El anciano se puso tenso, se echó hacia atrás en la silla de ruedas. Miró atónito su laringe electrónica. Estaba perplejo, tal vez no del todo seguro de no haber dicho algo. La dama gorda arrugó el diario y miró por encima de éste hacia el aparato, con expresión de asombro en su ceño fruncido sobre una cara tan suave y redonda como el dibujo de la mascota de la fábrica de rosquillas Pillsbury.
«Estoy muerto».
La laringe electrónica había zumbado otra vez, parloteando desde la mesa, como un juguete de cuerda. El anciano la cogió entre sus dedos. Con ello sólo logró que el zumbido saliera de entre ellos:
«Morirás. Juntos moriremos en el hoyo de la muerte».
—¿Qué está ocurriendo? —exclamó la gorda—. ¿Está sintonizando una emisora de radio otra vez?
El anciano sacudió la cabeza como diciendo: «No lo sé». Apartó la mirada de la laringe electrónica, que en ese momento estaba en la palma de su mano, para mirar a Jude. Lo miró a través de las gafas que agrandaban sus ojos asombrados. El viejo estiró la mano, como ofreciéndole el aparato a Jude. Seguía zumbando y parloteando.
«La matarás, te matarás, los perros no te salvarán. Nos iremos juntos, me escuchas ahora, escuchas mi voz, nos iremos juntos al anochecer. Tú no me posees. Yo te poseo a ti. Te poseo ahora».
—Peter —dijo la mujer gorda. Estaba tratando de susurrar, pero su voz se ahogó, y cuando forzó la siguiente emisión de aire, la voz salió chillona y vacilante—: Deten esa cosa, Peter.
Peter continuó sentado en su sitio, ofreciéndole el aparato a Jude, como si se tratara de un teléfono y la llamada fuera para él.
Todos estaban mirando. La habitación se llenó de murmullos de preocupación. Algunos de los clientes se habían levantado de sus sillas para mirar, pues no querían perderse lo que pudiera ocurrir luego.
Jude también estaba de pie, pensando en Georgia. Mientras se incorporaba y empezaba a volverse hacia el pasillo que conducía a los baños, su mirada recorrió los ventanales de la parte frontal del local. Se detuvo a mitad del movimiento. Su mirada quedó atrapada por lo que vio en la explanada del aparcamiento. La furgoneta del muerto estaba allí, cerca de la entrada. Tenía el motor en marcha y los reflectores encendidos eran globos de luz blanca y fría. No había nadie sentado dentro.
Algunos curiosos se arremolinaban entre las mesas, detrás de él, y tuvo que abrirse paso a empujones para poder llegar al pasillo en que estaban los lavabos.
Jude encontró una puerta que decía «Mujeres», y entró, cerrándola con un golpe.
Georgia estaba ante uno de los dos lavabos. No levantó la vista al oír el ruido de la puerta golpeando contra la pared. Se estaba mirando en el espejo, pero sus ojos no parecían enfocados, no miraban nada en particular y la cara tenía la expresión triste y grave de un niño casi dormido frente al televisor.
Llevó su puño vendado hacia atrás y lo lanzó contra el espejo con todas sus fuerzas, sin contenerse nada. Pulverizó la superficie de cristal en un círculo del tamaño de la mano, con las líneas de las roturas circundantes alejándose del agujero en todas direcciones. Un instante después, plateados cuchillos de espejo cayeron con un estrépito resonante, para romperse musicalmente contra los lavabos.
Una mujer delgada y rubia, con un bebé en los brazos, estaba a un metro de distancia. Apretó al bebé contra su pecho y empezó a gritar:
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
Georgia cogió una hoja de cristal muy afilada, brillante, plateada, en forma de media luna, de quince centímetros, se la llevó hasta la garganta y echó la barbilla hacia atrás, para atravesar la carne que quedaba al descubierto. Jude salió de la conmoción en la que había quedado al entrar y le agarró la muñeca. La dobló hacia atrás hasta que ella dejó escapar un grito lastimoso y soltó el trozo de vidrio, que cayó al suelo de azulejos blancos y se hizo añicos con un fuerte ruido.
