El traje del muerto (6 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: El traje del muerto
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—¿Dejó alguna nota? —preguntó Danny.

—No lo sé. Su hermana no me ha dado demasiada información. No ha sido la llamada telefónica más provechosa del mundo, como habrás notado.

Pero Danny no estaba escuchando.

—Nos íbamos a beber margaritas de vez en cuando. Era una criatura tremendamente encantadora. Una vez me preguntó si tenía un lugar favorito para contemplar la lluvia cuando era niño. ¿Qué maldita clase de pregunta es ésa? Me hizo cerrar los ojos y recordar lo que se veía a través de la ventana de mi dormitorio cuando estaba lloviendo. Durante diez minutos. Uno nunca sabía lo que iba a preguntar después. Éramos grandes compañeros. No lo comprendo. Desde luego, yo sabía que estaba deprimida. Ella me lo contó. Pero la verdad es que no quería estarlo. ¿No nos habría llamado a alguno de nosotros pidiendo auxilio antes de pensar en hacer algo como eso?... ¿No nos habría dado la oportunidad de persuadirla de que no lo hiciera?

—Supongo que no.

Danny parecía haberse achicado en los últimos minutos. Dio la impresión de replegarse sobre sí mismo.

—Y la hermana... —continuó—, la hermana piensa que usted es el culpable, ¿no? Bueno..., eso es algo descabellado.

—Pero su voz era débil, y a Jude le pareció que no se mostraba demasiado seguro de lo que decía.

—Supongo que sí.

—Ella tenía problemas emocionales desde mucho antes de conocerle a usted —dijo Danny, con un poco más de confianza.

—Creo que era algo de familia —explicó Jude.

El secretario se inclinó hacia delante otra vez.

—Sí. Claro. Quiero decir... ¡Qué demonios! La hermana de Anna es la persona que le ha vendido el fantasma. Y el traje del hombre muerto. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Qué sucedió para que usted quisiera llamarla a ella de repente?

No quería detallarle a Danny lo que había visto la noche anterior. En ese momento, ante la despiadada realidad de la muerte de Florida, no estaba del todo seguro de lo que había o no había presenciado. El anciano sentado en el pasillo a las tres de la madrugada frente a la puerta de su dormitorio ya no parecía tan real.

—El traje que me ha mandado es una especie de amenaza de muerte. Un gesto simbólico. Nos tendió una trampa para que lo compráramos. Por alguna razón no podía enviármelo sin más. Había que pagarlo primero. Supongo que se puede decir que la cordura no es su principal virtud. En fin. Me di cuenta de que había algo raro en cuanto llegó el traje. Estaba en una maldita caja negra en forma de corazón, y además, y esto tal vez suene un tanto paranoico, llevaba un alfiler escondido dentro, colocado adrede para que alguien se pinchara.

—¿Había un alfiler escondido? ¿Le ha herido?

—No. Pero Georgia se ha pinchado.

—¿Está bien? ¿Cree que había algo en el alfiler?

—¿Te refieres a arsénico o algo por el estilo? No. No me da la impresión de que la loca Jessica Price de Florida sea en realidad tan estúpida. Profunda y totalmente loca, sí; pero no estúpida. Pretende asustarme, pero no quiere ir a la cárcel. Me ha dicho que el fantasma de su padrastro había venido con el traje y que me hará pagar por lo que le hice a Anna. El alfiler era probablemente..., no sé, una especie de rito vudú. Crecí cerca de Panhandle. Ese lugar está lleno de locas desdentadas que se alimentan de comadrejas y viven en carromatos, y tienen la cabeza repleta de ideas raras. Uno puede ir con una corona de espinas a su trabajo en la fábrica de rosquillas Krispy Kreme, y nadie se extraña, nadie se inmuta.

—¿Quiere que llame a la policía? —sugirió Danny. Volvía a ser él mismo. Su voz ya no estaba tan falta de aliento, había recuperado algo de su seguridad habitual.

—No.

—Le está amenazando de muerte.

—¿Quién lo dice?

—Usted. Y yo también. Estaba sentado aquí mismo y lo he escuchado todo.

—¿Qué has escuchado?

Danny le miró con intensidad por un momento, luego bajó los párpados y sonrió de manera dócil.

—Lo que usted diga que he escuchado.

Jude le devolvió una franca sonrisa, muy a su pesar. Danny era un desvergonzado. En ese momento no tuvo más remedio que preguntarse por qué a veces su secretario no le gustaba.

—No —prosiguió Jude—. No es así como me voy a ocupar de este asunto. Pero puedes hacer algo por mí. Anna me envió un par de cartas después de volverse a su casa. No sé qué hice con ellas. ¿Quieres buscarlas?

—Claro. Veré si puedo encontrarlas.

—Danny volvió a mirarlo con cierta inquietud, y aunque tenía otra vez el habitual buen ánimo, no le había vuelto el color.

—Jude..., cuando asegura que no es así como se va a ocupar de esto..., ¿qué quiere decir?

—Se pellizcó el labio inferior, con la frente arrugada por la concentración que exigían sus pensamientos—. Eso que usted ha dicho cuando ha colgado. Lo de enviar a cierta gente a que la visitara. La amenaza de ir usted mismo. Parecía muy enfadado. Nunca lo había visto tan enfadado. ¿Tengo que preocuparme?

—¿Tú? No —respondió Jude—. ¿Ella? Tal vez.

