Lo estiró, cruzó las mangas sobre el pecho, lo palpó cuidadosamente por todas partes. Jude no encontró ningún alfiler, y fue incapaz de imaginar con qué se había pinchado la chica. Finalmente, colocó suavemente el traje otra vez en su caja.
Un olor acre atrajo su atención. Miró la sartén y maldijo. El tocino se había quemado.
Puso la caja sobre el estante situado detrás del ropero y decidió dejar de pensar en todo aquello.
Un poco antes de las seis regresó a la cocina, en busca de salchichas para la parrilla. Al pasar oyó que alguien cuchicheaba en la oficina de Danny.
El murmullo le sorprendió e hizo que se detuviera. Danny se había marchado a su casa hacía más de una hora, y la oficina estaba cerrada con llave. Debería estar vacía. Inclinó la cabeza para escuchar, concentrándose intensamente en la voz baja y sibilante que sonaba tras la puerta... y un momento después identificó lo que estaba oyendo. Entonces su pulso comenzó a tranquilizarse.
No había nadie allí. Se trataba de la radio. Era obvio. Los tonos bajos no eran tan bajos y la voz se desvanecía sutilmente. Los sonidos pueden sugerir siluetas, producir una imagen del espacio de aire en el que toman forma. Una voz en un pozo tiene un eco redondeado y profundo, mientras que una voz en un ropero parece condensada, despojada de su propia plenitud. La música es también geometría. Lo que Jude estaba escuchando en ese momento era una voz metida en una caja. Danny se había olvidado de apagar la radio.
Abrió la puerta de la oficina y metió la cabeza dentro. Las luces estaban apagadas y, con el sol en el otro lado del edificio, la habitación se sumergía en una sombra azul. El equipo de música de la oficina era el tercero por orden de calidad que había en la casa, lo que no quería decir que no fuera mejor que la mayoría de los equipos de música domésticos. Consistía en un montón de componentes Onkyo metidos en un armario de vidrio, junto al depósito de agua fresca. Los indicadores digitales estaban todos encendidos, con un color verde muy poco natural, del tono propio de objetos vistos a través de un aparato de visión nocturna. Había una línea vertical de color rojo brillante que indicaba la frecuencia en que la radio estaba sintonizada. La línea era una especie de estrecha abertura, como la pupila de un gato, y parecía observar fijamente la oficina, con una extraña y gélida mirada de fascinación.
—¿Cuánto frío hará esta noche? —preguntaba alguien en la radio con tono ronco, casi abrasivo. Un hombre gordo, a juzgar por el resuello que dejaba escapar—. ¿Debemos temer que podamos encontrarnos vagabundos congelados en el suelo?
—Tu preocupación por el bienestar de las personas sin hogar es conmovedora —dijo un segundo hombre, éste con una voz un poco débil y a la vez chillona.
Era la WFUM, emisora en la que sonaban bandas con nombres de enfermedades fatales (Ántrax), o de situaciones decadentes (Rancio), y en la que los locutores tenían tendencia a preocuparse por ladillas en las entrepiernas, bailarinas sin ropa y las divertidas humillaciones que sufren los pobres, los lisiados y los ancianos. Se sabía que emitían temas de Jude más o menos constantemente, razón por la cual Danny mantenía el equipo de música sintonizado con ella, como un acto de lealtad y de adulación. En verdad, Jude sospechaba que Danny no tenía preferencias musicales especiales, nada que le gustara o disgustara demasiado, y que la radio era sólo un fondo musical, el equivalente auditivo del tono del papel de las paredes. Si hubiera trabajado para Enya, Danny habría canturreado con toda tranquilidad melodías celtas mientras respondía el correo electrónico de su jefa, enviaba faxes y realizaba otras mil gestiones.
Jude se dispuso a cruzar la habitación para apagar el equipo de música, pero no había avanzado mucho cuando sus pasos se detuvieron. Un recuerdo se cruzó en sus pensamientos. Apenas una hora antes había estado fuera, con los perros, en un extremo de la rotonda de tierra de la entrada, disfrutando del suave aire reinante, del ligero y estimulante pinchazo que le producía en las mejillas. No lejos de allí, alguien quemaba ramas y hojas secas otoñales, y el leve olor del humo perfumado también le resultó placentero.
Danny había salido de la oficina, encogiendo los hombros al ponerse la chaqueta, para dirigirse a su casa. Mantuvieron una breve conversación, o, para ser más exactos, Danny estuvo un rato delante de él moviendo la boca, mientras Jude miraba a los perros y trataba de terminar rápidamente esa charla. Uno siempre podía estar seguro de que Danny Wooten podía estropear un silencio perfecto.
Silencio. Cuando Danny la había abandonado, la oficina estaba en silencio. Jude podía recordar el graznido de los cuervos y el constante y exuberante parloteo de Danny, pero ningún sonido de radio que saliera del despacho. Si hubiera estado encendida, Jude la habría escuchado. No le cabía la menor duda. Sus oídos seguían siendo tan sensibles como siempre. Contra todo pronóstico, sus oídos habían sobrevivido a cuantos sufrimientos los había sometido durante los últimos treinta años. No le ocurría lo mismo a Kenny Morlix, el batería de Jude, el otro superviviente de la banda original, que padecía severos zumbidos que le impedían escuchar casi cualquier cosa. Ni siquiera oía a su mujer cuando le gritaba directamente en la cara.
