Jude trataba de mantener vigilado el camino que quedaba detrás de ellos, atento a la policía, o a la furgoneta del muerto, pero a primera hora de la tarde no pudo más, apoyó la cabeza contra la ventanilla lateral y cerró los ojos por un momento. Los neumáticos producían un sonido hipnótico, un murmullo monótono. El aparato de aire acondicionado, que nunca antes había hecho ruidos, emitía ronroneos regulares. Los ventiladores vibraban furiosos durante un momento, para luego, cíclicamente, quedar en silencio. Eso también tenía un efecto hipnótico.
Había pasado meses reconstruyendo el Mustang, y Jessica McDermott Price lo había convertido en chatarra otra vez en apenas un instante. Le había hecho cosas que él pensaba que sólo les ocurrían a los personajes de las canciones del Oeste: destrozó su automóvil, machacó a sus perros, le hizo huir de su casa para convertirlo en un fuera de la ley. Casi era gracioso. Tal vez dejarlo a uno sin un dedo y un cuarto de litro de sangre podía ser estimulante para el sentido del humor.
No. No era gracioso. Era importante no reírse otra vez. No quería asustar a Marybeth, no quería que ella pensara que estaba perdiendo la cabeza.
—Usted está loco —dijo Jessica Price—. Usted no va a ninguna parte. Usted necesita tranquilizarse. Le daré algo para que se relaje, y hablaremos.
Al oír el sonido de su voz, Jude abrió los ojos.
Estaba sentado en un sillón de mimbre, contra la pared, en el oscuro pasillo del piso de arriba de la casa de Jessica Price. Nunca había visto la planta superior de aquella vivienda, no había llegado a entrar hasta ese lugar, pero de todas maneras supo de inmediato dónde estaba. Se daba cuenta gracias a las fotografías, por los enormes retratos enmarcados que colgaban de las paredes de oscuros paneles de madera. Uno era una foto de Reese, tomada con filtro difusor, en la escuela, cuando tenía ocho años. Posaba delante de una cortina azul y sonreía, dejando ver unos metálicos aparatos de ortodoncia en los dientes. Las orejas sobresalían, dándole un aspecto ridículo.
El otro retrato era más viejo y sus colores estaban ligeramente desteñidos. Se veía a un capitán, tieso como un palo, de hombros cuadrados, quien, con su alargada y delgada cara, sus ojos cerúleos y su ancha boca de labios finos, tenía más que un ligero parecido con Charlton Heston. La mirada de Craddock en esa fotografía era distante y arrogante al mismo tiempo. Pura disciplina.
El pasillo daba, a la izquierda de Jude, a la amplia escalera central que subía desde el vestíbulo. Anna estaba subiendo y Jessica la seguía de cerca, detrás de ella. Anna estaba sofocada, demasiado flaca. Los huesos de las muñecas y los codos sobresalían debajo de la piel, y la ropa le quedaba excesivamente grande. Ya no era gótica. Nada de maquillaje, ni pintura negra en las uñas. Nada de aretes o anillos en la nariz. Llevaba puesta una túnica blanca, desteñidos pantalones cortos de gimnasia de color rosa y zapatillas de tenis sin cordones. Daba la impresión de que su pelo no había sido cepillado ni peinado en varias semanas. En buena lógica, todo ello tendría que haberle conferido un aspecto terrible, de mujer desaliñada y hambrienta, pero no era así. Estaba tan hermosa en ese momento como el verano que habían pasado juntos en el cobertizo, trabajando en el Mustang, con los perros en medio.