Jude trató de obligarla a darse la vuelta retorciéndole el brazo otra vez, causándole dolor. La joven abrió la boca y cerró los ojos llenos de lágrimas, resistiéndose; pero dejó que él la obligara a caminar, a acercarse a la puerta. No sabía por qué le estaba haciendo daño, si era por puro pánico o si lo hacía a propósito porque estaba enfadado con ella por alejarse, o consigo mismo por permitírselo.
El muerto se encontraba en el pasillo, cerca del baño. Jude no lo vio hasta que ya había pasado junto a él, y entonces un estremecimiento le recorrió el cuerpo, dejándolo con un incesante temblor de piernas. Craddock se había quitado su sombrero negro, saludándolos al pasar.
Georgia apenas podía mantenerse erguida. Jude movió la mano para sujetarla por la parte de arriba del brazo, sosteniéndola a la vez que la empujaba hacia el comedor. La mujer gorda y el anciano tenían las cabezas juntas.
—No ha sido ninguna emisora de radio.
—Chiflados. Chiflados que hacen bromas.
—Cállate..., ahí vuelven.
Los demás seguían mirando y pegaron un bote para abrirles paso. La camarera que hacía apenas un minuto había acusado a Jude de ser un vendedor de drogas y a Georgia de ser su puta estaba apoyada en el mostrador de la entrada hablando con el gerente, un hombrecito con lapiceros en el bolsillo de la camisa y los ojos tristes de un sabueso. Ella los señaló con el dedo cuando cruzaron la habitación.
Jude se detuvo un momento al pasar junto a la mesa a la que habían estado sentados para arrojar un par de billetes de veinte dólares. Al cruzarse con el gerente, el hombrecito levantó la cabeza para observarlos con su mirada trágica, pero no dijo nada. La camarera continuó hablándole al oído.
—Jude —dijo Georgia cuando atravesaron las primeras puertas—. Me estás haciendo daño.
El aflojó los dedos en el brazo de ella y vio que le había dejado marcas muy blancas en la piel, muy pálida. Atravesaron ruidosamente las últimas puertas y pronto estuvieron fuera.
—¿Estamos a salvo? —preguntó ella.
—No —respondió Jude—. Pero pronto lo estaremos. El fantasma tiene un saludable miedo a los perros.
Pasaron rápidamente junto a la camioneta de Craddock, que seguía con el motor en marcha. La ventanilla del asiento del acompañante estaba medio abierta. Dentro sonaba la radio. Sonaba la voz de uno de los políticos de derechas de la AM, que estaba hablando con tono suave y confiado, casi arrogante.
«Es bueno aceptar esos valores esenciales estadounidenses, y es bueno ver que las personas adecuadas ganan unas elecciones, aun cuando la otra parte diga que no han sido unas elecciones limpias; y es muy bueno ver cómo más y más personas regresan a la política del buen sentido común cristiano. Pero ¿sabes qué es todavía mejor? Asfixiar a esa bruja que está a tu lado. Asfixia a esa bruja y luego llévala a la carretera y arrójala delante de un camión de gran tonelaje. Hazlo, hazlo y...».
Luego se alejaron y ya no se oía la voz.
—Vamos a librarnos de esa cosa —dijo Georgia.
—No. No nos libraremos de él. Vamos. Faltan menos de cien metros para llegar al hotel.
—Si no nos atrapa ahora, lo conseguirá después. Tarde o temprano. Me lo ha dicho. Me ha dicho que era mejor que me suicidara y terminara con todo. Iba a hacerlo. No podía evitarlo.
—Lo sé. Así es como lo hace.
