Aunque no hacía calor en el Mustang, se secó el sudor que le cubría la frente con el dorso del brazo, antes de que goteara en los ojos. Miraba hacia la casa y hacia la calle. Un coche-patrulla policial pasó una vez, pero el Mustang estaba bien escondido en las sombras del garaje a medio construir, y el vehículo no se detuvo.
Georgia dormitaba junto a él, con la cara vuelta hacia el otro lado. Un poco después de las dos de la mañana, la joven comenzó a luchar contra algo en sueños. Alzó la mano derecha, como si estuviera en clase y tratara de llamar la atención del maestro. No se había cambiado el vendaje y la mano quedaba a la vista, blanca y arrugada, en peor estado incluso que unas horas antes. Descolorida, deteriorada, terrible. Comenzó a dar golpes en el aire y gimió. Fue casi un contenido grito de terror. Sacudió la cabeza. Se inclinó sobre ella, llamándola por su nombre, y la cogió por el hombro con firmeza, pero delicadamente, sacudiéndola para despertarla. Ella le golpeó con la mano herida. Luego abrió los ojos y lo miró sin reconocerlo. Su mirada era de total terror ciego, y él supo inmediatamente que Georgia no estaba viendo su cara, sino la del muerto.
—Marybeth —repitió—. Es un sueño. Tranquila. Estás bien. Va todo bien. Despierta.
La niebla desapareció de sus ojos. Su cuerpo, que había estado encogido, rígido, se aflojó, y desapareció la tensión. Abrió la boca. Jude le quitó el pelo que tenía pegado a la sudorosa mejilla y le sorprendió el calor que sintió en la zona.
—Tengo sed —dijo ella.
Estiró el brazo hacia la parte de atrás, buscó en una bolsa de plástico llena de comestibles que habían comprado en una estación de servicio, hasta encontrar una botella de agua. Georgia quitó la tapa y se bebió casi la tercera parte en cuatro grandes tragos.
—¿Qué ocurrirá si la hermana de Anna no puede ayudarnos? —preguntó la joven—. ¿Y si ella no puede hacer que se vaya? ¿La vamos a matar si no consigue que Craddock se vaya?
—¿Por qué no intentas descansar? Vamos a tener que esperar bastante tiempo.
—No quiero matar a nadie, Jude. No quiero malgastar mis últimas horas en la tierra asesinando a alguien.
—No vives tus últimas horas —replicó él. Tuvo cuidado de no incluirse a sí mismo en esa afirmación.
—Tampoco quiero que tú mates a nadie. No quiero que seas así. Además, si la matamos, luego tendremos dos fantasmas persiguiéndonos. No creo que pueda soportar más monstruos detrás de mí.
—¿Quieres que encienda la radio?
—Prométeme que no la matarás, Jude. Pase lo que pase.
Conectó la radio. Tras recorrer casi todo el dial de la FM encontró a los Foo Fighters. David Grohl cantaba que estaba holgazaneando, sólo holgazaneando. Jude puso el volumen muy bajo, hasta que pareció el más débil de los murmullos.
—Marybeth —comenzó a decir. Ella tembló—. ¿Estás bien?
—Me gusta cuando me llamas por mi verdadero nombre. No vuelvas a llamarme Georgia, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Desearía que la primera vez que me viste no hubiera sido quitándome la ropa delante de los borrachos. Me gustaría que no nos hubiéramos conocido en un club de strip-tease. Hubiera preferido habernos conocido antes de que yo empezara con esa clase de cosas. Antes de llegar a ser lo que soy. Antes de haber hecho todas las cosas que ahora querría borrar de mi vida.
—Tú sabes que la gente paga mucho más dinero por muebles un poco usados. ¿Cómo dicen? ¿Cosas que han sido vividas? Lo que se ha desgastado un poco resulta más interesante que algo impoluto, que nunca ha sido rayado.
—Eso soy yo —señaló ella—. Una cosa atractivamente desgastada. —Estaba temblando otra vez, ya fuera de control.
