Jude sintió que un gemido luchaba por salir de su pecho. Empujó a Georgia por la puerta, hacia el dormitorio, y la cerró de golpe.
—¿Qué estás haciendo, Jude? —gritó la muchacha, soltándose por fin y alejándose de él a trompicones.
—Cállate.
La chica le golpeó en el hombro con la mano izquierda, luego le dio otro golpe en la espalda con la derecha, la mano que tenía el pulgar infectado. Sintió más dolor ella que el agredido. Lanzó un gemido enfermizo y dejó de pegarle.
Jude aún sostenía el pomo de la puerta. Estaba atento al pasillo. Permanecía en silencio.
Abrió ligeramente la puerta y miró a través de una rendija de pocos centímetros, listo para cerrarla de golpe otra vez si el muerto estuviera allí con su navaja atada a una cadena.
No había nadie en el pasillo.
Cerró los ojos. Cerró la puerta. Apoyó la frente sobre la madera, aspiró profundamente hasta llenar los pulmones y contuvo la respiración. Luego dejó escapar el aire lentamente. Tenía la cara húmeda por el sudor y levantó una mano para secarla. Algo helado, afilado y duro le raspó ligeramente la mejilla. Abrió los ojos y vio la navaja curva del muerto en su propia mano. La hoja de acerado color azul reflejaba la imagen de su propio globo ocular desorbitado, que miraba fijamente.
Jude gritó y la arrojó. Luego miró al suelo, pero ya no estaba allí.
Dio un paso atrás, alejándose de la puerta. En la habitación sólo se escuchaban sonidos de respiraciones tensas, la suya y la de Marybeth. En ese momento su único nombre era Marybeth. No podía recordar cómo la llamaba habitualmente.
—¿Qué clase de porquería estás tomando? —preguntó ella en un tono de voz que recordaba ligeramente el pausado hablar de un campesino. De repente tenía un leve acento del sur.
—Georgia —dijo, recordando el apodo en ese momento—. Nada. No podría estar más sobrio.
—Venga, por favor. ¿Qué estás tomando?
—El sutil, apenas perceptible acento había desaparecido, retirándose tan rápidamente como apareció. Georgia residió un par de años en la ciudad de Nueva York, donde se esforzó por eliminar su deje sureño, pues no le gustaba que la confundieran con una campesina.
—Dejé de tomar toda esa mierda hace años. Ya te lo conté.
—¿Qué era lo que había en el pasillo? Tú has visto algo. ¿Qué ha sido?
Jude le lanzó una furiosa mirada de advertencia que ella ignoró. La mujer estaba de pie delante de él, encogida dentro de su pijama, con los brazos cruzados por debajo de los pechos y las manos escondidas en los costados. Sus pies estaban ligeramente separados, como si se aprestara a cortarlo el camino en caso de que tratara de avanzar hacia la otra parte del dormitorio. Una pretensión absurda para una chiquilla cincuenta kilos más liviana que él.
—Había un anciano sentado fuera, en el pasillo. En la silla —explicó él finalmente. Tenía que decirle algo y no veía ninguna razón para mentirle. Lo que ella pensara acerca de su cordura no le preocupaba—. Hemos pasado junto a él, pero tú no lo has visto. No sé si puedes verlo.
—Eso son tonterías de loco —dijo ella sin demasiada convicción.
Jude se dirigió hacia la cama y la chica lo dejó pasar y se apretó contra la pared.
El traje del muerto estaba cuidadosamente extendido en su lado de la cama. La honda caja en forma de corazón reposaba en el suelo, con la tapa negra junto a ella. El papel de seda blanco sobresalía. Sintió el tufillo del traje cuando estaba todavía a cuatro pasos de él, y se estremeció. No desprendía ese hedor al sacarlo de la caja la primera vez. Se habría dado cuenta. Ahora era imposible no percibirlo. Tenía el olor maduro de la corrupción, de algo que está muerto y pudriéndose.
—Dios mío —exclamó Jude.
Georgia se mantenía a distancia, tapándose la boca y la nariz con una mano ahuecada.
