones simples, pero importantes, a su hijo—: Tu padre estaba totalmente desconectado de la realidad. Suele ocurrir. Se llama demencia senil. Os atacó a ti y a Marybeth Kimball, y ella lo mató, para salvaros. Eso es todo lo que Quinn quiere escuchar. Simplemente, lo que ocurrió. En los últimos momentos, su conversación había dejado por completo de ser amistosa y sociable. La sonrisa de yeso había desaparecido, y él estaba otra vez con Tennessee, la de ojos fríos, la dura, la Tennessee rígida y temible. La abogada, la profesional, recordaba a la joven de hacía veinte años. El herido asintió con la cabeza—. Quinn podría hacerte algunas preguntas sobre el accidente que te arrancó el dedo —dijo ella—. Y mató al perro. El perro muerto en tu coche.