Luego hizo balancearse la cadena de oro de su péndulo, y la hoja en forma de media luna gimió en el aire, trazando un círculo de fuego plateado.
Anna estaba ya de pie, en la base de la brillante puerta. Jude no la había visto levantarse. En un momento estaba acostada y en el siguiente se encontraba de pie. Tal vez el tiempo se había encogido. El tiempo ya no tenía importancia. Jude levantó una mano para protegerse los ojos de los reflejos más intensos, pero la luz estaba por todas partes y no había manera de esquivarla. Podía ver los huesos de su mano, y la piel tenía el color y la transparencia de la miel. Sus heridas, el corte de la cara, el muñón del dedo índice amputado, latían produciendo un dolor que era a la vez profundo y estimulante. Creyó que podría ponerse a gritar, de miedo, de júbilo, como reacción a lo que ocurría, por todo eso y muchas cosas más. Estaba poco menos que en éxtasis.
Anna se acercó a Craddock y volvió a lanzar su pregunta:
—¿Por qué?
El padrastro usó la cadena como un látigo, lanzándola hacia ella, y la navaja curva prendida en el extremo le hizo un amplio corte en la cara, desde el ángulo del ojo derecho, por la nariz, hasta la boca..., pero el tajo sólo dio paso a un nuevo rayo de brillante luz, y el punto en que la luz tocaba a Craddock empezó a echar humo. Anna extendió la mano hacia él.
—¿Por qué?
Craddock chilló cuando ella lo envolvió en sus brazos, gritó más y la cortó de nuevo, esta vez en los pechos, y con ello hizo otra abertura hacia la eternidad. Sobre la cara de Craddock cayó una luz deslumbrante, un brillo que quemó y eliminó sus facciones, que borró todo lo que tocaba. El gemido del fantasma sonó tan fuerte que Jude pensó que sus tímpanos iban a estallar.
Anna repetía, implacable, su pregunta. Lo hizo una última vez antes de poner su boca sobre la del padrastro. En cuanto lo hizo, de la puerta de sangre saltaron los perros negros, los animales de Jude, canes gigantes de humo, de sombra, con colmillos de tinta.
Craddock McDermott luchó, tratando de apartarla, pero ella iba cayendo hacia atrás con él, lentamente, hacia la puerta, y los perros corrían alrededor de sus pies, y mientras saltaban se estiraban y perdían su forma, desenrollándose como ovillos de lana, convirtiéndose en largos trazos de oscuridad que se desplegaban alrededor de él, que subían por sus piernas, envolviéndolo por la cintura, atando al hombre muerto con la chica muerta. Mientras Craddock era arrastrado hacia abajo, hacia la luminosidad del otro lado, Jude vio que la parte de atrás de la cabeza del viejo se desprendía, y un rayo de luz blanca intensísima, azul en los bordes, lo atravesó y dio en el techo, donde quemó el yeso, haciendo que burbujeara y echara espuma.
Cayeron por la puerta abierta y desaparecieron.
Los papeles que habían estado girando por encima de la mesa de la cocina bajaron y se posaron con un leve crujido, amontonándose en una pila, casi exactamente en el mismo sitio de donde habían partido. En el silencio que siguió, Jude percibió un delicado murmullo, parecido a un pulso profundo y melódico, que era más bien sentido en los huesos que escuchado. Subía y bajaba, y subía otra vez. Era una suerte de música no humana, no humana, pero tampoco desagradable. Jude nunca había escuchado instrumento alguno que produjera sonidos como aquéllos. Pensó que parecía la melodía casual producida por unos neumáticos deslizándose armónicamente sobre el pavimento. Aquella música baja, poderosa, podía sentirse también en la piel. El aire vibraba con ella. Se diría que era casi una propiedad de la luz, que llegaba inundándolo todo a través del rectángulo torcido que dibujara con sangre en el suelo. Jude parpadeó ante la luz y se preguntó dónde se habría ido Marybeth. «Los muertos reclaman lo suyo», pensó, y sintió un temblor inesperado en todo su cuerpo. Tardó unos instantes en volver a controlarse.