—Me estaba preguntando si no habrá algo en los bolsillos. Algo pútrido. Comida vieja, quizá.
Respirando por la boca para evitar las náuseas, Jude revisó la chaqueta. Pensó que era muy probable que descubriera algún material en un avanzado estado de descomposición. No le sorprendería que Jessica McDermott Price hubiera metido una rata muerta en el traje, un regalo extra para acompañar la compra sin cargo alguno. Pero sólo encontró un cuadrado rígido, tal vez de plástico, en uno de los bolsillos. Lo sacó para ver qué era.
Se trataba de una fotografía que él conocía muy bien, la foto favorita de Anna, una instantánea de ellos dos. Se la había llevado consigo cuando se marchó. La había tomado Danny una tarde, a finales de agosto, cuando la luz del sol, rojiza y tibia, inundaba el porche frontal, un día lleno de libélulas y brillantes motas de polvo.
Jude aparecía sentado sobre los escalones, vestido con una gastada cazadora vaquera y con la guitarra Dobro sobre las rodillas. Anna estaba sentada junto a él observándolo mientras tocaba, con las manos apretadas entre los muslos. Los perros, echados en el suelo a sus pies, miraban con curiosidad a la cámara.
Aquel día habían pasado una buena tarde, tal vez una de las últimas tardes buenas antes de que las cosas comenzaran a ir mal. Pero mirar la fotografía en ese momento no le producía ningún placer. Alguien la había marcado con un rotulador fino. Los ojos de Jude habían sido cubiertos con tinta negra, con garabatos hechos por una mano furiosa.
Georgia decía algo a pocos centímetros de distancia. Su voz era tímida, insegura.
—¿Qué aspecto tenía el fantasma en el pasillo?
El cuerpo de Jude estaba inclinado de tal manera que ella no podía ver la fotografía, lo cual era una suerte para el rockero. No quería que la viera.
Jude se esforzó por encontrar su propia voz. Era difícil recuperarse de la terrible impresión que le habían causado los trazos negros que ocultaban sus ojos en la fotografía.
—Era un anciano —logró decir por fin—. Llevaba este mismo traje.
«Y también tenía esos malditos garabatos negros que flotaban delante de sus ojos, iguales a éstos», añadió mentalmente Jude, pensando que podía enseñarle la foto. Pero no lo hizo.
—Estaba sentado allí, ¿y nada más? —preguntó Georgia—. ¿No ha ocurrido nada más?
—Se ha puesto de pie y me ha mostrado una navaja colgada de una cadena. Una extraña y pequeña navaja.
El día que Danny tomó la fotografía, Anna todavía no había cambiado y Jude pensaba que era una chica feliz. Él pasó la mayor parte de aquella tarde de fines del verano debajo del Mustang, mientras Anna permanecía cerca, gateando para alcanzarle las herramientas y los repuestos necesarios. En la foto, ella aparecía con una mancha de aceite de automóvil en la barbilla y con las manos y las rodillas sucias. Era una suciedad atractiva, ganada a pulso, la clase de manchas de las que uno puede sentirse orgulloso. Tenía las cejas levantadas, con un bonito hoyuelo entre ellas, y estaba con la boca abierta, como si se riera o, más probablemente, como si se dispusiera a hacerle una pregunta. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain? ¿Cuál ha sido el mejor perro que has tenido en tu vida?». Ella y sus preguntas.
Pero cuando todo terminó Anna no le preguntó por qué la echaba. No lo hizo después de que la encontrara una noche caminando, ausente, por la autopista, vestida sólo con una camiseta y nada más. La gente tocaba alarmada la bocina en cuanto pasaba junto a ella. La metió en el coche de un tirón y preparó el brazo para darle un golpe, pero se contuvo, y se conformó con aporrear con violencia el volante. Lo golpeó hasta que los nudillos le sangraron. Le dijo que ya era suficiente, que él mismo pondría sus cosas en una maleta y la enviaría a su casa. Anna dijo, suplicante, que se moriría sin él, y Jude respondió que enviaría flores al funeral.