Al verla, Jude sintió un abrumador ataque emocional. Conmoción, pérdida y adoración, todo junto. Apenas pudo soportar tantos sentimientos simultáneos. Incluso parecían más sentimientos de lo que la realidad que le rodeaba podía admitir, pues el mundo se curvaba en los bordes de su campo visual, volviéndose borroso y distorsionado. El pasillo se convirtió en un corredor salido de Alicia en el país de las maravillas, demasiado pequeño en un extremo, con puertas tan diminutas que sólo un gato podría atravesarlas, y demasiado grande en el otro, donde el retrato de Craddock se dilataba hasta alcanzar tamaño natural. Las voces de las mujeres en las escaleras se hicieron más profundas y lentas, hasta el punto de convertirse en sonidos incoherentes. Era como escuchar un disco que empezara a detenerse después de que el tocadiscos hubiera sido desenchufado.
Jude estuvo a punto de llamar a Anna. Lo que más deseaba era ir hacia ella, pero cuando el mundo se deformó, se echó hacia atrás en la silla, mientras los latidos de su corazón se disparaban. Un instante después, su visión se aclaró, el pasillo se enderezó y pudo escuchar otra vez a Anna y a Jessica con toda claridad. Entonces se dio cuenta de que la visión que le rodeaba era frágil y que no podía forzarla demasiado. Era importante mantenerse quieto, no realizar ningún movimiento brusco. Hacer y sentir lo menos posible, ésa era la clave. Sólo tenía que observar.
Las manos de Anna estaban cerradas, en puños pequeños, huesudos. Subía las escaleras con una precipitación agresiva, de modo que su hermana tropezaba tratando de seguirle el ritmo, agarrándose a la barandilla para evitar rodar escaleras abajo.
—Espera... Anna..., ¡detente! —dijo Jessica, parándose, para luego seguir escaleras arriba, tratando de coger la manga de la túnica de su hermana—. Estás histérica...
—No estoy histérica, no me toques —replicó Anna, hablando atropelladamente. De un tirón, liberó el brazo.
Anna llegó al descansillo y se volvió hacia su hermana mayor, que se quedó rígida, dos peldaños más abajo, vestida con una pálida falda de seda y una blusa de color café oscuro. Los talones de Jessica estaban juntos. En el cuello sobresalían los tendones. Estaba haciendo una mueca, y en ese momento pareció más vieja, no una mujer de unos cuarenta años, sino de más de cincuenta. En realidad parecía asustada. Su palidez, especialmente en las mejillas, a la altura de las sienes, era gris, y el contorno de su boca estaba fruncido, lleno de arrugas.
—Estás histérica. Estás imaginando cosas, eres víctima de una de tus terribles fantasías. No sabes lo que es real y lo que no lo es. No puedes ir a ninguna parte en ese estado.
Anna no hacía caso.
—¿Esto es imaginario? —Llevaba un sobre en las manos—. ¿Estas fotografías son imaginarias?
—Sacó varias fotos Polaroid, las agitó en una mano para mostrárselas a Jessica y se las arrojó luego a la cara—. ¡Jesús! ¡Es tu hija! ¡Tiene once años!
Jessica Príce se encogió ante las fotos que volaban, que cayeron en los escalones, alrededor de sus pies. Jude se dio cuenta de que Anna todavía tenía una de ellas, que volvió a guardar en el sobre.
—Sé muy bien lo que es real —insistió Anna—. Por primera vez en mi vida, tal vez.
—Papá —dijo Jessica con voz débil, amortiguada.
Anna continuó:
—Me voy. La próxima vez que me veas, llegaré con sus abogados. Para llevarme a Reese.
—¿Crees que él te ayudará? —preguntó Jessica. Su voz era un susurro tembloroso.
¿Él? ¿Sus abogados? A Jude le costó un instante darse cuenta de que estaban hablando de él. La mano derecha comenzaba a escocerle. La notaba hinchada y caliente, como si hubiera sufrido la picadura de un terrible insecto.
—Seguro que me ayudará.
—¡Papá! —exclamó Jessica de nuevo. Su voz sonó esta vez más fuerte, más vibrante.