Caminaron a lo largo de la carretera, sobre una de las cunetas de la calzada, con los largos tallos de hierba azotando los vaqueros de Jude.
—Me duele la mano —se quejó Georgia.
Se detuvieron. Levantó el brazo para mirarle la herida. No estaba sangrando, ni por el golpe al espejo ni por empuñar la hoja curva de vidrio. El grueso almohadillado de la venda le había protegido la piel. De todas maneras, a pesar del vendaje pudo sentir que emitía un calor enfermizo y se preguntó si no se habría roto un hueso.
—Seguro que te duele. Has golpeado el espejo con mucha fuerza. Has tenido suerte de no sufrir una lesión mucho mayor.
—La empujó suavemente y volvieron a ponerse en marcha.
—Me late como un corazón. Hace «pum-pum-pum». —Escupió, y luego escupió otra vez.
Entre ellos y el motel había un paso subterráneo, un pasaje pétreo en un túnel angosto y oscuro, sin ninguna acera, sin ningún espacio a los lados, ni siquiera el arcén lateral para emergencias. El agua goteaba del techo de piedra.
—Vamos —dijo.
El túnel era una estructura negra, encajada alrededor de una imagen del hotel Days Inn. Jude tenía la mirada fija en el motel. Podía ver el Mustang. Podía ver su habitación.
No disminuyeron la velocidad al entrar en el túnel, que apestaba a agua estancada, malas hierbas y orina.
—Espera —dijo Georgia.
Se volvió y se agachó. Vomitó cuanto acababa de comer: los huevos, los trozos de tostadas a medio digerir y el zumo de naranja.
Jude le sostuvo el brazo izquierdo con una mano y le recogió con la otra el pelo para que no le cayera sobre la cara. Se puso nervioso por verse obligados a pararse allí, en la maloliente oscuridad, esperando a que ella terminara.
—Jude —dijo la chica.
—Vamos —la apremió a modo de réplica, mientras tiraba de su brazo.
—Espera...
—Vamos.
Ella se limpió la boca con la parte inferior de la camisa. Permaneció inclinada.
—Creo...
Oyó el vehículo antes de verlo, escuchó el motor acelerando detrás de él. Era como un gruñido furioso que se fue convirtiendo en un rugido atronador. Los faros recorrieron las paredes de toscos bloques de piedra. Jude tuvo tiempo de mirar hacia atrás y vio la camioneta del muerto que se lanzaba sobre ellos. Craddock sonreía detrás del volante y de los reflectores, que eran dos círculos de luz cegadora, agujeros ardientes, lanzallamas orientados directamente hacia el mundo. El humo salía, caliente, de los neumáticos.
Jude abrazó a Georgia y se lanzó hacia delante, llevándosela con él para salir por el lejano extremo del túnel.
El Chevy de color azul ahumado chocó contra la pared, detrás de ellos, con un estrepitoso ruido de acero contra rocas. El estruendo aturdió los tímpanos de Jude, que siguieron resonando un rato. Él y Georgia cayeron sobre la grava mojada, ya fuera del túnel. Rodaron, alejándose del camino, sobre los arbustos, para terminar tumbados entre los helechos mojados de rocío. Georgia gritó, le golpeó en el ojo izquierdo con su codo huesudo. Él apoyó una mano sobre algo esponjoso y sintió el desagradable fresco del barro del pantano.
Se levantó, respirando agitado. Miró hacia atrás. No había sido, en realidad, el viejo Chevy del muerto lo que había chocado contra la pared, sino un Jeep de color verde aceitunado, un viejo vehículo sin techo, con una barra metálica en la parte de atrás. Un hombre negro, con el pelo corto, duro, estaba sentado detrás del volante, con una mano sobre la frente. El parabrisas aparecía roto, formando una red de anillos concéntricos que crecían desde el punto en el que su cabeza había golpeado. Toda la parte delantera del Jeep había sido arrancada de cuajo. Sólo se veían hierros retorcidos por todos lados, dispersos en pedazos humeantes.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Georgia, con voz débil y metálica, difícil de distinguir por encima del zumbido que aún le sonaba en los oídos.
