—Bien. Ya está dicho. Éstos somos nosotros. Queremos hablar con Anna McDermott. Justin y Marybeth necesitan tu ayuda. ¿Anna, estás ahí? ¿Anna, hablarás con nosotros hoy?
Esperaron. La cortina se movió otra vez. Había niños gritando en la calle.
—¿Hay cerca alguien a quien le gustaría hablar con Justin y Marybeth? ¿Anna McDermott nos dirá algo? Por favor. Estamos en un aprieto, Anna. Por favor, escúchanos. Te lo ruego, ayúdanos. —Esperó un instante y, con voz que se acercaba al susurro, insistió—: Vamos. Haz algo.
Estaba hablando a la tabla parlante.
Bon
, que dormía, dejó escapar varias ventosidades, que hicieron un ruido chillón, como el de un pie patinando sobre goma mojada.
—Ella no me conocía —dijo Georgia—. Pregunta tú por ella.
—¿Anna McDermott? ¿Hay alguna Anna McDermott en la casa? ¿Podría comunicarse con el centro de comunicaciones ouija? —preguntó Jude con voz sonora, hueca, como de presentador de espectáculos.
Georgia dibujó en su cara una ácida sonrisa, desganada, sin humor.
—Ah, claro. Tenía que haber imaginado que no tardarías mucho en empezar con las bromitas.
—Lo siento.
—Pregunta por ella. Pregunta de verdad.
—Esto no funciona.
—No lo has intentado.
—Sí que lo he intentado.
—No, señor. No lo has intentado.
—Como quieras, pero, sencillamente, esto no funciona.
Esperaba hostilidad o impaciencia. En cambio, la sonrisa de la chica se ensanchó todavía más, y le miró con una suave dulzura de la que él enseguida desconfió.
—Anna esperó que la llamaras hasta el mismo día de su muerte. Como si hubiera alguna posibilidad de que eso ocurriera. ¿Qué hiciste tú? ¿Esperaste al menos una semana antes de seguir con tu recorrido estado por estado, en busca del coño más fácil del país?
El viejo rockero se ruborizó. No, ni siquiera aguantó una semana.
—No deberías enfadarte tanto —replicó él—, sobre todo si tenemos en cuenta que el coño en cuestión fue el tuyo.
—Lo sé, y me repugna. ¡Pon... tu... mano... otra vez en el maldito tablero! No hemos terminado con esto.
Jude había retirado la mano de la tablilla parlante, pero ante el arrebato de Georgia volvió a colocarla allí.
—Estoy muy enfadada con nosotros. Con los dos. Contigo por ser como eres, y conmigo por no hacer nada para evitar que continuaras comportándote así. Ahora, llámala tú. Ella no vendrá por mí, pero podría hacerlo por ti. Te estuvo esperando hasta el fin, y si alguna vez la hubieras llamado, habría acudido corriendo. Tal vez todavía quiera hacerlo.
Iracundo, Jude miró el tablero, el alfabeto con letras de tipo anticuado, el sol, la luna.
—Anna, ¿estás por ahí? ¿Anna McDermott se hará presente para hablar con nosotros? —clamó Jude. La tablilla parlante era un trozo de plástico muerto, inmóvil. Esa cualidad material le agradaba. Hacía muchos días que no se sentía tan en contacto con el mundo real y las cosas cotidianas. Aquello no iba a funcionar. No estaba bien. Le resultaba difícil mantener la mano sobre la tablilla. Estaba ansioso por levantarse, por terminar con el enojoso asunto.
—Jude —dijo Georgia y luego se corrigió—. Justin. No abandones. Inténtalo otra vez.
Jude. Justin.
