En el frescor de la última hora de la tarde, en la habitación, Jude y Georgia estaban acostados, juntos en la cama de una sola plaza. Era demasiado pequeña para ambos, y la joven tuvo que ponerse de lado y colocar una pierna sobre él para poder acomodarse. Apoyaba la cara en el cuello del hombre, poniendo la punta de la fría nariz en contacto con su piel.
Él estaba entumecido. Jude sabía que debía pensar en lo que acababa de ocurrirles, pero no parecía capaz de orientar sus pensamientos hacia las imágenes que había visto en el espejo, a lo que Anna trató de decirles. Su mente se negaba a hacerlo. El cerebro quería librarse de los pensamientos sobre la muerte al menos un rato. Se sentía saturado de muerte, percibía la promesa de la muerte por todas partes, notaba la muerte en su pecho, y con cada muerte se añadía una carga más sobre él, quitándole el aire: la muerte de Anna, la de Danny, la de Dizzy, la de Jerome, la posibilidad de su propia muerte y la de Georgia esperándolo en algún recodo del camino. No podía moverse por el peso de todas aquellas muertes que lo abrumaban.
Se le ocurrió que mientras él y Georgia permanecieran quietos y sin decir nada, podrían seguir indefinidamente en aquel estado de tranquilidad, juntos, con las cortinas moviéndose y la débil luz temblorosa agitándose alrededor de ellos. Cualquier manifestación del mal que les estuviera acechando no llegaría si permanecían allí. Mientras se quedara en la pequeña cama, con el muslo frío de Georgia sobre él y su cuerpo abrazado, el inimaginable futuro no los alcanzaría.
Pero, de todos modos, llegó. Bammy golpeó suavemente la puerta, y cuando habló, su voz era susurrante e incierta:
—¿Estáis bien?
Georgia se incorporó y se apoyó sobre un codo. Se pasó el dorso de la mano sobre los ojos. Jude no se había dado cuenta hasta ese momento de que ella había estado llorando. La chica parpadeó y sonrió, y la suya era una sonrisa auténtica, no una mueca fingida. Jude ignoraba qué razón podía tener la joven para sonreír. Se lo preguntaría el resto de su vida.
La cara había sido lavada por las lágrimas, y la franca sonrisa era desgarradora por su sinceridad casi infantil. Parecía decir: «En fin, a veces uno pasa un mal momento». Él comprendió entonces que Georgia creía que lo que ambos habían visto en el espejo era una especie de visión premonitoria, algo que iba a ocurrir, algo que tal vez no podrían evitar. El hombre se acobardó ante esa idea.
No. No, sería mejor que Craddock le alcanzara y acabase con él antes de que Georgia muriera ahogada en su propia sangre. Además, ¿por qué les habría mostrado Anna aquello? ¿Qué podría desear ella?
—¿Cariño? —Bammy parecía muy preocupada.
—Estamos bien —respondió Georgia.
Silencio.
La abuela habló de nuevo:
—No estaréis peleando ahí dentro, ¿verdad? He oído ruidos.
—No —respondió Georgia, en tono ofendido por semejante sugerencia—. Te lo juro por Dios, Bammy. Lamento que te sobresaltaran los ruidos.
—Bien —dijo Bammy—. ¿Necesitas algo?
—Sábanas limpias —respondió Georgia.
Otro silencio. Jude sintió que la joven temblaba contra su pecho. Era un dulce temblor. Ella se mordía el labio inferior para evitar reírse. Y luego él también trató de contener la risa. Le dominaba una hilaridad repentina y convulsa. Se puso una mano en la boca, mientras su cuerpo temblaba de risa contenida, estrangulada.
—Jesús —exclamó Bammy, que daba la impresión de querer escupir—. Jesús.
—Mientras lo decía, se oyeron sus pasos alejándose de la puerta.
Georgia se apoyó de nuevo en Jude, su rostro frío y húmedo se apretó con fuerza sobre el cuello de él, que la abrazó, y ambos apretaron los cuerpos mientras casi se ahogaban de risa.
Después de la cena, Jude dijo que tenía que hacer algunas llamadas telefónicas y dejó a Georgia y Bammy en la sala. En realidad no tenía a nadie a quien llamar, pero sabía que Georgia quería pasar un poco de tiempo a solas con su abuela y que se sentirían más libres si él no estaba presente.
Pero una vez que llegó a la cocina, con un vaso de limonada fresca delante de él y sin nada que hacer, se encontró, de todos modos, con el teléfono en la mano.
Llamó al número de su oficina en el que se podían escuchar los mensajes. Era una extraña sensación la de estar ocupado con algo tan absolutamente relacionado con la realidad cotidiana, después de todo lo que había ocurrido durante el día, desde el enfrentamiento con Craddock en Denny's hasta el encuentro con Anna en el dormitorio de Georgia. Jude se sentía desvinculado de la persona que había sido antes de ver por primera vez al muerto. Su carrera, su vida, tanto los negocios como el arte que lo habían ocupado durante más de treinta años, parecían asuntos que no tenían la menor importancia. Marcó el número, observando su mano como si perteneciera a otra persona, sintiendo que era un espectador pasivo ante las acciones de alguien en una obra de teatro. Ese alguien era un actor que interpretaba el papel de él mismo.
