El traje del muerto (35 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: El traje del muerto
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Reese no dio ninguna muestra de haber escuchado lo que el hombre de la radio estaba diciendo. Tal vez fuera así. Al menos de forma consciente, no le escuchaba. Jude miró hacia la radio. En la fotografía colocada junto al aparato, Craddock todavía tenía la mano sobre el hombro de Reese, pero ahora sus ojos habían sido tachados con los garabatos de la muerte.

La voz de la radio insistió:

«No dejes que se te acerque más. Está aquí para mataros a las dos. Dispárale, Reese. Dispárale».

Tenía que hacer callar la radio. Se arrepentía de no haber seguido su impulso de aplastarla un rato antes. Se volvió hacia la encimera, moviéndose demasiado rápidamente, y su tacón se deslizó, resbalando con la sangre del suelo, con un chirrido agudo. Se tambaleó y dio un paso desequilibrado hacia atrás, en dirección a Reese. Los ojos de la niña se abrieron alarmados cuando él se tambaleó hacia ella. Jude levantó la mano derecha, en un ademán cuya intención era la de calmar, tranquilizar, hasta que en el último momento se dio cuenta de que estaba esgrimiendo la llave de cruz para cambiar neumáticos, y que a ella le daría la impresión de que la usaba para atacarla. Todo ocurrió en una fracción de segundo.

La niña apretó el gatillo y la bala golpeó en la llave, que, con un resonante ruido metálico, giró y le arrancó el dedo índice. Una lluvia de finas gotas de sangre caliente cayó sobre su cara. Volvió la cabeza y miró con la boca abierta su propia mano, tan asombrado por la desaparición del dedo como antes por el milagro del perro negro que se había desvanecido. Era la mano con la que hacía los acordes. Casi todo el dedo había desaparecido. Aún sostenía la llave de cruz con lo que le quedaba de mano. La soltó. Cayó al suelo con sonido de campana.

Marybeth gritó su nombre, pero la voz sonó tan lejana que bien podía haber estado en la calle. Apenas podía oírla entre el zumbido de sus oídos. Sintió que su cabeza se volvía peligrosamente ligera. Necesitaba sentarse. Pero no se sentó. Puso la mano izquierda sobre la encimera y empezó a dar marcha atrás, retirándose lentamente en dirección a Marybeth y el garaje.

La cocina olía a pólvora quemada, a metal caliente. Mantuvo la mano derecha alzada, apuntando al techo. El muñón de su dedo índice no sangraba demasiado. La sangre mojó la palma de su mano, chorreando por el interior del brazo, pero era un goteo lento, y eso le sorprendió. Tampoco el dolor era excesivo. Lo que sentía era más bien una desagradable sensación de presión concentrada en el muñón. No notaba en absoluto el corte que tenía en la cara. Miró al suelo y vio que iba dejando un rastro de gruesas gotas de sangre y rojas huellas de botas.

Su visión parecía aumentada y distorsionada, como si llevara una pecera en la cabeza. Jessica Price estaba de rodillas, con las manos en el cuello. Tenía la cara amoratada e hinchada, como si estuviera sufriendo una grave reacción alérgica. Casi se rió. ¿Quién no era alérgico a una barra de metal aplicada en el cuello y en el rostro? En ese momento pensó que se las había apañado para herirse las dos manos en el espacio de apenas tres días, y luchó contra una necesidad casi compulsiva de reírse tontamente. Tendría que aprender a tocar la guitarra con los pies.

Reese le miró a través de la nube de humo sucio de pólvora, con los ojos muy abiertos y asombrados..., y de algún modo compungidos. El arma estaba en el suelo, junto a ella. Movió la vendada mano izquierda hacia ella, aunque ni siquiera estaba seguro de cuál era el propósito de ese gesto. Tenía la vaga idea de que estaba tratando de tranquilizarla, diciéndole que él estaba bien. Le preocupó lo pálida que parecía la niña. Esa criatura nunca superaría aquellos terribles sucesos, y no tenía la culpa de nada.

Entonces Marybeth le cogió del brazo. Estaban en el garaje. No, estaban fuera del garaje, bajo el blanco resplandor del sol. Jude casi se cayó al suelo cuando
Angus
le puso las patas delanteras sobre el pecho.

—¡Fuera! —gritó Marybeth, y su voz aún parecía venir de muy lejos.

Jude quería sentarse, por encima de cualquier otra cosa... Allí mismo, en la entrada, donde pudiera recibir el sol en la cara.

—No —ordenó Marybeth cuando él empezó a dejarse caer hacia el hormigón del suelo—. No. Al coche. Vamos. —Tiraba de su brazo con ambas manos, para mantenerlo de pie.

Él se balanceó, avanzó trastabillado hacia ella, puso un brazo sobre el hombro de la chica y ambos se dejaron llevar por la inclinación del camino de acceso, como un par de adolescentes ebrios en la fiesta de graduación que trataran de bailar el
Stairway
de Led Zepellin. Esta vez él sí se rió. Marybeth lo miró con terror.

—Jude. Tienes que colaborar. No puedo llevarte. No lo lograremos si te caes.