Miró fijamente sus dedos, colocados sobre la tablilla parlante, abajo, en el tablero, y trató de discernir qué era lo que no le parecía bien. Al instante, le vino a la cabeza. Georgia había dicho que los nombres verdaderos llevaban una carga en ellos, que las palabras adecuadas tenían el poder de hacer que los muertos regresaran junto a los vivos. Entonces pensó que Justin no era su nombre verdadero, que había dejado a Justin Cowzynski en Luisiana, cuando tenía diecinueve años, y que el hombre que bajó del autobús en Nueva York cuarenta horas después era alguien completamente distinto, capaz de hacer y decir cosas que no tenían nada que ver con Justin Cowzynski. Y lo que estaban haciendo mal en ese momento era llamar a Anna McDermott. Él nunca la había llamado de esa manera. Ella nunca fue Anna McDermott mientras estuvieron juntos.
—Florida —llamó Jude, casi en un suspiro. Cuando habló otra vez, su propia voz le sorprendió, de tan tranquila y segura como era—: Acércate y hablame, Florida. Soy Jude, querida. Lamento no haberte llamado. Te estoy llamando ahora. ¿Estás ahí? ¿Estás escuchando? ¿Todavía me esperas? Estoy aquí, ahora. Estoy aquí mismo.
La tablilla parlante saltó bajo sus dedos, como si hubieran golpeado el tablero desde abajo. Georgia dio un respingo al notarlo y lanzó un gritito. Se llevó la mano herida al cuello. La brisa cambió de dirección y movió las cortinas en sentido contrario al habitual, golpeándolas contra las ventanas. La habitación se oscureció.
Angus
levantó la cabeza con los ojos encendidos y brillantes, matizados por un reflejo verde muy poco natural. Daba miedo, a la débil luz de las velas.
La mano sana de Georgia había quedado sobre la tablilla y, en cuanto remitió el movimiento del tablero, comenzó a moverse. Flotaba en el ambiente una sensación sobrenatural, que hizo que el corazón de Jude se acelerase. Daba la impresión de que había otro par de dedos en la tablilla parlante, una tercera mano ubicada en el espacio que quedaba entre su mano y la de Georgia, y que hacía deslizarse el objeto de un lado a otro, moviéndolo sin control. Circulaba a su antojo por el tablero, tocaba una letra, se quedaba allí durante un momento, luego giraba sobre sí misma, por debajo de sus dedos, obligando a Jude a torcer la muñeca para mantener la mano posada sobre el plástico.
—Q —dijo Georgia, visiblemente falta del aliento— ... U... E...
—«Qué» —descifró Jude. La tablilla continuó encontrando letras, y Georgia siguió leyéndolas: una T, una E, una D. Jude escuchaba, concentrado en lo que estaba deletreando.
—«Qué te detuvo» —dijo Jude.
La tablilla dio media vuelta y se paró, chirriando débilmente.
—«Qué te detuvo» —repitió Jude.
—¿Y si no es ella? ¿Si es él? ¿Cómo sabemos con quién estamos hablando?
La tablilla se movió antes, incluso, de que Georgia hubiera terminado de hablar. Era como tener un dedo sobre un disco que había comenzado a girar repentinamente.
—P... O... R... Q... U... E... E... —iba diciendo Georgia.
—«Por... qué... el... cielo... es... azul» —descifró Jude. La tablilla se quedó quieta—. Es ella. Ella siempre decía que prefería hacer preguntas y no responderlas. Llegó a convertirse en una especia de broma entre nosotros
Era ella. Innumerables imágenes pasaron de golpe por la cabeza de Jude, como una abrumadora serie de vividas instantáneas. Ella estaba en el asiento trasero del Mustang, desnuda sobre el cuero blanco, sólo con sus botas vaqueras y un sombrero cubierto de plumas, mirándolo por debajo del ala, con los ojos brillantes y traviesos. Anna le tiraba de la barba, entre bastidores, en el espectáculo de Trent Reznor, mientras él se mordía los labios para no gritar. Anna muerta en la bañera, algo que él nunca había visto, aunque sí imaginado; y el agua era tinta, y su padrastro, con su traje negro de empresario de pompas fúnebres, estaba de rodillas junto a la bañera, como si rezara.
—Vamos, Jude —insistió Georgia—. Habla con ella.