Tenía cinco mensajes grabados. El primero era de Herb Gross, su contable y gerente. La voz de Herb, que era generalmente melosa y presumida, sonaba en el mensaje llena de emoción.
«Acabo de enterarme por boca de Nan Shreve de que han encontrado muerto a Danny Wooten en su apartamento esta mañana. Aparentemente se ha ahorcado. Aquí estamos todos consternados, como sin duda puedes imaginarte. Llámame cuando recibas este mensaje. No sé dónde estás. Nadie lo sabe. Llama, por favor. Gracias».
Había también un mensaje de un tal oficial Beam, que decía que la policía de Piecliff estaba tratando de comunicarse con Jude por un tema importante y le pedía que respondiera a la llamada. Un mensaje de Nan Shreve, su abogada, decía que ella se estaba ocupando de todo, que la policía quería una declaración de él sobre Danny y que debía llamar tan pronto como fuera posible.
El siguiente mensaje era de Jerome Presley, que había muerto hacía ya cuatro años, al chocar con su Porsche contra un sauce llorón, a ciento cuarenta kilómetros por hora.
«Hola, Jude, supongo que vamos a tener a toda la banda junta pronto, ¿no? John Bonham a la batería, Joey Ramone como segunda voz. —Se rió; luego continuó, con su habitual manera de hablar lenta y cansada. La voz quebrada de Jerome siempre había recordado a Jude al cómico Steven Wright—. Me enteré de que ahora conduces un Mustang reconstruido. Es una cosa que siempre tuvimos en común, Jude..., la afición a los coches. Suspensiones, motores, alerones, sistemas de sonido, Mustang, Thunderbird, Charger, Porsche. ¿Sabes lo que estaba pensando la noche en que hice que mi Porsche se saliera del camino? Pensaba en toda la mierda que nunca te dije. En toda la mierda de la que no hablamos. Por ejemplo, que me hiciste adicto a tu coca cuando tuviste el coraje de decirme que si yo no hacía lo mismo me echarías de la banda; que le diste dinero a Christine para que pusiera su propio negocio después de que me dejara, cuando se fue con los niños sin decir una palabra; que también le diste dinero para un abogado. Eso es la lealtad para ti. O que no fuiste capaz de hacerme un simple préstamo de mierda cuando yo lo estaba perdiendo todo, la casa, los coches, todo. Y eso que te había dejado dormir en una cama en el sótano de mi casa nada más bajarte del autobús que te trajo de Luisiana con menos de treinta dólares en el bolsillo.
—Se rió otra vez, con su risa áspera y corrosiva de fumador—. Bueno, supongo que pronto tendremos la oportunidad de hablar por fin de todas esas cosas. Calculo que te veré un día de éstos. Me han dicho que ya estás en el camino de la noche. Sé muy bien adonde lleva esa ruta. Derecho al maldito árbol. Me sacaron de entre las ramas, ¿lo sabías? Salvo las partes que quedaron en el parabrisas. Te echo de menos, Jude. No veo llegar la hora de abrazarte. Vamos a cantar como en los viejos tiempos. Todos cantan aquí. Después de un tiempo, parece que los cantos fueran más bien gritos. Escucha. Si prestas atención, oirás cómo gritan».
Se escucharon ruidos extraños cuando Jerome pareció apartar el teléfono de su oreja y sostenerlo en el aire para que Jude pudiera escuchar. Lo que llegó a través de la línea fue un ruido que no se parecía a ningún otro que el cantante hubiera escuchado antes. Era extraño y aterrador, como un murmullo de moscas amplificado unas cien veces, mezclado con el crujido y los chirridos de una máquina, una prensa de vapor que daba golpes y silbaba. Si uno prestaba atención, era posible escuchar palabras entre todo ese zumbido de moscas y metales, voces no humanas que llamaban a la madre, que pedían que aquello se detuviera.
Jude estaba dispuesto a eliminar el siguiente mensaje, pensando que se trataría de otro muerto, pero resultó ser una llamada del ama de llaves de su padre, Arlene Wade. La mujer estaba tan lejos de sus pensamientos, que pasaron varios segundos antes tic que pudiera identificar la voz vieja, temblorosa y curiosamente inexpresiva, y para entonces su breve mensaje ya casi había terminado.
«Hola, Justin, soy yo. Quería mantenerte informado sobre tu padre. Está inconsciente desde hace treinta y seis horas. Los latidos de su corazón son cada vez más irregulares. Pensé que querrías saberlo. No tiene dolores. Llámame si quieres».
Después de colgar, se apoyó sobre la encimera de la cocina, mirado hacia el exterior, a la noche. Tenía las mangas recogidas hasta los codos y la ventana estaba abierta. La brisa se hizo sentir, fresca, sobre su piel. El agradable aire llegaba perfumado con los olores de las flores del jardín. Las ranas croaban.