Así pues, ella, por lo menos, había cumplido con su palabra. Era demasiado tarde para que él hiciera lo mismo. El funeral había tenido lugar sin que se enterase.
—¿Me estás tomando el pelo, Jude? —preguntó Georgia. Su voz sonaba cerca. Se estaba deslizando hacia él, a pesar de su aversión al olor. Metió la fotografía otra vez en el bolsillo del traje del muerto, antes de que la joven pudiera verla—. Porque si se trata de una broma, es de muy mal gusto.
—No es una broma. Supongo que es posible que me esté volviendo loco, pero tampoco creo que se trate de eso. La persona que me vendió el..., el traje... sabía lo que estaba haciendo. Su hermana menor era una admiradora que se suicidó. Esa mujer me culpa de su muerte. He hablado por teléfono con ella hace apenas una hora, y me lo ha dicho ella misma. Desde luego, esa parte del asunto no me la he imaginado, ha sido muy real. Danny estaba conmigo. Me ha oído cuando hablaba. Ella quiere vengarse. Así que me mandó un fantasma. Lo he visto hace un momento en el pasillo. Y anoche también me encontré con él.
Empezó a doblar el traje con la intención de volver a meterlo en su caja.
—Quémalo —pidió Georgia con una súbita vehemencia que le sorprendió—. Llévate este traje de mierda y quémalo.
Durante un instante, Jude sintió el impulso casi embriagador de hacer precisamente eso: buscar algún combustible, empaparlo y calcinarlo en el caminillo de la entrada de la casa. Pero fue un deseo del que de inmediato desconfió. Le preocupaba tomar una decisión irrevocable. ¿Quién sabía qué puentes podían quemarse junto con el traje? Sintió el levísimo centelleo de un pensamiento positivo, algo acerca del maloliente traje y la forma en que podría resultarle de alguna utilidad; pero la idea se desvaneció antes de que la aclarase. Estaba cansado. Era difícil poner un solo pensamiento en su lugar.
Sus razones para querer conservar el traje eran ilógicas, supersticiosas, poco claras incluso para sí mismo; pero cuando habló dio una explicación perfectamente razonable para conservarlo.
—No podemos quemarlo. Es una prueba. Mi abogado querrá tenerlo a su disposición si decidimos llevar a juicio a esa mujer.
Georgia se rió débilmente, con tristeza.
—¿Por qué? ¿Por agresión con un espíritu mortífero?
—No. Tal vez por agresión a secas. Acoso, quizá. En cualquier caso me está amenazando de muerte, aun cuando sea una amenaza absurda. Hay leyes para castigar eso.
Terminó de doblar el traje y lo puso en su lecho de papel de seda, dentro de la caja. Respiraba por la boca mientras lo hacía, con la cabeza apartada, rehuyendo como podía el mal olor.
—La habitación apesta. Sé que esto está lleno de pus, y tengo ganas de gritar —aseguró la joven, con asco indecible.
Jude le dirigió una mirada de reojo. Ella mantenía distraídamente la mano derecha contra el pecho mientras miraba fijamente la caja negra y brillante con forma de corazón. Hasta ese momento, la chica había estado escondiendo la mano en un costado. Tenía el pulgar hinchado y el punto en que el alfiler se había clavado era ya una llaga blanca del tamaño de una pequeña goma de borrar, brillante de pus. Ella notó que Jude la miraba, observó su propia herida, y luego volvió a levantar la vista, sonriendo abatida.
—Tienes una gran infección en ese dedo.
—Lo sé. Me he puesto antibióticos.
—Tal vez deberías consultar con un médico. Si es tétanos, los antibióticos no servirán de nada.
Cerró los dedos alrededor del pulgar herido y apretó suavemente.
—Me pinché con ese alfiler escondido en el traje. ¿Y si estaba envenenado?
—Supongo que si hubiera tenido cianuro ya nos habríamos dado cuenta.
—Ántrax.