—¿Crees que puedes aguantar un poco más?
—Sí —respondió. La voz le temblaba tanto como el cuerpo.
Escucharon la radio, trufada de leves interferencias. Jude empezó a sentirse mejor. Su cabeza se estaba aclarando, sentía que músculos que ni siquiera sabía que estaban agarrotados comenzaban relajarse. Por el momento no importaba lo que les esperaba ni lo que iban a tener que hacer cuando llegara la mañana. Tampoco era relevante lo que había quedado detrás de ellos —los días de viaje en coche, el fantasma de Craddock McDermott con su vieja furgoneta y sus ojos con garabatos delante—. Lo importante era que Jude estaba en alguna parte, en el sur, en el Mustang, con el asiento echado hacia atrás y Aerosmith sonando en la radio.
Entonces Marybeth tuvo que arruinar el momento mágico.
—Si muero, Jude, y tú todavía sigues vivo —dijo—, voy a tratar de detenerlo. Desde el otro lado.
—¿De qué estás hablando? Tú no vas a morirte.
—Lo sé. Es un decir. Si las cosas no nos salen bien, encontraré a Anna, y nosotras, las muchachas muertas, haremos que se detenga.
—Tú no vas a morir. No importa lo que ha dicho el tablero de ouija, ni tampoco lo que Anna te ha mostrado en el espejo. —Había decidido lo mismo que la chica hacía unas horas, pensando mientras viajaban.
Marybeth frunció el ceño pensativamente.
—En cuanto ella empezó a hablar, mi habitación se enfrió. No podía dejar de temblar. Ni siquiera podía sentir mi mano en la tablilla. Y luego tú le preguntaste algo a Anna y yo sencillamente sabía lo que ella iba a responder. No escuchaba voces ni nada por el estilo. Simplemente, lo sabía. En ese momento todo tenía sentido, pero ahora ya no. No puedo recordar qué pretendía que hiciera yo ni lo que quería decir con eso de «ser puerta». Sólo que... creo que estaba diciendo que si Craddock podía regresar, ella también. Con un poco de ayuda. Y sé que, de alguna manera, yo puedo ayudar. Pero creo, y esto lo he escuchado con toda claridad, que tal vez tendría que morir para hacerlo.
—Tú no vas a morir. Vivirás mientras yo pueda protegerte.
La mujer sonrió o, mejor dicho, esbozó una mueca cansada.
—Tú no puedes hacer nada.
No supo qué responder. Al menos en un primer momento. Ya había pasado por su cabeza la idea de que existía una forma de garantizar la seguridad de ella, pero todavía no podía expresarla con palabras. Se le había ocurrido que si él moría, Craddock se iría y Marybeth seguiría con vida; que Craddock sólo lo quería a él, que seguramente sólo tenía una reclamación que hacer en este mundo, la relativa a él, a Jude. Permanecería con los vivos mientras su enemigo estuviera vivo. Después de todo, el cantante lo había comprado, había pagado para poseerlos a él y el traje del muerto. Craddock había pasado ya casi una semana entera tratando de hacer que Jude se suicidara. Había estado tan ocupado resistiendo que no se había parado a considerar si el precio que había que pagar por sobrevivir no era peor que darle al muerto lo que quería. Sentía que era seguro que iba a perder, y que cuanto más tiempo aguantara, más probable era que arrastrase a Marybeth con él. Porque los muertos arrastran a los vivos.
Marybeth lo miraba fijamente. Sus ojos estaban húmedos, con un encantador brillo en la oscuridad. Le retiró el pelo que tenía en la frente. Era muy joven y muy hermosa. Tenía la cara húmeda por el sudor que producía la fiebre. La idea de que su muerte precediera a la de él era peor que intolerable, era obscena.