Jude vio mentalmente a su padre: el viejo tirado sobre la cama angosta, demacrado, agotado, con el mentón cubierto por una barba corta, blanca y rala, las sienes hundidas y grises. Hasta le pareció que sentía su olor a medias, el hedor del sudor rancio, la peste de la casa, un olor que incluía, además de eso, efluvios de mierda de gallinas y cerdos, y el olor a nicotina que lo impregnaba todo, cortinas, mantas, el papel de las paredes. Cuando Jude se fue de Luisiana, lo hizo huyendo de aquel olor tanto como de su padre.
Corrió, corrió y corrió. Hizo música. Logró amasar millones, se había pasado una vida entera tratando de poner tanta distancia como fuera posible entre él y el viejo. Y en ese momento, la casualidad, el destino, podían hacer que ambos muriesen el mismo día. Marcharían juntos por el camino de la noche. O tal vez no caminaran, sino que lo recorrerían en coche, compartiendo el asiento del acompañante en la furgoneta azul de Craddock McDermott. Ambos sentados tan cerca uno del otro que Martin Cowzynski podría apoyar una de sus garras enflaquecidas en la nuca de Jude. Su olor llenaría el automóvil. El repugnante olor del hogar.
El infierno apestaría, sin duda, precisamente con ese olor, y llegarían allí juntos, padre e hijo, acompañados por el horripilante chófer de pelo plateado muy corto y traje de Johnny Cash, con la radio sintonizada en la emisora de Rush Limbaugh. Si algo anunciaba lo que sería el infierno, eran las charlas radiofónicas... y la familia.
En la sala, Bammy dijo algo con un murmullo bajo, de aire chismoso. Georgia se rió. Jude inclinó la cabeza intentando oír, y un instante después se sorprendió a sí mismo sonriendo, en una reacción automática. Cómo era posible que ella y él pudieran estar muriéndose de risa otra vez, con todo lo que se alzaba contra ellos y todo lo que habían visto. No podía creerlo, era incapaz de imaginarlo.
La frescura y la franqueza de su risa eran una cualidad que él valoraba en Georgia por encima de las demás. Le encantaba su grave y caótica musicalidad, la manera en que se entregaba completamente a ella. Le conmovía, le apartaba de sus pesares. Eran poco más de las siete, según el reloj del horno microondas. Volvería a la sala para compartir con ellas unos minutos de charla fácil, sin sentido. Luego avisaría a Georgia con una mirada significativa hacia la puerta. El camino esperaba.
Ya lo había decidido y estaba apartándose de la encimera, cuando un sonido atrajo su atención. Era una voz melodiosa y desafinada, cantando: «Adiós, adiós». Giró sobre sus talones y volvió a mirar el patio trasero de la casa.
El rincón más lejano estaba iluminado por una de las farolas del callejón. Arrojaba una luz azulada a través de la cerca de estacas puntiagudas y del enorme nogal frondoso del que colgaba la gastada soga. Una niña pequeña estaba de cuclillas sobre el césped, debajo del árbol. Era una cría de quizá seis o siete años, cubierta con un simple vestido a cuadros rojos y blancos. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo. Cantaba para sí misma la vieja canción de Dean Martin que decía que ya era tiempo de volver al camino, hacia el país de los sueños, para hundirse en la tierra de la imaginación. Cogió un vilano de diente de león, tomó aire y sopló. Las semillas se separaron, convirtiéndose en paracaídas, como cien sombrillitas que volaron para perderse en la oscuridad. En teoría, debía ser imposible verlas flotar en el aire, pero eran ligeramente luminiscentes y se dejaban llevar por la brisa como improbables chispas blancas. La niña tenía la cabeza levantada, de modo que pareció mirar directamente a Jude a través de la ventana, aunque en realidad era imposible discernir si miraba o no, porque los ojos de la pequeña estaban oscurecidos por marcas negras que se movían delante de ellos.
Era Ruth, la hermana gemela de Bammy, la que había desaparecido en la década de los cincuenta. Sus padres habían llamado a las dos chiquillas para que entrasen a almorzar. Bammy lo hizo corriendo, pero Ruth se quedó atrás, y nunca más nadie volvió a verla... con vida.
Jude abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y descubrió que no podía hablar. El aliento se juntó en su pecho y allí permaneció.
Ruth dejó de cantar, y la noche quedó en silencio. En ese momento ni siquiera se escuchaban los ruidos de las ranas o de los insectos. La fantasmal criatura giró la cabeza para mirar hacia el callejón, detrás de la casa. Sonrió y movió una mano, en un pequeño saludo, como si acabara de descubrir a alguien allí detenido, alguien a quien conocía, tal vez un amigo del vecindario. Pero no había nadie en el callejón. Sólo se veían viejas hojas de periódico esparcidas por el suelo, algunos trozos de vidrio, hierbas creciendo entre los ladrillos. Ruth se puso de pie y caminó lentamente hasta la cerca, moviendo los labios, hablando en completo silencio con una persona que no estaba allí. ¿En qué momento había dejado de oír la voz de la niña? Cuando dejó de cantar.