No. Ella no estaba muerta hacía un momento, cuando abrió la puerta. No aceptaba que Marybeth hubiera desaparecido simplemente, sin dejar ningún rastro en la tierra. Gateó. Era lo único que se movía en la habitación en ese momento. La tranquilidad del lugar, después de lo que acababa de ocurrir, parecía incluso más increíble que el agujero entre diferentes mundos que se había abierto en el suelo. Sentía dolores, le dolían las manos, le dolía la cara, y tenía un hormigueo en el pecho, un escozor helado y mortal. No se asustó, porque pensó que si el destino le había reservado un ataque cardiaco para esa tarde, ya tendría que haberse producido. Aparte del continuo murmullo que lo rodeaba por todas partes, no había ningún otro ruido en absoluto, excepción hecha de sus propios suspiros, tratando de recuperar el aliento, y los arañazos de sus manos, que rascaban el suelo sin saber por qué. Se escuchó a sí mismo pronunciando el nombre de Marybeth.
Cuanto más se acercaba a la luz, más difícil le resultaba mirarla. Cerró los ojos... y se encontró con que seguía viendo la habitación ante él, como a través de una pálida cortina de seda plateada, con la luz atravesando sus párpados cerrados. Detrás de los globos oculares, los nervios latían con una cadencia regular, siguiendo aquel pulso incesante.
No podía soportar toda aquella luz y apartó la mirada girando la cabeza. Siguió gateando hacia delante, sin mirar. De modo que Jude no se dio cuenta de que había llegado al borde de la puerta abierta hasta que puso las manos y no encontró nada donde apoyarse. Marybeth (¿o había sido Anna?) había permanecido suspendida sobre la puerta abierta, como si estuviera sobre una hoja de vidrio, pero Jude cayó como un condenado a muerte que se precipita por la trampilla del cadalso. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de caer a plomo hacia la luz.
La sensación de estar cayendo (una impresión enfermiza de ingravidez, notada en la boca del estómago y en las raíces de los pelos) apenas ha pasado cuando se da cuenta de que la luz no es ya tan intensa. Levanta una mano para proteger sus ojos y parpadea hacia ella, que ahora es un polvoriento sol amarillo. Calcula que es media tarde y por la posición del sol está casi seguro de que se encuentra en el sur. Jude está en el Mustang otra vez, instalado en el asiento del acompañante. Anna va al volante, y tararea para sí misma mientras conduce. El motor emite un rugido bajo y controlado. El Mustang funciona bien. Está como recién salido de fábrica, o de la tienda de coches, en 1965.
Avanzan un kilómetro y medio más o menos. Ninguno de ellos dice nada, hasta que él finalmente identifica la carretera en la que están, la autopista estatal 22.
—¿Adonde nos dirigimos? —pregunta por fin.
Anna arquea su espalda, estirando la columna vertebral. Mantiene ambas manos en el volante.
—No sé. Pensaba que sólo estábamos paseando. ¿Adonde quieres ir?
—No importa. ¿Qué te parece Chinchuba Landing?
—¿Qué hay allí?
—Nada. Sólo es un lugar para quedarse un rato, escuchar la radio y mirar el paisaje. ¿Qué te parece?
—Me parece un paraíso. Debemos estar en el cielo.
Cuando Anna dice eso, a Jude le empieza a doler la sien izquierda. Desearía que ella no hubiera dicho nada. No están en el cielo. No quiere oír hablar de eso.
Durante un rato ruedan sobre una carretera de dos carriles, con el pavimento roto aquí y allá, muy descuidado. Luego él ve la salida que se acerca a la derecha, la señala y Marybeth conduce el Mustang hacia ella sin decir una palabra. El camino es ahora de tierra, y los árboles crecen cerca, a cada lado, inclinándose sobre él, convirtiéndolo en un túnel de rica luz verde. Sombras y fugaces rayos de sol pasan sobre las limpias y delicadas facciones de Marybeth. Parece muy serena, cómoda al volante del gran coche, feliz por tener toda la tarde por delante, sin ninguna obligación especial, salvo detenerse en algún lugar con Jude y escuchar música.