Una puerta se abrió de golpe, en el pasillo oscuro, a la derecha de Jude. Miró, esperando ver a Craddock, pero era Reese. La niña asomó la cabeza espiando hacia todos los lados. Era una chiquilla con el pelo del mismo color dorado pálido que el de Anna. Igual que a ella, un mechón le caía sobre uno de los ojos. Jude sintió pena al verla. Se le encogió el corazón al contemplar sus grandes ojos afligidos. ¡Las cosas que algunos niños tenían que ver! Sin embargo... pocas serían peores que las que ya había sufrido ella, pensó.
—Esto se va a saber, Jessie. Todo —dijo Anna—. Estoy feliz. Quiero hablar de eso. Espero que vaya a la cárcel.
—¡Papá! —gritó Jessica por tercera vez.
Se abrió la puerta situada frente a la habitación de Reese y una figura alta, demacrada y angulosa salió al pasillo. Craddock no era más que una silueta negra recortada en las sombras, sin ningún rasgo característico, salvo las gafas de montura oscura, que usaba muy de vez en cuando. Los cristales de las gafas atrapaban y enfocaban la luz disponible, de modo que brillaban débilmente, con algún destello rosa, en la oscuridad. Detrás de él, en su habitación, un acondicionador de aire vibraba con un ruido constante, cíclico, que a jude le resultaba curiosamente conocido.
—¿Qué es todo este ruido? —preguntó Craddock con voz áspera y melosa.
—Papá —dijo Jessica—, Anna se va. Dice que regresa a Nueva York, otra vez, con Judas Coyne, y va a conseguir que sus abogados...
Anna miró hacia el pasillo, a su padre. No vio a Jude. Por supuesto que no le vio. Sus mejillas eran de un furioso color rojo oscuro, con dos manchas sin color alguno sobre los pómulos. Estaba temblando.
—Quiere llamar a los abogados de ese tipo y a la policía, y les va a decir a todos que tú y Reese...
—Reese está aquí, Jessie —la interrumpió Craddock—. Tranquilízate. Tranquilízate.
—... y ella... ha encontrado algunas fotografías —siguió Jessica, con voz cada vez más débil, mientras miraba a su hija por primera vez.
—¿Ah, sí? —replicó Craddock, mostrándose completamente tranquilo—. Anna, querida. Lamento que te hayas alterado tanto. Pero no es un momento adecuado para que te marches, desquiciada como estás. Es tarde, querida. Es casi de noche. ¿Por qué no te sientas conmigo y hablamos sobre lo que te está preocupando? Quisiera ver si puedo tranquilizar tu espíritu, darte un poco de paz. Si me permitieras intentarlo, aunque sólo sea un momento, estoy seguro de que lo lograría.
De pronto Anna pareció tener dificultades para emitir su voz. Sus ojos estaban muy abiertos, brillantes y asustados. Pasaba la mirada de Craddock a Reese, y luego a su hermana.
—Mantenlo lejos de mí—dijo Anna—. O que Dios me perdone, porque lo mataré.
—No puede irse —dijo Jessica a Craddock—. Por ahora no puede.
¿Por ahora? Jude se pregunto qué podría significar eso. ¿Acaso Jessica pensaba que había algo más que hacer o decir? Él tenía la sensación de que la conversación había terminado.
Craddock miró de reojo a la niña.
—Vete a tu habitación, Reese. —Alargó la mano hacia ella, mientras hablaba, para hacerle una caricia tranquilizadora en la pequeña cabeza.
—¡No la toques! —gritó Anna.
La mano de Craddock se detuvo en el aire, por encima de la cabeza de Reese... Entonces la dejó caer a un lado.
En ese momento algo cambió. En la oscuridad del corredor, Jude no podía distinguir bien las facciones de Craddock, pero le pareció detectar una sutil variación en el lenguaje corporal, en la posición de los hombros, en la inclinación de la cabeza y en la manera en que apoyaba los pies en el suelo. Jude tuvo la impresión de que ahora era un hombre que se disponía a atrapar una serpiente oculta entre la hierba.
