Atravesó la puerta de la oficina y vio que Danny estaba hablando por teléfono.
—Muchas gracias. ¿Puede esperar un momento, señor Coyne? —Apretó un botón y le ofreció el auricular—. Se llama Jessica Price. Vive en Florida.
Cuando Jude cogió el teléfono, se dijo a sí mismo que aquélla era la primera vez que escuchaba el nombre de la mujer. Cuando había decidido entregar dinero a cambio del fantasma, no había sentido curiosidad por saberlo. En ese momento le parecía que se trataba de una información que debía haber conocido desde el principio.
Frunció el ceño. El nombre de la mujer era del todo corriente, y sin embargo, por alguna razón, le pareció singular. No creía haberlo escuchado antes, pero era tan fácil de olvidar que resultaba difícil estar seguro.
Jude se puso el teléfono en la oreja e hizo una señal con la cabeza. Danny apretó el botón de llamada en espera para ponerlos al habla.
—Jessica. Hola. Judas Coyne.
—¿Le ha gustado el traje, señor Coyne? —quiso saber ella. Su voz tenía un delicado tono del sur, y su manera de hablar era sencilla, agradable... y algo más. Parecía ocultar una promesa dulce y graciosa, algo parecido a una burla.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Judas a su vez. Nunca había sido persona propensa a dar rodeos para llegar al tema que le interesaba—. Me refiero a su padrastro.
—Reese, querida —dijo la mujer, hablando con otra persona, no con Jude—. Reese, ¿quieres apagar la televisión e ir afuera?
—Una niña, lejos del teléfono, emitió una protesta sombría—. Porque estoy en el teléfono.
—La niña dijo algo más—. Porque es privado. Vamos, ahora vete. Vete.
—Se oyó una puerta que se cerraba de golpe. La mujer suspiró, y habló de nuevo con Jude en tono divertido—: Ah, estos niños. En fin. ¿Lo ha visto usted? ¿Por qué no me dice qué aspecto cree usted que tiene, y yo le aclaro si era él o no?
Estaba jugando con él. Vaya. Menudo atrevimiento, jugar con él.
—Lo voy a devolver —dijo Jude.
—¿El traje? Envíelo. Usted puede enviarme el traje. Eso no quiere decir que el fantasma vuelva también. No hay reembolso, señor Coyne. No hay cambios.
Danny miraba fijamente a Jude con una sonrisa perpleja y la frente arrugada, reflexiva. Entonces el viejo cantante sintió su propia respiración, áspera y profunda. Luchó en busca de palabras. No sabía qué decir.
Ella habló primero.
—¿Hace frío allí? Apuesto cualquier cosa a que hace frío. Hará mucho más frío antes de que todo haya terminado.
—¿Qué es lo que está buscando usted? ¿Más dinero? No lo conseguirá.
—No sea tonto. Ella regresó a su hogar para suicidarse —dijo aquella Jessica Price, de Florida, cuyo nombre era desconocido para él, pero tal vez no tanto como le habría gustado. La voz había perdido repentinamente, sin previo aviso, el tono festivo—. Después de hablar con usted, se cortó las venas de las muñecas en la bañera. Nuestro padrastro fue quien la encontró. Ella habría hecho cualquier cosa por usted, y usted la despreció como si fuera basura.
Florida.
Florida. Jude sintió un malestar repentino en la boca del estómago, una sensación de pesadez fría, enfermiza. En ese mismo momento, su cabeza pareció aclararse, eliminando las telarañas del agotamiento y del miedo supersticioso. Aquella chica siempre había sido Florida para él, pero su nombre era realmente Anna May McDermott. Adivinaba el futuro, conocía el tarot y la quiromancia. Ella y su hermana mayor habían aprendido esas artes de su padrastro. Era hipnotizador de profesión, el último recurso de fumadores y damas gordas descontentas consigo mismas que querían librarse de los cigarrillos y las golosinas. Pero durante los fines de semana el padrastro de Anna trabajaba como zahori y usaba su péndulo de hipnotizador, una navaja de plata colgada de una cadena de oro, para encontrar objetos perdidos e indicar a la gente dónde debía perforar sus pozos. Lo colgaba sobre los cuerpos de los enfermos para purificar sus auras y frenar sus hambrientos cánceres, para hablar con los muertos, haciéndolo oscilar sobre un tablero de ouija. Pero el hipnotismo era lo que le daba de comer: «Usted puede relajarse ahora. Puede cerrar los ojos. Sólo escuche mi voz».