¿Cuándo se ha convertido en Marybeth?
Es como si él hubiera formulado la pregunta en voz alta, porque ella se vuelve y le dirige una sonrisa avergonzada.
—Traté de advertirte, ¿no? Dos mujeres por el precio de una.
—Me lo advertiste.
—Sé por qué camino vamos —dice Marybeth, sin el menor rastro del acento del sur que ha venido marcando su voz en los últimos días.
—Ya te lo he dicho. El que va a Chinchuba Landing.
Ella le devuelve una mirada perspicaz, divertida y ligeramente compasiva. Luego, como si él no hubiera dicho nada, Marybeth continúa hablando:
—Diablos. Después de todas las cosas que he escuchado sobre este camino de cabras, esperaba que fuera peor. Esto no es tan malo. Bastante bonito, en realidad. Llamándose el camino de la noche, uno espera que por lo menos reine la oscuridad. Tal vez sólo es de noche aquí para algunas personas.
Él hace una mueca de dolor..., otra aguda punzada en la cabeza. Quiere pensar que la chica está confundida, que se equivoca al referirse al lugar en el que están. No sólo no es de noche, sino que difícilmente puede decirse que se trate de un camino.
Un momento después están botando a lo largo de un par de huellas trazadas en el polvo, estrechas marcas de ruedas, con un frondoso lecho de hierbas y flores silvestres creciendo entre ambas. Las plantas chocan con el guardabarros y se aplastan bajo el chasis. Pasan junto a los restos de una furgoneta de color pálido, impreciso, aparcada debajo de un sauce, con el capó abierto y las hierbas invadiéndolo. Jude apenas la mira de refilón al pasar.
Las palmeras y el follaje se abren al llegar a la siguiente curva, pero Marybeth disminuye la velocidad, de modo que el Mustang apenas sigue avanzando. De momento continúan protegidos por la sombra fresca de los árboles que se inclinan sobre ellos. La grava cruje de manera agradable debajo de los neumáticos. Es un sonido que a Jude siempre le ha encantado, un ruido que todos adoran. Más allá del claro cubierto de hierba está el mar marrón, la superficie pantanosa del lago Pontchartrain, con el agua alborotada por el viento y los bordes de las olas lanzando destellos de acero pulido, recién enfriado. Jude se queda un poco sorprendido por el cielo, que es de un descolorido color blanco, uniforme y cegador. Es un cielo tan luminoso que resulta imposible mirarlo directamente, e incluso saber dónde está el sol. Jude aparta la mirada de él, entornando los ojos y levantando una mano para protegérselos. El dolor en la sien izquierda se intensifica, latiendo al ritmo de su pulso.
—Maldición —exclama—. Ese cielo.
—¿No es extraordinario? —pregunta Anna desde el interior del cuerpo de Marybeth—. Uno puede ver a una gran distancia. Uno puede ver hasta la eternidad.
—No puedo ver una mierda.
—No —dice Anna, pero todavía es Marybeth al volante, es la boca de Marybeth la que se mueve—. Tienes que protegerte los ojos de esa luz. En realidad no puedes mirar ahí. Todavía no.
—Nosotros tenemos problemas para mirar hacia atrás, hacia tu mundo, aunque no valga la pena. Tal vez te has dado cuenta de la presencia de unas líneas negras delante de nuestros ojos. Considera que son como gafas de sol de los muertos vivientes.
—La afirmación la hace reír, con las carcajadas un poco roncas y bruscas de Marybeth.
Detiene el automóvil en el borde mismo del claro, lo aparca. Las ventanillas están bajadas. El aire que susurra sobre las ramas tiene el olor dulce de la maleza secada por el sol y de la hierba silvestre. Por debajo de ese aroma, él puede sentir el sutil perfume del lago Pontchartrain, una fragancia fresca, de pantano.