Se deslizó hacia ella, estiró los brazos y le cogió delicadamente las manos. Si la frente de la joven estaba húmeda y demasiado caliente, sus manos, igualmente mojadas, le parecieron demasiado frías. Les dio la vuelta para ver las palmas en la penumbra. Lo que descubrió le causó una impresión muy desagradable. Ambas manos estaban macilentas, blancas y arrugadas; no sólo la derecha, que desde luego era la peor. Toda la parte carnosa del dedo pulgar era una llaga brillante y podrida, y la uña ya no estaba, se había caído. En la superficie de ambas palmas se veían las líneas rojas de la infección, que seguían las delicadas ramificaciones de las venas y avanzaban hacia los antebrazos. Al llegar a las muñecas se convertían en manchas moradas de aspecto enfermizo.
—¿Qué te está pasando? —preguntó, como si no lo supiera. Era la historia de la muerte de Anna escrita sobre la piel de Marybeth.
—Ella es parte de mí. No sé cómo, pero lo es de alguna manera. Anna. La llevo conmigo, dentro de mí. Esto me está ocurriendo desde hace tiempo, creo.
El comentario, por no decir la revelación, no sorprendió a Jude. Había intuido inconscientemente que Marybeth y Anna se estaban uniendo, iban fundiéndose en un proceso inexplicable, sobrenatural. Percibió el fenómeno en la resurrección del acento sureño de Marybeth, que se parecía cada vez más a la forma de hablar lacónica y provinciana de Anna. Lo había presentido en la manera en que Marybeth jugueteaba con su pelo, tal como lo hacía la pobre Florida.
—Ella quiere —prosiguió Georgia— que la ayude a regresar a nuestro mundo, para poder detenerlo. Yo soy la puerta de entrada..., ella me lo dijo.
—Marybeth... —Jude quiso hablar, pero no encontró nada que decir.
La chica cerró los ojos y sonrió.
—Es mi auténtico nombre. No lo gastes. En realidad, pensándolo mejor, continúa, gástalo. Me gusta oírte pronunciarlo. La manera tan especial que tienes de hacerlo, completo, no solamente Mary.
—Marybeth —repitió él, y le soltó las manos. La besó con suavidad en la frente—. Marybeth.
—Posó los labios en el pómulo. Ella tembló, pero esta vez de placer—. Marybeth.
—Besó su boca.
—Sí, soy yo. Marybeth soy yo. Es quien quiero ser. Mary. Beth. Como si tuvieras dos mujeres por el precio de una. Vaya... En realidad, a lo mejor ahora tienes dos chicas. Si Anna está dentro de mí —abrió los ojos y se encontró con la mirada de su amante—, cuando me haces el amor tal vez también le estés haciendo el amor a ella. ¿No te parece un buen negocio, Jude? ¿No es un gran negocio? ¿Cómo puedes resistirte a él?
—Es el mejor negocio que he hecho en mi vida —confirmó él.
—No lo olvides —recomendó la joven, besándolo a su vez.
Jude abrió la puerta y ordenó a los animales que salieran, y durante un rato Jude y Marybeth estuvieron a solas en el Mustang, mientras los pastores alemanes se paseaban por el suelo de cemento del garaje.
Se despertó sobresaltado, con el corazón latiendo demasiado rápido, al escuchar el ladrido de los perros. Lo primero que pensó fue que era cosa del fantasma, que el muerto se acercaba.
Los dos animales estaban en el coche. Habían dormido en la parte trasera.
Angus
y
Bon
ocupaban el asiento de atrás y estaban mirando por la ventanilla a una fea perra labrador amarilla que estaba en las cercanías. La perra tenía el lomo rígido y la cola levantada, y aullaba insistentemente al Mustang.
Angus
y
Bon
la observaban con expresiones ávidas, expectantes, y ellos mismos ladraban de vez en cuando. Eran ladridos fuertes, chillones, que herían los oídos de Jude en los estrechos límites del Mustang. Marybeth se acurrucó en el asiento del acompañante, haciendo una mueca. Estaba medio despierta, pero anhelaba seguir durmiendo.
Jude les ordenó groseramente que se callaran. Pero no le hicieron caso.