Jessica Price estaba hablando otra vez.
—Antes de que mi padrastro muriera, me dijo lo que tenía que hacer. Debía ponerme en contacto con usted y enviarle su traje. Me dijo lo que ocurriría después. Me aseguró que él se ocuparía de usted, maldito hijo de puta sin talento.
Era Jessica Price, no McDermott, porque se había casado y luego había enviudado. Jude creía recordar que su marido era un reservista que resultó muerto en Tikrit. Anna se lo contó en una ocasión. No estaba seguro de que la chica hubiera mencionado alguna vez el apellido de casada de su hermana mayor, aunque sí le había contado que Jessica había seguido los pasos de su padrastro y practicaba también el hipnotismo. Según Anna, su hermana ganaba casi setenta mil dólares al año.
—¿Por qué tenía que comprar el traje? —quiso saber Jude—. ¿Por qué no me lo envió sencillamente?
—La calma de su propia voz fue motivo de satisfacción para él. Parecía más tranquilo que su interlocutora.
—Si usted no pagaba, el fantasma no le pertenecería realmente. Tenía que pagar, era imprescindible. Y... vaya, vaya..., le aseguro que pagó, y va a pagar. Pagará un precio muy alto.
—¿Cómo sabía usted que yo lo compraría?
—Yo le envié un correo electrónico, ¿no? Anna me contó todo lo relativo a su pequeña y enfermiza colección..., sus perversas porquerías ocultas. Me imaginé que no resistiría la tentación.
—Otra persona podría haberlo comprado. Otros participantes en la subasta...
—No había otros. Sólo usted. Yo misma inventé todos esos compradores. El remate no tendría lugar hasta que usted hiciera su oferta. ¿Le gusta lo que ha comprado? ¿Es lo que se imaginaba? Bueno, bueno. Le espera mucha diversión. Voy a gastar los mil dólares que me ha pagado por el fantasma de mi padrastro en flores para el funeral que se celebre por usted. Será una bonita ocasión.
«Puedo largarme perfectamente —pensó Jude—. Sencillamente, puedo abandonar la casa. Dejar aquí el traje del muerto y al muerto también. Irme con Georgia de viaje a Los Ángeles. Bastaría con llenar un par de maletas y tomar un avión. Danny puede organizarlo en menos de tres horas. Danny puede...».
Como si lo hubiera dicho en voz alta, Jessica Price replicó:
—Intente escapar, sin más. Márchese a un hotel. Vea lo que ocurre. Vaya a donde vaya, él estará allí. Cuando usted despierte, él estará sentado al pie de su cama.
—La mujer empezó a reírse—. Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca cuando eso ocurra.
—De modo que Anna estaba viviendo con usted cuando se suicidó —dijo él. Todavía dueño de sí, todavía perfectamente en calma.
Una pausa. La enfadada hermana se había quedado sin aliento, necesitaba un respiro para poder contestar. Jude podía escuchar el ruido de fondo de un aspersor funcionando, los gritos de niños en la calle.
—Era el único rincón que le quedaba —explicó finalmente Jessica—. Estaba deprimida. Ella siempre se deprimía, pero con usted fue peor. Estaba demasiado triste como para salir, buscar ayuda, ver a alguien. Usted hizo que se odiara a sí misma. Usted consiguió que ella quisiera morir.
