Los anuncios aburrieron a Jude y encontró la fuerza necesaria para cambiar de emisora. En FUM estaban poniendo una de sus canciones, precisamente su primer disco sencillo, una estruendosa imitación de AC/DC llamada
Souh for sale
. En la penumbra parecía que formas fantasmales, nubes amorfas de amenazadora niebla, habían empezado a girar alrededor del coche. Cerró los ojos otra vez y escuchó el sonido distante de su propia voz: «Más que la plata y más que el oro / dices que vale mi alma. / Bien, me gustaría estar en paz con Dios, / pero primero necesito dinero para cerveza».
Resopló sin hacer ruido, como si temiera molestar a alguien. No era por vender almas por lo que uno tenía problemas, sino por comprarlas. La próxima vez debería asegurarse de que había derecho a devolución. Se rió y abrió un poco los ojos. El muerto, Craddock, estaba sentado junto a él, en el asiento del acompañante. Le sonrió para mostrarle unos dientes torcidos, manchados, y una lengua negra. Olía a muerte y también a gases de tubo de escape de automóvil. Los ojos se escondían detrás de aquellos raros garabatos negros, constantemente en movimiento.
—Ni devoluciones ni cambios —dijo Jude. El muerto asintió con la cabeza, comprensivo, y Jude cerró los ojos otra vez. En algún lugar, a kilómetros de distancia, podía oír que alguien gritaba su nombre: «¡Jude! ¡Jude! Respóndeme, Ju...». Pero no quería que lo molestaran, estaba dormitando, anhelaba que lo dejaran tranquilo. Movió la palanca para echar hacia atrás el respaldo. Cruzó las manos sobre el abdomen. Respiró profundamente.
Acababa de quedarse dormido cuando Georgia le agarró del brazo y le arrancó del coche para hacerlo caer sobre el suelo. Su voz le llegaba de manera intermitente, entrando y saliendo de su oído, o de su conciencia.
—... Sal de ahí, Jude, sal de ahí, mierda... No estés muerto, no... Por favor... ojos, abre los ojos, mierda...
Abrió los ojos y se incorporó con un movimiento repentino, tosiendo furiosamente. La puerta del cobertizo estaba abierta y el sol entraba a través de ella, en rayos brillantes, cristalinos, de aspecto casi sólido. La luz llegó como un puñal a sus ojos, y se apartó de ella. Respiró hondo el frío aire, abrió la boca para decir algo, para contarle a ella que estaba bien, pero la garganta se le llenó de bilis. Se puso a cuatro patas y vomitó sobre la tierra. Georgia lo sostuvo por el brazo y se inclinó sobre él mientras le asaltaban las arcadas.
Jude estaba mareado. El suelo se inclinaba a sus pies. Cuando trató de mirar a su alrededor, el mundo giró como si fuera una imagen pintada sobre un florero que girase en un torno. La casa, el jardín, el caminito de entrada, el cielo, pasaban junto a él. Se vio envuelto en una desagradable sensación de mareo, y vomitó otra vez.
Se aferró al suelo y esperó a que el mundo dejara de moverse. Pero eso jamás ocurriría. Era algo que uno descubría cuando estaba drogado, o agotado, o febril: el mundo siempre se movía y sólo una mente sana podía detener sus giros desestabilizadores. Escupió y se limpió la boca. Los músculos de su estómago estaban doloridos, presa de calambres, como si acabara de hacer un montón de abdominales, lo cual, si se pensaba bien, no estaba lejos de la verdad. Se incorporó, se volvió para mirar el Mustang. Aún tenía el motor en marcha. No había nadie en él. No sabía qué acababa de ocurrir.
Los perros bailaron a su alrededor.
Angus
se le subió al regazo y empujó el hocico frío y húmedo sobre su cara. Lamió la boca amarga de Jude, que estaba demasiado débil para apartarlo.
Bon
, siempre tímida, le dirigió una mirada inquieta, de soslayo, luego bajó la cabeza hasta el vómito y comenzó a lamerlo discretamente.
Trató de ponerse en pie agarrándose a la muñeca de Georgia, pero no tenía fuerza en las piernas, por lo que intentó atraerla hacia él, para que se sentara sobre sus rodillas. Le asaltó una idea confusa —«los muertos arrastran hacia el abismo a los vivos»— que dio vueltas en su cabeza por un momento y luego desapareció. Georgia temblaba. El rostro de la chica estaba húmedo, apoyado en el cuello de él.
—Jude —dijo—. Jude, no sé qué está ocurriendo contigo.
Por un instante, él fue incapaz de hablar. No tenía voz. Todavía le faltaba el aire. Miró el Mustang negro, que vibraba sobre la suspensión. La potencia contenida del motor agitaba todo el chasis.
Georgia siguió hablando.
—Creí que estabas muerto. Cuando te he tocado el brazo, pensaba que no respirabas. ¿Por qué estás aquí con el coche en marcha y la puerta del cobertizo cerrada?
—No hay ninguna razón.
—¿He hecho algo? ¿He hecho algo malo?
—¿De qué estás hablando?
—No lo sé —respondió ella, poniéndose a llorar—. Debe haber alguna razón para que hayas venido aquí a matarte.