Jude volvió a moverse hacia delante, pero algo le inquietaba. Mejor dicho, le inquietaba todo. La oscuridad de la oficina, el misterio de la radio encendida y el brillante ojo rojo que miraba desde la parte delantera del receptor. No se le iba la sensación de que la radio no estaba conectada una hora antes, cuando Danny aún andaba por allí, con la puerta de la oficina abierta mientras se abrochaba la chaqueta. Le angustiaba la sospecha de que alguien había pasado muy poco antes por la oficina y todavía podía estar cerca, tal vez mirando desde la oscuridad del baño, cuya puerta permanecía ligeramente abierta. Resultaba un tanto paranoico pensar eso, y no era algo habitual en él, pero la idea rondaba por su cabeza de todos modos. Estiró la mano para alcanzar el botón de encendido del equipo de música, casi sin fijarse en el aparato, con la mirada puesta en aquella puerta entornada. Se preguntaba qué haría si se abriera del todo.
El meteorólogo hablaba. «Frío y seco, mientras el frente empuja al aire templado hacia el sur. Los muertos empujan a los vivos. Hacia el frío. Hacia el hoyo. Ustedes...».
El pulgar de Jude tocó el botón y apagó el equipo de música, mientras se sorprendía ligeramente tarde por lo que había dicho el locutor. Tembló, se sobresaltó y apretó con fuerza el botón de encendido otra vez, para volver a escuchar la voz, para saber de qué diablos hablaba el meteorólogo.
Pero el hombre del tiempo ya había terminado de hablar, y en su lugar sonaba la chachara del conductor del programa.
—Nos vamos a congelar hasta el culo, pero Kurt Cobain está calentito en el infierno. Escúchenlo.
Una guitarra gimió con tono agudo y vacilante. Sonaba y sonaba sin ninguna melodía o propósito discernible, salvo quizá llevar al oyente a la locura. Era la introducción a
Me odio y quiero morir
. ¿Era de eso de lo que el meteorólogo había estado hablando? Decía algo acerca de la muerte. Jude apretó el botón otra vez, y la habitación volvió a quedar en silencio.
No duró. Sonó el teléfono, justo detrás de él, en un sorpresivo estallido sonoro que dio al pulso de Jude otro desagradable sobresalto. Echó una mirada al escritorio de Danny, preguntándose quién estaría llamando a la oficina a esas horas. Dio la vuelta al escritorio para poder ver el identificador de llamadas. Era un número que comenzaba con 985, que reconoció de inmediato como el prefijo de Luisiana oriental. El nombre que aparecía era Cowzynski, M.
Pero Jude sabía, aun sin atender el teléfono, que no era verdaderamente Cowzynski, M. quien estaba llamando. A menos que se hubiera producido un milagro médico. Estuvo a punto de no atender siquiera la llamada, pero entonces pensó que tal vez Arlene Wade estaba telefoneando para decirle que Martin había muerto, en cuyo caso no quedaba más remedio que hablar con ella. Debería hacerlo tarde o temprano, quisiera o no.
—Hola —dijo.
—Hola, Justin —comenzó Arlene. Era su tía por matrimonio, cuñada de su madre y enfermera profesional, aunque durante los últimos trece meses su único paciente había sido el padre de Jude. La mujer tenía sesenta y nueve años, y su voz consistía en puros trémolos y gorjeos. Para ella, él siempre sería Justin Cowzynski.
—¿Cómo estás, Arlene?
—Igual que siempre, por supuesto. Mi perro y yo seguimos adelante. Aunque a él ahora le cuesta mucho levantarse, porque está demasiado gordo y le duelen las articulaciones. Pero no te llamo para hablarte de mí ni de mi perro. Te llamo por tu padre.
Como si hubiera otra cosa por la que pudiera llamarlo. La línea comenzó a emitir ruidos extraños. En una ocasión, Jude fue entrevistado desde Pekín, telefónicamente, por un importante hombre de radio, y en otra recibió llamadas de Brian Johnson desde Australia, y las líneas habían sido tan impecables y claras como si estuvieran usando el teléfono de un vecino. Pero por alguna razón las llamadas desde Moore's Corner (Luisiana) eran confusas y débiles, sonaban como una emisora de onda media que estuviera demasiado lejos para ser recibida con nitidez. Otras conversaciones telefónicas se cruzaban por momentos en la linea, escasamente audible, para luego desaparecer. Podían tener línea de Internet con banda ancha en Baton Rouge, pero en los pueblos pequeños de los pantanos situados al norte del lago Pontchartrain, si uno quería una conexión de alta velocidad con el resto del mundo, había que arrancar el automóvil y salir a toda velocidad.