—¿Qué le hace pensar que se mató por mi culpa? ¿Nunca se le ha ocurrido a usted pensar que quizá fue el placer de su compañía lo que la llevó al límite? Si yo tuviera que escucharla a usted todo el día, probablemente también querría cortarme las venas.
—Va a morir, téngalo por seguro —vaticinó ella con seguridad.
La interrumpió:
—Cambie de discurso. Y mientras lo hace, le propongo otra cosa para pensar. Conozco personalmente a unos cuantos espíritus furiosos. Montan en Harleys, viven en remolques, consumen anfetaminas, golpean a sus hijos y les disparan a sus esposas. Usted los llama gusanos. Para mí son admiradores. Veré si encuentro algunos que vivan cerca de usted para que le hagan una visita.
—Nadie le ayudará —replicó ella, con voz ahogada y temblorosa de ira—. Su marca negra infectará a cualquiera que se una a su causa. No sobrevivirá, ni lo hará cualquiera que le ayude o le consuele. —Hablaba con furia contenida, como si estuviera recitando, como si fuera un discurso ensayado, lo cual quizá fuese cierto—. Todos huirán de su lado o serán destruidos, exactamente igual que usted será aniquilado. Se va a morir solo, ¿me comprende? Solo.
—No esté tan segura. Si he de caer, tal vez quiera hacerlo en compañía —replicó Jude—. Y si no puedo conseguir ayuda, quizá vaya yo mismo a verla. —Y colgó el teléfono con un golpe.
El rockero miró furioso el teléfono negro que todavía agarraba fuertemente, como si quisiera pulverizarlo con la mano. Tenía los nudillos blancos y escuchaba el redoble lento y marcial de su corazón.
—Jefe —susurró Danny—. Hola. General. Mierda. Jefe —dejó escapar una risita susurrante, sin la menor gracia—. ¿Qué diablos ha sido todo eso?
Jude ordenó mentalmente que su mano se abriera y soltara el teléfono. No quiso hacerlo. Sabía que Danny le había hecho una pregunta, pero fue como una voz oída por casualidad detrás de una puerta cerrada, parte de una conversación que estuviera ocurriendo en otra habitación, de ninguna manera relacionada con él.
Empezaba a darse cuenta de que Florida estaba muerta. Al enterarse hacía unos instantes de que se había suicidado —cuando Jessica Price se lo dijo directamente— no había significado nada, porque él no podía permitir que significara algo. En ese momento, sin embargo, no había manera de escapar de ello. Sintió en la sangre la certeza de la muerte de la mujer. La triste idea se volvió pesada, espesa y extraña para él.
A Jude le parecía imposible que pudiera estar muerta, que alguien con quien había compartido su cama pudiera hallarse ahora en un lecho bajo tierra. Ella tenía veintiséis...; no, veintisiete; no, no, tenía veintiséis años cuando partió. Cuando él la echó. Tenía veintiséis años, pero hacía preguntas propias de una niña de cuatro. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain? ¿Cuál es el mejor perro que has tenido en tu vida? ¿Qué crees que nos pasa cuando morimos?». Suficientes preguntas tontas para desesperar a cualquiera.
Ella temía estar volviéndose loca. Se sumía en la depresión. No porque esa enfermedad mental estuviera de moda entre las muchachas góticas, sino de verdad. Estaba clínicamente deprimida. Había caído en la depresión durante los dos últimos meses que pasaron juntos. No dormía, lloraba sin razón alguna, se olvidaba de ponerse ropa, se quedaba mirando la pantalla de la televisión sin molestarse en encender el aparato, descolgaba el teléfono cuando sonaba, pero no decía nada, sencillamente se quedaba allí sosteniéndolo, como si ella misma estuviera desconectada.