—El fantasma. Ha fallado.
—¿Estás seguro?
—¿Seguro de que ha sido el fantasma?
—De que ha fallado.
Jude se puso de pie con las piernas inestables, las rodillas a punto de ceder. La cogió por la muñeca y la ayudó a ponerse en marcha. Los ruidos de sus tímpanos comenzaban a debilitarse. A lo lejos, podía oír a los perros ladrando histéricamente, furiosos sin duda.
Al apilar sus maletas en la parte posterior del Mustang, Jude se dio cuenta de que sufría un latido lento y profundo en la mano izquierda, una sensación diferente del dolor constante y opaco que persistía desde que se había herido a sí mismo en ese lugar el día anterior. Cuando miró, vio que el vendaje se estaba deshaciendo y se empapaba de sangre nueva.
Georgia conducía. Él iba en el asiento del acompañante, con el equipo de primeros auxilios que era su obligada compañía desde Nueva York abierto sobre el regazo. Deshizo el vendaje húmedo y pegajoso y lo dejó caer sobre el suelo, a los pies. Las tiritas que había aplicado a la herida el día anterior se habían despegado, y el agujero estaba abierto otra vez, brillante, obsceno. El mismo se lo había vuelto a abrir con el esfuerzo hecho al apartarse del camino para esquivar la furgoneta de Craddock.
—¿Qué vas a hacer con esa mano? —preguntó Georgia, lanzándole una mirada de preocupación antes de volver la vista hacia el camino.
—Lo mismo que tú estas haciendo con la tuya —respondió—. Nada.
Comenzó a colocarse torpemente nuevas tiritas sobre la herida. Sufrió como si se estuviera apagando un cigarrillo en la palma de la mano. Cuando hubo cerrado la herida lo mejor que pudo, envolvió la mano con gasa limpia.
—Te sangra la cabeza también —dijo ella—. ¿Te habías dado cuenta?
—Un pequeño rasguño. No te preocupes.
—¿Qué va a ocurrir la próxima vez? ¿Qué pasará la siguiente ocasión que terminemos en algún lugar sin disponer de los perros para que nos cuiden?
—No lo sé.
—Era un lugar público. Deberíamos haber estado seguros en un lugar público. Con gente por todas partes. Y a plena luz del día. Pero él se ha presentado allí sin ningún problema y nos ha acosado. ¿Cómo se supone que vamos a luchar contra algo así?
—No lo sé —respondió él—. Si supiera qué hacer, ya estaría en ello, Florida. Tú y tus preguntas. Deja las preguntas al menos por un minuto, ¿crees que podrás?
Siguieron viaje. Sólo cuando escuchó el sonido entrecortado de un sollozo —luchaba por llorar en silencio— cayó en la cuenta de que la había llamado Florida, cuando había querido decir Georgia. Fueron sus preguntas las que habían provocado el lapsus. Una pregunta tras otra, sumadas a ese acento sureño, que se había ido deslizando poco a poco en su voz durante el último par de días.
El ruido que hacía Georgia tratando de no llorar era en cierto modo peor que si sollozase abiertamente. Ojalá se permitiera a sí misma llorar. Si lo hiciera, Jude podría decirle algo, pero de aquella manera se sentía impulsado a dejarla sufrir en privado, a fingir que no se había dado cuenta. Se hundió aún más en el asiento del acompañante y volvió la cara hacia la ventanilla.
El sol proyectaba una luminosidad intensa que entraba a través del parabrisas. Un poco al sur de Richmond, Jude se sumió en un desagradable trance, adormecido por el calor. Trató de pensar en lo que sabía sobre el muerto que los perseguía, en lo que Anna le había contado de su padrastro cuando estaban juntos.