Marybeth se inclina hacia él, pone la cabeza sobre su hombro, coloca un brazo en la cintura de Jude, y cuando habla otra vez lo hace con su propia voz:
—Ojalá pudiera regresar contigo, Jude.
El hombre reacciona con un súbito escalofrío.
—¿Qué quieres decir?
Ella le mira cariñosamente a la cara.
—Vaya. Casi lo hemos logrado. ¿No? ¿No es cierto que casi lo hemos logrado, Jude?
—Basta —dice el cantante—. Tú no vas a ninguna parte. Tú te quedas conmigo.
—No lo sé —dice Marybeth—. Estoy cansada. Hay un largo viaje de regreso, y no creo que pueda soportarlo. Te juro que este coche está usando algo de mí como combustible, y yo estoy casi exhausta.
—Deja de hablar de esa manera.
—¿Te parece bien que escuchemos un poco de música?
Él abre la guantera, busca a tientas una cinta. Es una selección de grabaciones de prueba, una colección privada. Elige sus nuevas canciones. Quiere que Marybeth las escuche. Desea que la mujer sepa que él no lo ha abandonado todo. La primera canción empieza a escucharse. Es
Drink to the dead
. La guitarra suena y toca un himno country, casi un rezo acústico, dulce y solitario, un tema melancólico, hecho para llorar. Maldición, le duele la cabeza, ambas sienes en ese momento, un latido constante detrás de los ojos. Maldito sea ese cielo con su abrumadora luminosidad.
Marybeth se yergue en el asiento, pero ya no es Marybeth, sino Anna. Sus ojos están llenos de esa luz, están repletos de cielo.
—Todo el mundo está hecho de música. Todos somos cuerdas de una lira. Resonamos. Cantamos juntos. Eso fue hermoso. Con ese viento sobre mi cara. Cuando cantas, yo canto contigo, cariño. Tú lo sabes, ¿no?
—Basta —dice él. Anna se acomoda detrás del volante otra vez, y pone en marcha el coche—. ¿Qué estás haciendo?
Marybeth se inclina hacia delante desde el asiento trasero y busca la mano de él. En ese momento las dos mujeres están separadas. Son dos personas individuales, diferentes, tal vez por primera vez en varios días.
—Tengo que dejarte, Jude.
—Se acerca hasta colocar su boca sobre la de él. Los labios de la chica están fríos y temblorosos—. Hemos llegado. Aquí es donde tú te bajas.
—Nosotros —dice el hombre, y cuando ella trata de retirar su mano, él no la deja ir, aprieta con más fuerza, hasta que puede sentir los huesos que se doblan bajo la piel. Jude la besa otra vez, y habla sobre su boca—: Donde nos bajamos. Nosotros. Nosotros —insiste.
Ruido de grava bajo los neumáticos otra vez. El Mustang avanza bajo el cielo abierto. El asiento delantero se llena con una inundación de luz, una incandescencia que borra todo el mundo existente fuera del coche, que sólo deja el interior. A Jude le cuesta ver incluso lo que hay dentro del vehículo, por más que mire con los ojos entornados. El dolor que persiste detrás de sus globos oculares es sorprendente, maravilloso. Todavía tiene a Marybeth sujeta por la mano. Ella no puede irse si él no la deja, y la luz... Oh, Dios, hay tanta luz. Algo ocurre con el estéreo del automóvil, su canción va y viene, vacilante, ahogándose debajo de una palpitante armónica, profunda y baja. Es la misma música extraña que había escuchado cuando cayó por la puerta abierta entre ambos mundos. Quiere decirle algo a Marybeth, desea que sepa que lamenta no poder cumplir sus promesas, las que le hizo a ella y las que se hizo a sí mismo. Quiere decirle cuánto la ama, pero no puede encontrar su voz y le resulta difícil pensar por culpa de la luz que le da en los ojos y de ese murmullo que resuena en su cabeza. La mano de ella. Él sigue sujetando su mano. Aprieta su mano una y otra vez, tratando de decirle lo que tiene que decirle por medio del tacto. Y ella aprieta a su vez.