El tono de súplica de su voz le preocupó, y se propuso hacer mejor las cosas. Respiró hondo, para reponerse, y fijó la vista en sus botas. Se concentró en el trabajo de hacerlas avanzar. El pavimento que había debajo de sus pies era difícil de atravesar. Se sentía como si tratara de caminar por un trampolín en estado de embriaguez. La tierra parecía doblarse y tambalearse debajo de él, y el cielo se inclinaba peligrosamente.

—Al hospital —dijo ella.

—No. Tú sabes por qué.

—Tengo que llevarte...

—No tienes que hacerlo. Detendré la hemorragia.

¿Quién le estaba respondiendo? El sonido era el de su propia voz, asombrosamente razonable.

Jude levantó la vista, vio el Mustang. El mundo giraba a su alrededor, veía un calidoscopio de jardines demasiado verdes, canteros de flores, la blanca cara aterrorizada de Marybeth. Se encontraba tan cerca que su nariz estaba prácticamente metida en el remolino oscuro y flotante de su pelo. Aspiró profundamente, para disfrutar de su dulce y alentador aroma, pero se estremeció, sorprendido por el fuerte olor a pólvora y a perro muerto.

Dieron la vuelta alrededor del automóvil y ella lo dejó caer sobre el asiento del acompañante. Luego, Georgia fue a la parte delantera del Mustang, cogió a
Angus
por el collar y empezó a arrastrarlo hacia la puerta del conductor.

Estaba tratando de abrirla cuando la camioneta de Craddock. salió ruidosamente del garaje, con los neumáticos girando violentamente sobre el suelo, echando un humo grasiento. Craddock estaba detrás del volante. La camioneta se salió del camino de acceso a la casa y atravesó el césped con un ruido sordo. Chocó con estrépito contra la cerca de estacas, derribándola sobre la acera, para luego seguir hasta la calle.

Marybeth soltó a
Angus
y se arrojó sobre el capó del automóvil, deslizándose sobre el abdomen, justo antes de que la camioneta de Craddock se estrellara contra un lado del Mustang. La fuerza del impacto lanzó a Jude hacia la puerta del lado del acompañante. La colisión hizo girar el Mustang, de modo que la parte de atrás quedó en medio de la calle y la de delante se subió encima del bordillo, con tal brusquedad que Marybeth fue catapultada desde el capó hasta el suelo. La camioneta había golpeado el automóvil con un extraño ruido de plástico aplastado, mezclado con agudos ladridos.

Los trozos de vidrio roto cayeron tintineando sobre la calle. Jude levantó la vista y vio el descapotable de color cereza de Jessica McDermott Price en la calle, junto al Mustang. La camioneta había desaparecido. En realidad nunca había estado allí. El blanco globo del airbag se había desplegado sobre el volante, y Jessica estaba sentada allí, con la cabeza entre las manos.

Jude sabía que debería estar sintiendo algo —alguna urgencia, alguna sensación de alarma—, pero sólo se sentía somnoliento, atontado. Tenía los oídos taponados, y tragó varias veces para destaponarlos, para liberarlos.

Salió por la puerta del acompañante, para ver qué le había ocurrido a Marybeth. En ese momento la chica estaba sentándose en la acera. No había razón para preocuparse. Se encontraba bien. Parecía tan aturdida como Jude, pestañeando a la luz del sol, con un gran rasguño en la punta de la barbilla y el pelo cayéndole desordenadamente sobre los ojos. Pero nada más. Miró hacia atrás, hacia el descapotable. La ventanilla del conductor estaba bajada —o había caído a la calle— y la mano de Jessica colgaba, blanda, hacia fuera. El resto de la mujer yacía dentro, invisible.

En algún lugar, alguien empezó a gritar. Sonaba lo que parecía el llanto de una niña. Estaba llamando a su madre a gritos.

Sudor, o tal vez sangre, goteaba en el ojo derecho de Jude, y escocía. Levantó la mano derecha para enjugarlo y se rozó la frente con el muñón de su dedo índice. Sintió como si hubiera metido la mano en una parrilla caliente. El dolor recorrió todo el brazo y llegó hasta el pecho, donde se convirtió en otra cosa, en una falta de aliento y en hormigueo helado detrás del esternón. Era una sensación terrible y de alguna manera fascinante.

Marybeth pasó tambaleándose por la parte delantera del Mustang y abrió la puerta del conductor, que hizo un ruido de metal doblado. Llevaba en los brazos algo que parecía un enorme bolso marinero de color negro. El bolso estaba goteando. No..., no era un bolso marinero..., era.
Angus
. Movió el asiento del conductor hacia delante y dejó el inerte animal en el asiento de atrás, antes de subir.

Jude se volvió cuando ella puso en marcha el coche. Ambos sentían una profunda necesidad de mirar atrás, a su perro, y a la vez deseaban con desesperación no hacerlo.
Angus
levantó la cabeza para mirarlo con ojos vidriosos, húmedos, inyectados en sangre. Gemía casi sin hacer ruido. Sus patas traseras estaban destrozadas. Un hueso rojo asomaba, atravesando la piel de una de ellas, justo por encima de la articulación.