Pero antes de eso habían compartido los días de verano en el cobertizo, mientras él reconstruía el Mustang. También tuvieron a John Prine en la radio, el dulce olor a heno recalentado por el calor y las tardes lánguidas, llenas de sus perezosas preguntas sin sentido. Un interrogatorio interminable que era, alternativamente, fatigoso, divertido y erótico. Había poseído su cuerpo tatuado y blanco como la nieve, con las rodillas huesudas y los muslos flacos de corredor de fondo. Y la frágil respiración femenina sobre su cuello.
—Eh... —dijo Danny. Extendió la mano y sus dedos rascaron la muñeca de Jude. Al sentir el contacto, la mano se abrió de golpe, soltando el teléfono—. ¿Va todo bien?
—No sé.
—¿Quiere decirme qué está ocurriendo?
Lentamente, Jude levantó la mirada. Danny estaba detrás de su escritorio, incorporado a medias. Parecía un poco pálido, sus pecas, del color del jengibre, resaltaban sobre la blancura de las mejillas.
Danny había tenido amistad con la muerta, de la manera no amenazadora, tranquila, ligeramente impersonal en que se relacionaba con todas las muchachas de Jude. Desempeñaba el papel del amigo gay educado y comprensivo, la persona a la que podían confiar sus secretos, alguien con quien podían desahogarse y chismorrear, capaz de proporcionar intimidad sin compromiso. Era el confidente ideal para decirles cosas de Jude que el propio cantante no contaría jamás.
La hermana de Danny había muerto por sobredosis de heroína cuando el secretario era sólo un estudiante de primer año en la universidad. Su madre se ahorcó seis meses más tarde, y Danny fue quien encontró su cadáver. El cuerpo colgaba de la única viga de la despensa, con los dedos de los pies apuntando hacia abajo, moviéndose en pequeños círculos sobre un taburete apartado de una patada. No se necesitaba ser psicólogo para darse cuenta de que la onda expansiva de la doble explosión de las muertes casi simultáneas de la hermana y la madre también se había llevado por delante una parte de Danny, y lo había congelado a los diecinueve años. Aunque no se pintaba de negro las uñas ni usaba anillos en los labios, la atracción que Danny sentía por Jude no era, en el fondo, tan diferente de la de Georgia o la de Florida, o de cualquiera de las otras muchachas. Jude las coleccionaba casi exactamente de la misma manera que el Flautista de Hamelín con ratas y niños. Componía canciones a partir del odio, la perversión y el dolor, y ellos acudían, saltando enloquecidos con la música, con la esperanza de que los dejara cantar con él.
Jude no quería contarle a Danny lo que Florida se había hecho a sí misma. Prefería ahorrarle el sufrimiento. Sería mejor no decírselo. No estaba seguro de cómo se lo tomaría.
De todas maneras se lo dijo.
—Anna. Anna McDermott. Se cortó las venas, por las muñecas. La mujer con la que estaba hablando hace un momento era su hermana.
—¿Florida? —preguntó Danny. Se echó hacia atrás en el sillón, que crujió. Pareció quedarse sin aliento. Se apretó el abdomen con las manos. Se inclinó un poco hacia delante, como si sufriera un espasmo en el estómago—. Oh, mierda. Oh..., mierda, mierda —exclamó con tono dulce y dolorido. Ninguna palabra ha sonado nunca menos obscena.
Se produjo un silencio. Jude se dio cuenta, en ese mismo momento, de que la radio estaba encendida. Muy baja, apenas un murmullo. Trent Reznor anunciaba que estaba listo para dejar su imperio de mugre. Era curioso escuchar en la radio, en ese momento,
Uñas de veinte centímetros
. Conoció a Florida en una función de Trent Reznor, entre bastidores. La muerte de la joven volvió a golpearlo de nuevo, como si se acabara de dar cuenta del terrible desenlace por primera vez. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?». Y entonces la conmoción comenzó a mezclarse con un resentimiento estomagante. Fue algo tan sin sentido, tan estúpido y tan centrado en ella misma que le fue imposible no odiarla un poco, no querer llamarla por teléfono para insultarla. Pero no podía coger el teléfono, porque estaba muerta.