Él giró sobre sus rodillas. Descubrió que todavía estaba aferrado a una de las delgadas muñecas de la chica, y entonces cogió la otra. Su pelo negro flotaba alrededor de la cabeza, con el flequillo sobre los ojos.
—Ocurren cosas extrañas, algo va mal, pero no estaba aquí tratando de suicidarme. Me he sentado en el coche para calentarme, pero no he encendido el motor. Se ha encendido solo.
Ella se soltó de las manos de su novio.
—Basta.
—Ha sido el muerto.
—Basta. Basta.
—El fantasma que vi en el pasillo. Ha aparecido otra vez. Estaba en el coche conmigo. O ha sido él quien ha puesto en marcha el Mustang o lo he hecho yo sin ser dueño de mis actos porque él quería que lo hiciera.
—¿Te das cuenta de lo absurdo que suena todo eso que dices? ¿Eres consciente de lo disparatado que parece lo que cuentas?
—Si estoy loco, Danny también lo está. Él lo ha visto. Por eso se ha ido. No ha podido soportarlo. Ha tenido que marcharse.
Georgia le miró fijamente con ojos lúcidos, brillantes y temerosos detrás de los suaves rizos de su flequillo. Agitó la cabeza en un gesto angustiado de negación.
—Salgamos de aquí —dijo él—. Ayúdame a ponerme de pie.
Ella enganchó un brazo por debajo de la axila de Jude y empujó hacia arriba. Las rodillas del viejo cantante eran débiles resortes que parecían dislocados, incapaces de proporcionar ningún apoyo. En cuanto consiguió incorporarse sobre los talones, comenzó a inclinarse hacia delante. Estiró las manos para evitar caerse, y se aferró al capó del automóvil.
—Apágalo —pidió—. Mueve las llaves.
Georgia subió al coche tosiendo, agitando las manos para apartar la nube de gases tóxicos, y apagó el motor. Se hizo un silencio súbito, alarmante.
Bon
se apretó contra las piernas de Jude buscando protección. Las rodillas de él amenazaron con doblarse de nuevo. Empujó como pudo a la perra a un lado, y le pisó adrede el rabo. El animal aulló y saltó, alejándose.
—¡Fuera! ¡Mierda! —exclamó.
—¿Por qué no la dejas tranquila? —preguntó Georgia—. Los perros te han salvado la vida.
—¿Por qué lo dices?
—¿No los has oído? Yo venía a encerrarlos. Estaban como locos.
Entonces lamentó haber hecho daño a
Bon
y miró a su alrededor para ver si estaba cerca y acariciarla. Pero se había escondido en el cobertizo y se movía entre las sombras, observándolo con ojos tristes y acusadores. Jude se preguntó por
Angus
y miró a su alrededor. El otro perro estaba en la puerta del cobertizo y le daba la espalda, con el rabo levantado. Tenía la mirada fija en el sendero de entrada.
—¿Qué será lo que ve? —preguntó Georgia. Era una pregunta absurda, por cierto. Jude no tenía la menor idea. Estaba apoyado en el automóvil, demasiado lejos de la puerta corredera del cobertizo como para ver lo que había fuera, en el jardín.
La chica metió las llaves en el bolsillo de sus vaqueros negros. Sin saber muy bien cómo, había logrado vestirse y envolverse el pulgar derecho con vendas. Pasó junto a Jude y fue hacia donde estaba
Angus
. Acarició el lomo del perro, observó el caminillo de entrada y luego miró otra vez a Jude.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Nada —respondió. La chica puso la mano derecha sobre su esternón e hizo una ligera mueca, como si le doliera—. ¿Necesitas ayuda?
—Puedo arreglármelas —dijo Jude y se apartó del Mustang. Notaba una negra presión detrás de los ojos, un profundo, lento y creciente pinchazo que amenazaba con convertirse en uno de los más intensos dolores de cabeza de todos los tiempos.
Se detuvo en las grandes puertas correderas del cobertizo, con
Angus
entre él y Georgia. Miró hacia el sendero de entrada cubierto de barro congelado, hacia los abiertos portones de su granja. El cielo se estaba aclarando. Las negras y densas formaciones de nubes de deshacían y el sol brillaba de manera irregular entre los espacios que empezaban a abrirse.
El muerto, con su sombrero de fieltro negro, le devolvió la mirada desde la carretera. Estuvo allí un momento, mientras el sol permaneció detrás de una nube, de modo que el camino quedaba en sombra. Sonrió, mostrando sus dientes manchados. Cuando el sol se acercó a los bordes de la nube, dispuesto a salir de nuevo, Craddock desapareció. Primero se esfumaron la cabeza y las manos, de modo que sólo quedó allí un traje negro, erguido y vacío. Luego el traje también desapareció. Volvió a ser visible un momento después, cuando el sol se ocultó otra vez.
Levantó su sombrero hacia Jude e hizo una inclinación, un gesto burlón, curiosamente sureño. El sol salió y se fue una y otra vez, y el muerto apareció y desapareció como si fuera una intermitente señal en código morse.
—¿Jude?