La voz de Georgia era tensa, apenas más fuerte que un susurro. Cuando Jude levantó la vista para mirarla, la chica estaba temblando y su cara resplandecía por el sudor. Le brillaban los ojos desde sus cuencas oscuras y huesudas... Tenía una terrible mirada febril.
—¿Estás bien?
Georgia sacudió la cabeza
—Déjame tranquila.
—Se estremeció furiosamente. Su mano izquierda continuaba posada sobre la tablilla—. Hablale.
El cantante volvió a mirar el tablero. La luna negra estampada en un rincón estaba riéndose. ¿No tenía la cara seria un momento antes? Un perro negro dibujado en la parte inferior del tablero aullaba a la luna. Jude tenía la certeza de que no estaba allí cuando miró por primera vez el supuesto juego.
—No sabía cómo ayudarte —dijo—. Lo siento, muchachita. Ojalá te hubieras enamorado de otro que no fuera yo. Ojalá hubieras tenido relación con un buen tipo. Alguien incapaz de despacharte a casa cuando las cosas se pusieran difíciles.
—E... S... T... A... S... —leyó Georgia, con la misma voz forzada, casi sin aliento. Jude percibía en aquella voz el esfuerzo que le costaba controlar su temblor.
—«Estás... enfadado...».
La tablilla se quedó quieta.
Jude experimentó una catarata de emociones, tantas cosas, todas juntas, que no estaba seguro de poder traducirlas en palabras. Pero sí podía, y resultó fácil:
—Sí —respondió él.
La tablilla voló a la palabra «NO».
—No debiste hacer lo que hiciste.
—H... A... C...
—«Hacer qué» —leyó Jude—. ¿Hacer qué? Tú sabes qué. Acabaste con tu...
La tablilla saltó otra vez a la palabra «NO».
—¿Qué quieres decir con la palabra «no»?
Georgia dijo las letras en voz alta, una Q, una U, una E.
—«Qué... tal... si... no... puedo... responder».
—La tablilla se quedó inmóvil otra vez. Jude se quedó pensativo un momento. Luego entendió—. No puede responder a las preguntas. Ella sólo puede hacerlas.
Pero Georgia ya estaba deletreando otra vez.
—E... L... T... E... E... S... T...
Un temblor incontenible se apoderó de ella, sus dientes chocaban entre sí, y cuando Jude la miró, vio el vapor de su aliento entre los labios, como si estuviera metida en una cámara frigorífica. Pero la habitación no le parecía a Jude ni más fría ni más caliente que antes.
Luego se dio cuenta de que Georgia no estaba mirando su mano sobre la tablilla, ni le observaba a él, ni a nada en particular. Sus ojos parecían desenfocados, fijos en una distancia indefinida. Georgia continuó recitando las letras en voz alta, mientras la tablilla las tocaba. Pero ya no estaba mirando el tablero, no podía ver lo que hacía.
—«El... te... está... persiguiendo...» —leyó Jude mientras Georgia deletreaba las palabras en tono inexpresivo y tenso.
Georgia dejó de nombrar las letras y él se dio cuenta de que había hecho una pregunta.
—Sí. Sí. Piensa que es mi culpa que tú te hayas suicidado y ahora trata de vengarse.
«No». La tablilla señaló esta palabra por un largo y enfático rato, antes de volver a moverse.
—P... O... R... Q... U... E... E... R... E... S... —dijo Georgia entre dientes, pesadamente.
—«Por... qué... eres... tan... tonto...».
—Jude se quedó en silencio, con la mirada perdida.
Uno de los perros gimió en la cama.
Entonces Jude comprendió. Durante un momento se sintió embargado por una sensación de vértigo y desconcierto profundos. Fue como el mareo que se siente al ponerse en pie de golpe. Era también una sensación parecida a la que se experimenta al pisar hielo frágil, que se resquebraja bajo los pies en el desagradable instante en que uno se hunde. Le asombró haber tardado tanto en comprender.
—Maldito bastardo —dijo Jude, con voz ahogada por la cólera—. Ese bastardo.
Notó que
Bon
estaba despierta, mirando con aprensión el tablero de ouija.