Miró por el parabrisas, directamente al sol, un agujero de cobre abierto en el cielo, un brillante e implacable farol dirigido a su cara. Dejó escapar un gemido, afectado por el golpe de la luz intensa, pero antes de levantar una mano para protegerse los ojos, un hombre apareció delante del automóvil, y su cabeza tapó el sol. Jude miró con los ojos entornados a un joven con un cinturón de cuero para llevar herramientas. Era un lugareño blanco, típico, con la piel cocida hasta el punto de haber adquirido un profundo tono rojizo. Frunció el ceño al mirar a Jude. Éste saludó con la mano y le hizo un gesto con la cabeza. Puso en marcha el Mustang. Cuando se encendió el reloj de la radio, vio que eran las siete de la mañana.
El lugareño se hizo a un lado y Jude rodó hacia el exterior del garaje y rodeó la furgoneta aparcada del carpintero, que eso era en realidad aquel hombre de campo. La perra amarilla los persiguió por el sendero de entrada, aullando, y luego se detuvo en el borde del jardín.
Bon
respondió con un último ladrido cuando arrancaron. Jude disminuyó la velocidad al pasar por la casa de Price. Nadie había sacado la basura todavía.
Decidió que aún había tiempo, y siguió conduciendo hasta salir del pequeño rincón suburbano de Jessica Price. Sacó a pasear primero a
Angus
y luego a
Bon
, en la plaza del pueblo, y consiguió té y rosquillas en la tienda de una gasolinera llamada Rocío de Miel. Marybeth se cambió las vendas de la mano derecha con la poca gasa que quedaba en el maletín de primeros auxilios. Dejó la otra mano, que al menos no tenía ninguna herida visible, tal como estaba. Llenaron el depósito de gasolina y luego aparcaron junto a una plataforma de hormigón y comieron un refrigerio. Dieron algunas rosquillas a los perros.
Jude condujo a todos de regreso a la vivienda de la hijastra del muerto. Aparcó en la esquina, a media manzana de la casa, en el otro lado de la calle, lejos del edificio en construcción. No quería correr el riesgo de que les viera el obrero que los había descubierto en el coche cuando se habían despertado.
Eran las siete y media pasadas, y esperaba que Jessica sacara de un momento a otro la basura. Cuanto más tiempo estuvieran allí sentados, más probabilidades había de atraer la atención de alguien. No resultaban muy discretos, los dos metidos en el Mustang negro, vestidos con chaquetas negras de cuero y vaqueros negros, con sus llamativas heridas y sus tatuajes. Ambos parecían lo que eran en aquel momento: dos delincuentes peligrosos que vigilaban el lugar en el que planeaban cometer un delito.
En ese momento Jude tenía la cabeza clara, la sangre le circulaba normalmente, el corazón parecía sereno. Estaba listo, pero no había nada que hacer, salvo esperar. Se preguntó si el carpintero le habría reconocido y pensó en lo que podría contar a los otros trabajadores cuando llegaran a la casa en construcción: «Todavía no puedo creerlo. Un tipo que se parece a Judas Coyne estaba durmiendo en el garaje. Él y una mujer muy sexy. Se parecía tanto al auténtico que casi le pregunto si podía firmarme un autógrafo». Y entonces se le ocurrió que el carpintero era otra persona más que podría identificarlos perfectamente, después de hacer lo que tenían que hacer. Era difícil llevar una vida al margen de la ley cuando uno era famoso.
Se puso a pensar qué estrella del rock había pasado más tiempo en la cárcel. Rick James, tal vez. Estuvo... ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Tres? Ike Turner también estuvo encerrado un tiempo. Cinco años por lo menos. Otros debieron pasar más todavía. Leadbelly estuvo encarcelado por homicidio, pasó diez años picando piedra, luego se benefició de un indulto después de ofrecer un buen espectáculo para el gobernador y su familia. Bien. Jude pensó que, si jugaba bien sus cartas, podía tirarse en la cárcel más años que todos ellos juntos.