Finalmente Craddock habló a Reese otra vez, sin apartar la vista de Anna.
—Vamos, mi amor. Deja que los adultos hablen ahora. Está anocheciendo y es hora de que los mayores charlen sin que las niñas estén presentes.
Reese miró por el pasillo hacia Anna y su madre. Anna la miró a los ojos y movió la cabeza con una levísima inclinación.
—Ve, Reese —dijo Anna—. No es más que una aburrida conversación de personas mayores.
La pequeña metió la cabeza en su habitación y cerró la puerta. Un momento después se oyó música, sonando fuerte aunque amortiguada a través de la puerta. Era una mezcla de percusión con el chillido de una guitarra que parecía un tren descarrilando, seguido todo ello de gritos entusiastas con algo de infantil en su timbre. Todo, extrañamente, sonaba con una áspera armonía. Era la versión Kidz Bop del último éxito de Jude que había figurado en la lista de los cuarenta temas más escuchados,
Put yon in yer place
.
El cuerpo de Craddock se sacudió al escucharlo y sus manos se cerraron con fuerza.
—Ese hombre —murmuró.
Al acercarse a Anna y Jessica, ocurrió algo curioso. El descansillo de la parte superior de la escalera estaba iluminado por la luz del sol poniente, que entraba por una gran ventana que sobresalía en la fachada frontal de la casa, de modo que cuando Craddock se acercó a sus hijastras la luz le iluminó la cara, destacando hasta los menores detalles: la inclinación de los pómulos, las profundas arrugas que cerraban la boca a los lados. Pero los cristales de sus gafas se oscurecieron, ocultando los ojos detrás de inquietantes círculos negros.
—No eres la misma desde que has vuelto a casa después de vivir con ese hombre —dijo el anciano—. No sé qué puede haber ocurrido contigo, Anna, querida. Has pasado por algunos malos momentos, nadie lo sabe mejor que yo; pero me da la impresión de que ese tipo, Coyne, se ha apoderado de tu desdicha y, por decirlo así, le ha subido el volumen. Es como si hiciera que tus penas sonaran tan fuerte que ya no puedes escuchar mi voz cuando trato de hablarte. Sufro al verte tan triste y confundida.
—No estoy confundida y no soy tu «querida Anna». Te lo aseguro, si te acercas a mí a menos de un metro, lo lamentarás.
—Diez minutos, papá —dijo Jessica.
Craddock movió los dedos hacia ella, en un gesto de impaciencia para hacerla callar.
Anna lanzó una mirada a su hermana, y luego se volvió otra vez hacia Craddock.
—Ambos estáis equivocados si pensáis que podéis retenerme aquí por la fuerza.
—Nadie te obligará a hacer nada que tú no quieras —replicó Craddock, pasando junto a Jude.
Tenía la cara arrugada y de mal color, las pecas resaltaban más que nunca sobre su piel blanca como la cera. Más que caminar, arrastraba los pies, ladeado quizá por alguna afección permanente de la columna, pensó Jude. Muerto tenía mejor aspecto.
—¿Crees que Coyne te va a hacer algún favor? —continuó Craddock—. Creo recordar que te echó. Te repudió. Tengo entendido que ya ni siquiera responde tus cartas. No te ayudó antes... y no veo por qué habría de hacerlo ahora.
—No sabía cómo conseguirlo. Yo no me conocía a mí misma. Ahora sí me conozco. Le voy a contar lo que tú has hecho. Le voy a decir que deberías estar en la cárcel. ¿Y sabes lo que ocurrirá? Hará que sus abogados te metan en prisión.
—Dirigió una mirada a Jessica—. Y a ella, también..., si no la encierran en un manicomio. A mí me da lo mismo, siempre y cuando la mantengan tan lejos como sea posible de Reese.
—¡Papá, haz algo! —lloriqueó Jessica, pero Craddock sacudió bruscamente la cabeza, lo que significaba: «Cállate».