Jude pasó su mirada de
Angus
a Marybeth. Ella mantenía firme y alta su barbilla herida; los labios eran una fina y horrorizada línea. Las vendas de su mano derecha, en terrible estado, estaban empapadas. ¡Vaya con ellos y sus manos! A ese paso tendrían que acariciarse con garfios cuando todo aquello hubiera terminado.

—Mira cómo estamos los tres —observó Jude—. ¿No formamos un trío lamentable?

—Tosió. La sensación de tener clavados alfileres y agujas en su pecho estaba disminuyendo..., pero muy lentamente.

—Buscaré un hospital.

—Nada de hospitales. Vamos a la carretera.

—Podrías morir si no vamos a un hospital.

—Si vamos a un hospital, seguramente moriré, y tú también. Craddock terminará con nosotros fácilmente. Mientras
Angus
esté vivo, tenemos alguna posibilidad de sobrevivir.

—¿Qué puede hacer
Angus
...?

—Craddock no le tiene miedo al perro. Le tiene miedo al perro que hay dentro del perro.

—¿De qué estás hablando, Jude? No comprendo.

—Vamos. Puedo detener la hemorragia del dedo. Es sólo un dedo. Vamos a la autopista. Marchemos al oeste. —Alzó la mano derecha, a un lado de la cabeza, para disminuir la velocidad de la hemorragia. En ese momento estaba comenzando a pensar. Aunque no tenía que pensar mucho para saber adonde se dirigían. Iban al único lugar al que podían ir.

—¿Qué mierda hay al oeste? —preguntó Marybeth.

—Luisiana —respondió—. El hogar.

Capítulo 39

El maletín de primeros auxilios que los había acompañado desde Nueva York estaba en el suelo, en la parte de atrás del coche. Sólo quedaban un pequeño rollo de gasa, unas pinzas y varias dosis de Motrin, el poderoso calmante muscular, en envases difíciles de abrir. Cogió primero el analgésico, abrió el envase rompiéndolo con los dientes y se tragó en seco los seis comprimidos, 1.200 miligramos. No era suficiente. Todavía sentía la mano como si fuera un montón de hierro caliente apoyado en un yunque, donde era lenta pero metódicamente aplastado a martillazos.

Al mismo tiempo, el dolor mantenía a raya la nubosidad mental, era un flotador para mantenerse a salvo, consciente, una cuerda que lo sujetaba al mundo real: la autopista, los carteles verdes con los kilometrajes, el zumbido del aire acondicionado.

Jude no sabía cuánto tiempo lograría mantener clara la cabeza, y quería usar el que le quedara para explicar las cosas. Habló vacilando, con los dientes apretados, mientras se colocaba la venda dándole vueltas a la mano herida.

—La granja de mi padre está justamente al cruzar el límite de Luisiana, en Moore's Corner. Podemos llegar allí en menos de tres horas. No voy a desangrarme en sólo tres horas. El viejo está enfermo, casi siempre inconsciente. Hay una anciana allí, una tía política, por matrimonio, que es enfermera profesional. Ella lo cuida. Está registrada en el colegio de enfermeras. Hay morfina. Para los dolores de mi padre. Y habrá perros. Creo que tiene... Maldita sea. Madre mía. Maldición. Dos perros. Pastores alemanes, como los míos. Salvajes. Malditos animales.

Cuando se terminó la gasa, la sujetó, ajustándola con un imperdible. Usó los dedos del pie para quitarse las botas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Puso un calcetín sobre la mano derecha. Envolvió el otro alrededor de la muñeca y lo anudó con fuerza, para hacer más lenta la circulación, pero no para detenerla. Miró detenidamente el guiñapo en que se había convertido su mano y trató de pensar si podría aprender a hacer acordes sin el dedo índice. Siempre le quedaría el recurso de tocar la guitarra con slide. O podía volver a usar la izquierda, como hacía cuando era niño. El solo hecho de pensarlo hizo que comenzara a reírse otra vez. Parecía un loco.

—Basta —dijo Marybeth.

Apretó los dientes con fuerza y se obligó a dejar de reír. Tenía que admitir que se comportaba de una manera extraña, que no resultaba normal para su compañera.

—¿Crees que no llamará a la policía esa vieja tía tuya? ¿No te parece que se empeñará en llamar a un médico para que te vea? ¿No dices que es enfermera?

—No lo hará.

—¿Por qué no?

—No se lo vamos a permitir.

Marybeth no dijo nada durante un rato, después de oír aquello. Condujo tranquilamente, de forma automática, pasando de un carril a otro correctamente al adelantar a otros vehículos, para continuar a una velocidad de crucero de no más de ciento diez o ciento quince kilómetros por hora. Sostenía el volante con cuidado, con su mano izquierda, blanca, arrugada, lastimada, y no lo tocaba de ninguna manera con la infectada mano derecha.

Finalmente, Georgia habló:

—¿Cómo crees que terminará todo esto?

Jude no tenía respuesta para semejante pregunta. El que respondió fue
Angus
. Lo hizo con un suave y doliente quejido.

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