—Georgia se había dado cuenta de que él y
Angus
estaban allí, inmóviles, mirando hacia el camino de entrada de la misma manera—. No hay nada allí, ¿no es cierto, Jude? —Ella no veía a Craddock.
—No —respondió él—. Nada.
El muerto volvió a aparecer el tiempo suficiente para hacer un guiño. Entonces se alzó una brisa suave y, en lo alto, el sol se abrió paso definitivamente, en un punto del cielo donde las nubes se habían deshilachado para convertirse en tiras de lana sucia. La luz brilló con intensidad sobre el camino, y el hombre muerto no volvió a ser visible.
Georgia le llevó a la sala de música, en el primer piso. Jude no sintió el brazo de la mujer alrededor de su cintura, dándole apoyo y guiándolo, hasta que ella lo soltó. Él se dejó caer en el sofá, quedándose dormido casi en el mismo momento en que levantó los pies del suelo.
Dormitó, luego despertó por un instante, con los ojos llorosos y la visión turbia, cuando Georgia se inclinó para cubrirlo con una manta de viaje. La cara de su novia era un círculo pálido, sin más rasgos característicos que la oscura línea de su boca y los agujeros negros que aparecían donde antes estaban sus ojos.
Sus párpados se hundieron al cerrarse. No podía recordar la última vez que había estado tan cansado. El sueño le dominaba, le estaba precipitando al abismo lentamente, ahogando la razón, eliminando los sentidos. Sumergido de nuevo en la terrible oscuridad, aquella imagen de Georgia se deslizó otra vez ante él, y una idea alarmante cruzó sus pensamientos, la de que sus ojos estaban escondidos detrás de garabatos negros. Estaba muerta, y habitaba con los fantasmas.
Hizo esfuerzos para despertarse, y por un momento estuvo a punto de lograrlo. Abrió los ojos ligeramente. Georgia estaba en la puerta de la sala de música, mirándolo, con sus blancas manitas cerradas en pequeños puños blancos. Sus ojos eran los de siempre. Tuvo un momento de dulce alivio al verla.
Entonces descubrió al muerto en el pasillo, detrás de la chica. La piel de la cara estaba estirada por sobre los pómulos, y sonreía, mostrando los dientes manchados de nicotina.
Craddock McDermott hacía movimientos inertes, su desplazamiento era como una serie de fotografías de tamaño natural. En un momento, tenía los brazos en los costados. Al siguiente, una de sus demacradas manos estaba sobre el hombro de Georgia. Tenía las uñas amarillentas, largas y curvas. Los garabatos negros saltaban y se movían delante de los ojos.
El tiempo saltó hacia delante otra vez. Súbitamente, la mano derecha de Craddock estaba en el aire, en un punto muy alto, por encima de la cabeza de Georgia. La cadena de oro colgaba de esa mano. El péndulo situado en el extremo, una hoja curva de seis centímetros, un relámpago de filo plateado, cayó delante de los ojos de Georgia. La navaja se balanceó en arcos leves ante ella, y la chica la miró fijamente con los ojos, de pronto, muy abiertos. Parecía fascinada.
Otra foto fija apareció un instante después, y Craddock estaba inclinado hacia delante, en una pose que se diría congelada, con los labios cerca de la oreja de Georgia. El espectro no movía la boca, pero Jude podía escuchar los susurros, un ruido similar al de quien afila la hoja de un cuchillo sobre el cuero tenso.
Jude quería llamarla. Deseaba decirle que tuviera cuidado, que el muerto estaba justo al lado de ella, y que tenía que correr, tenía que alejarse, no debía escucharlo. Pero su boca estaba absolutamente cerrada, incapaz de producir sonido alguno, aparte de un irregular gemido. El esfuerzo requerido para mantener los párpados abiertos era más de lo que podía realizar, y se cerraron. Luchó contra el sueño, pero estaba débil, demasiado débil, una sensación poco habitual en él. Se hundió de nuevo y esta vez se quedó en el abismo.
Craddock le estaba esperando con su navaja, en el fondo del sueño. La hoja colgaba en el extremo de su cadena de oro ante la ancha cara de un vietnamita que no llevaba más ropa que un andrajo blanco sostenido por un cordel alrededor de la cintura, sentado en una silla de respaldo rígido, en una fría y húmeda habitación de hormigón. El vietnamita llevaba la cabeza afeitada, y tenía círculos rosados y brillantes en el cuero cabelludo, en las zonas en que lo habían quemado con electrodos.
Una ventana daba al lluvioso jardín delantero de Jude. Los perros estaban junto a los cristales, lo suficientemente cerca como para que su aliento se quedase pegado a ellos, empañándolos. Ladraban furiosamente, pero eran como perros que salieran en una televisión con el volumen apagado. Jude no escuchaba sonido alguno de los animales. Permanecía en silencio, en un rincón, rogando que nadie lo viera. La navaja se movía de un lado a otro delante de la asombrada y sudorosa cara del vietnamita.
—La sopa estaba envenenada —dijo Craddock. Hablaba en vietnamita, pero, tal como ocurre en los sueños, Jude entendía todo lo que decía—. Éste es el antídoto.