—En los últimos meses le he estado dando de comer con una cuchara. Cosas blandas, para que no tenga que masticar. Y le gustaba mucho esa comida. Sopa de fideos, muy espesa. Y natillas. No he conocido a ningún moribundo al que no le apeteciera probar unas natillas antes de partir.
—Me sorprende. Nunca le han gustado los dulces. ¿Estás segura?
—¿Quién lo está cuidando?
—Tú.
—Bien. Entonces, supongo que estoy segura.
—Muy bien.
—Ésa es la razón por la que te llamo. No quiere comer natillas, ni fideos, ni ningún otro alimento. Se atraganta con cualquier cosa que le ponga en la boca. No puede tragar. El doctor Newland vino ayer a verlo. Piensa que tu padre ha tenido otro ataque.
—Una apoplejía —dijo, y no era precisamente una pregunta.
—No se trata de una crisis fulminante y fatal. Si tuviera otro ataque de ésos, no habría nada que hacer. Estaría muerto. Ha debido de ser un acceso leve. Es difícil enterarse cuando un paciente así sufre un pequeño ataque. Especialmente si está como ahora, mirando fijamente a su alrededor todo el tiempo. No ha dicho una palabra a nadie en dos meses. Y no va a volver a pronunciar ninguna palabra nunca más.
—¿Está en el hospital?
—No. Podemos cuidarlo igual o mejor aquí. Yo viviendo con él, y el doctor Newland viniendo todos los días. Pero si lo prefieres, lo mandamos al hospital. Sería más barato allí, si eso es lo que te preocupa.
—No importa. Dejemos las camas del hospital para las personas que pueden curarse de verdad.
—Eso no te lo voy a discutir. Muere demasiada gente en los hospitales. Si eso no puede evitarse, uno tiene que preguntarse por qué. Las familias no quieren que los suyos fallezcan en casa.
—¿Y qué vas a hacer con lo de que se niegue a comer? ¿Qué pasará ahora?
La respuesta fue un momento de silencio. Le pareció que la pregunta la había pillado desprevenida. Cuando habló de nuevo, el tono de voz de la mujer era, a la vez, paciente y de disculpa, como si estuviera contando una dura verdad a un niño.
—Verás. Eso depende de ti, no de mí, Justin. El doctor Newland puede colocarle un tubo para alimentarlo, y seguiría así por un tiempo, si eso es lo que quieres. Hasta que sufra otro ataque, grande o pequeño, y tal vez se olvide de cómo respirar. O, sencillamente, podemos dejarlo tranquilo. Nunca volverá a estar como antes. No es posible a los ochenta y cinco años. No es como si le estuvieran robando la juventud. ¿Comprendes? Él está listo para irse. ¿Lo estás tú para que se vaya tu padre?
Jude pensó que en realidad estaba preparado para que se fuera su padre desde hacía cuarenta años, pero no lo dijo. En muchas ocasiones, había imaginado aquel momento. Incluso podría decirse, sin faltar a la verdad, que había soñado despierto con ese momento. Pero ahora había llegado de verdad, no era una fantasía, y se sorprendió al darse cuenta de que le dolía el estómago.
Logró sobreponerse, y cuando respondió su voz era firme y segura.
—Está bien, Arlene. Nada de tubos. Si tú dices que ha llegado el momento, lo acepto. Quiero que me tengas informado de todo, ¿de acuerdo?
Pero ella no había terminado todavía. Emitió un gruñido de impaciencia, una especie de ronco suspiro, y luego preguntó:
—¿Vas a venir?
Jude estaba en el escritorio de Danny, con el ceño fruncido, confuso. La conversación había pasado de un tema a otro, sin lógica aparente, como la aguja que salta de un surco a otro en un disco rayado.
—¿Por qué debería ir?
—¿Quieres verlo antes de que se marche?
No. No había visto a su padre, no había estado con él en la misma habitación, en las últimas tres décadas. Jude no quería ver al viejo antes de que partiera, y no quería verlo después. Ni siquiera tenía pensado asistir al funeral, aunque lo pagaría él. Le daba miedo lo que pudiera sentir, o no sentir. Pagaría lo que fuera para no tener que estar en compañía de su padre otra vez. Lo mejor que el dinero podía comprar era precisamente eso, la distancia.
Pero no procedía contarle eso a Arlene, como tampoco confesaría jamás que esperaba que el anciano muriera desde que tenía catorce años. Su respuesta, por tanto, no fue sincera, sino evasiva:
—¿Se enteraría, al menos, de que yo estoy allí?
—Es difícil decir lo que sabe y lo que no. Tiene conciencia de las personas que están en la habitación con él. Gira los ojos para mirar a la gente que entra y sale. Aunque últimamente ya no responde tanto a esos estímulos. A los moribundos les pasa eso cuando sus luces se van apagando.
—No puedo ir. Esta semana me resulta imposible —dijo Jude, apelando a la mentira más fácil. Pensó que la conversación tal vez ya estaba terminada, y se preparó para despedirse. Luego se sorprendió a sí mismo haciendo una pregunta que ni siquiera sabía que tenía en la mente hasta que salió de su boca—: ¿Será difícil?