—He hablado con esa mujer. Es muy estúpida, por no decir que está como una cabra, pero no creo que sea capaz de enviarme algo envenenado. Sabe que iría a la cárcel por ello.
—Cogió la muñeca de Georgia, acercó su mano hacia él y estudió el pulgar. La piel situada alrededor de la zona de la infección estaba blanda y descompuesta, arrugada como si hubiera permanecido metida en agua durante mucho tiempo.
—¿Por qué no vas a ver la televisión un rato? Le diré a Danny que pida una cita con el médico para ti.
Le soltó la muñeca y señaló con la cabeza hacia la puerta, pero ella no se movió.
—¿Te importa mirar si está todavía en el pasillo? —le pidió.
Jude la miró por un momento, y luego asintió con la cabeza. Fue hasta la puerta, la abrió unos quince centímetros y espió. El sol había cambiado de lugar, o estaba tapado por una nube, y el pasillo permanecía oscuro y fresco. No había nadie sentado en la silla colonial pegada a la pared. No se veía ningún fantasma con una navaja y una cadena en el rincón.
—El camino está libre.
Le tocó el hombro con la mano sana.
—Una vez vi un fantasma. Cuando era niña.
No le sorprendió. Nunca había conocido a una jovencita gótica que no hubiera tenido algún contacto con lo sobrenatural, que no creyera, con una total e incómoda sinceridad, en las formas astrales, en los ángeles o en la magia neopagana.
—Por aquel entonces vivía con Bammy, mi abuela. Ocurrió después de la primera vez que mi papá me echó de casa. Una tarde fui a la cocina a tomar un vaso de la exquisita limonada que ella hace y miré por la ventana trasera. Allí estaba aquella niña, en el jardín. Recolectaba vilanos de diente de león y soplaba para hacerlos volar, como hacen los niños, mientras cantaba por lo bajo. La niña tenía unos años menos que yo y llevaba puesto un vestido muy barato. Abrí la ventana para llamarla, para preguntarle qué estaba haciendo en nuestro jardín. Cuando escuchó el chirrido de la ventana, me miró, y en ese momento me di cuenta de que estaba muerta. Tenía los ojos manchados.
—¿Qué quieres decir con eso de «manchados»? —quiso saber Jude. La piel de los brazos le picó y se volvió tensa y áspera. El comentario le había puesto la carne de gallina.
—Tenía los ojos pintados de negro. No. Ni siquiera eran ojos. Era más bien... como si los hubieran tachado. No sé cómo explicarlo.
—Tachados —repitió Jude.
—Sí. Tachados con un rotulador. Negro. Luego volvió la cabeza hacia la cerca. Un momento después, se puso de pie de un salto y atravesó el jardín. Movía la boca como si estuviera hablando con alguien, pero allí no había nadie, y no pude escuchar lo que estaba diciendo. La podía oír mientras recogía dientes de león y cantaba para sí, pero no cuando se levantó y parecía que estaba hablando con alguien. Siempre he pensado que era raro que sólo pudiera escucharla mientras cantaba. Y luego extendió la mano como si hubiera una persona invisible delante de ella, al otro lado de la cerca de Bammy, que se la cogiera. —Georgia le miró con intensidad, como si quisiera confirmar que la creía. Siguió con su relato—: Y de repente me asusté, sentí escalofríos porque percibí que algo malo iba a ocurrirle. Quería decirle que soltara aquella mano. Quienquiera que la agarrase no tenía buenas intenciones; yo quería que ella se alejara de él o de ella. Pero estaba demasiado asustada. No podía ni respirar. Y la niña pequeña me volvió a mirar una vez más, con cierta tristeza, con sus ojos tachados, y luego se separó del suelo, se elevó, lo juro por Dios, y flotó en el aire desplazándose hacia el otro lado de la cerca. No como si estuviera volando, sino como si hubiera sido levantada por unas manos invisibles. Se notaba por la manera en que sus pies colgaban en el aire. Rozaron las estacas de la valla. Pasó por arriba y luego desapareció. Me inundó un sudor frío y tuve que sentarme en el suelo de la cocina.