Angus
también lo estaba mirando mientras golpeaba sordamente el colchón con el rabo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Jude—. Nos está persiguiendo, y nosotros no sabemos cómo deshacernos de él. ¿Puedes ayudarnos?
La tablilla se movió hacia la palabra «SÍ».
—La puerta dorada —susurró Georgia.
Jude la miró... y retrocedió. Parecía tener los ojos vueltos del revés, como si mirasen dentro de su propia cabeza. Sólo se veían las partes blancas. Todo su cuerpo temblaba furiosamente, sin parar. La cara, que ya de por sí estaba pálida como la cera, había perdido todavía más color, y adquiría una inquietante transparencia. Su respiración se convertía en vapor. Él oyó que la tablilla empezaba a chirriar y a deslizarse desenfrenadamente por todo el tablero, y bajó la vista para mirarlo. Georgia ya no estaba deletreando para que él descifrara. No hablaba. Armó las palabras él solo.
—«Quién... será... la... puerta...». ¿Quién será la puerta?
—Yo seré la puerta —dijo Georgia.
—¿Georgia? —exclamó Jude—. ¿De qué estás hablando?
La tablilla parlante empezó a moverse otra vez. Jude ya no habló, sólo la observó mientras encontraba las letras, vacilando sobre cada una sólo un instante antes de continuar.
«¿Me harás pasar?».
—Sí —respondió Georgia—. Si puedo. Haré la puerta y te haré pasar para que lo detengas.
«¿Lo juras?».
—Lo juro —aseguró ella. Su voz era aguda, alterada y tensa por el miedo—. Lo juro, lo juro, oh Dios, lo juro. Sea lo que sea lo que tenga que hacer, lo haré, aunque no sé de qué se trata. Estoy lista para hacer lo que sea, pero dime qué es, qué debo hacer.
«¿Tienes un espejo, Marybeth?».
—¿Por qué? —preguntó Georgia, parpadeando, volviendo a su lugar para buscar confusamente a su alrededor. Volvió la cabeza hacia el tocador—. Hay uno...
Gritó. Sus dedos se saltaron de la tablilla y apretó las manos sobra la boca, para sofocar el largo chillido. En ese mismo instante,
Angus
saltó sobre sus cuatro patas y empezó a ladrar desde la cama. Estaba mirando lo mismo que ella. A la vez, Jude se daba la vuelta para ver él también. Sus dedos abandonaron la tablilla, que comenzó a girar y girar por su cuenta, como un niño que hace círculos con su bicicleta todo-terreno.
El espejo colocado sobre el tocador estaba inclinado hacia delante, para mostrar a Georgia sentada frente a Jude, con el tablero de ouija entre ambos. Pero en el espejo los ojos de ella estaban cubiertos por una venda de gasa negra y tenía la garganta cortada. Una boca roja se abría obscenamente, atravesándola, y su camisa chorreaba sangre.
Angus
y
Bon
saltaron de la cama en el mismo momento. La perra se lanzó sobre la tablilla parlante nada más tocar el suelo, gruñendo. Cerró sus mandíbulas sobre ella, de la misma manera en que podría haber atacado a un ratón que corriera en busca de su agujero. El trozo de plástico se hizo pedazos entre sus dientes.
Angus
se arrojó contra el tocador y puso las patas delanteras en la parte de arriba, ladrando furiosamente a la cara que aparecía en el espejo. La fuerza de su peso hizo que el tocador se meciera sobre sus patas traseras. El espejo podía moverse hacia atrás y hacia delante, y en ese momento fue hacia atrás, inclinándose para quedar de cara al techo.
Angus
volvió a apoyarse en sus cuatro patas, y un instante después el tocador recuperó la estabilidad, apoyándose en sus patas de madera con un ruido que tuvo eco. El espejo se inclinó hacia delante para mostrar a Georgia su propio reflejo una vez más. Ahora sólo se trataba de su imagen, sin más. La sangre..., la herida... y la venda negra... habían desaparecido.