Capítulo 9

Su pensamiento saltaba de una imagen terrible a otra igualmente tremenda: Anna desnuda y con los ojos inexpresivos, flotando, muerta, en el agua enrojecida de la bañera; Jessica Price en el teléfono: «Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca»; el anciano sentado en el salón, con su traje negro estilo Johnny Cash, levantando lentamente la cabeza para mirar a Jude mientras éste pasaba a su lado.

Necesitaba calmar el torbellino desatado en su cabeza, algo que por lo general conseguía haciendo un poco de ruido con las manos. Llevó la guitarra a su estudio, tocó para probarla, y no le gustó el punto de afinación del instrumento. Jude fue a un armario a buscar una cejilla y en su lugar encontró un montón de balas.

Estaban en una caja con forma de corazón, uno de los estuches amarillos que el padre solía regalar a su madre el día de los enamorados, el día de la madre, en Navidad y por su cumpleaños. Martin nunca le regaló otra cosa, ni rosas, ni anillos, ni botellas de champán. Siempre le daba la misma caja grande de bombones, comprada en el mismo establecimiento.

La reacción de la madre era tan invariable como el regalo de su marido. Siempre le dedicaba una sonrisa incómoda, delgada, con los labios apretados. Era tímida. Le daba vergüenza enseñar los dientes. Los de arriba eran postizos. Los verdaderos habían desaparecido casi de golpe. Siempre le ofrecía bombones de la caja a su marido, y éste, sonriendo orgullosamente, como si su obsequio fuera un collar de diamantes y no una caja de bombones de tres dólares, agitaba la cabeza para rechazarlos. Luego se los ofrecía a Jude.

Y el hijo siempre escogía el mismo bombón, el del centro, una cereza recubierta de chocolate. Le gustaba la explosión que se producía en la boca cuando lo mordía. Se deleitaba con el zumo de sabor ligeramente excesivo, dulce y jugoso, la textura blanda de la cereza misma. Se imaginaba que estaba sirviéndose un ojo humano cubierto de chocolate. Ya en aquellos tiempos, Jude se complacía soñando con lo peor; se deleitaba imaginando las posibilidades más horripilantes.

Encontró la caja entre un montón de cables, pedales y adaptadores, en un estuche de guitarra apoyado contra la parte posterior del armario de su oficina. No era una funda de guitarra cualquiera, sino aquella con la que había dejado Luisiana treinta años antes. La vieja y usada Yamaha de cuarenta dólares que la había habitado había desaparecido hacía ya mucho tiempo. La guitarra quedó atrás, en el escenario de San Francisco donde actuó como telonero de Led Zeppelin una noche de 1975. Había dejado muchas cosas atrás en aquellos días: su familia, Luisiana, los cerdos, la pobreza, el nombre con el que había nacido. Nunca le había dedicado demasiado tiempo a mirar hacia atrás.

Apenas sacó la caja de bombones del estuche de la guitarra, sus manos flojearon y la dejó caer. Jude supo lo que había en ella sin necesidad de abrirla. Lo tuvo claro en el instante en que la vio. Si quedaba alguna mínima duda, desapareció cuando la caja chocó contra el suelo y se oyó dentro el tintineo de los casquillos. Su simple visión hizo que retrocediera presa de un terror casi atávico, como si al meter las manos entre los cables una enorme y peluda araña le hubiera saltado sobre el dorso de la mano. No veía aquella caja de proyectiles desde hacía más de tres décadas. Recordaba con claridad que la había dejado metida entre el colchón y el somier de su cama de la infancia, allá en Moore's Corner. No la había llevado consigo cuando dejó Luisiana, y no había manera de explicar por qué estaba metida allí, en el estuche de su vieja guitarra. Pero allí estaba.

Miró la caja amarilla con forma de corazón durante un momento, y luego se inclinó para recogerla. La destapó y la volvió. Las balas se desparramaron por el suelo.

Él mismo las había coleccionado de pequeño. En aquellos días era tan aficionado a ellas como otros niños a los cromos de béisbol. Fue su primera colección. La empezó a los ocho años, cuando todavía era Justin Cowzynski, años y años antes de imaginar siquiera que llegaría a ser otra persona. Un día caminaba por el prado del este y notó que algo hacía ruido bajo sus pies. Se inclinó y recogió del barro un cartucho vacío de escopeta. Probablemente uno de los de su padre. Era otoño, la época en que el viejo cazaba pavos. Justin olió el cartucho roto y aplastado. El tufo a pólvora le produjo picor en la nariz, una sensación que seguramente fue desagradable, pero que a la vez le resultó extrañamente atractiva. Se lo llevó a casa, en el bolsillo de su pantalón de tela rústica, y fue a parar a una de las cajas de bombones vacías de su madre.

Pronto se sumaron dos balas, éstas cargadas, de una pistola calibre 38, birladas del garaje de un amigo. Después, algunos curiosos casquillos de plata que había encontrado en el tiro al blanco, y una bala de fusil de asalto británico, larga como su dedo índice. Esta última la consiguió mediante un trueque, y el precio fue alto: un ejemplar de la revista
Escalofriante
, pero estaba seguro de que había valido la pena. Por la noche, en su cama, pasaba horas observando las balas, estudiando la manera en que la luz de las estrellas brillaba sobre la superficie pulida del metal, oliendo el plomo de la misma forma que un hombre olería la cinta del pelo impregnada con el perfume de su amada, con aire de éxtasis, con la cabeza llena de dulces fantasías.

En su época del instituto ensartó la bala británica en un cordón de cuero y la llevó colgada del cuello, hasta que el director se la confiscó. A Jude le sorprendía no haber acabado matando a alguien en aquellos tiempos. Reunía todas las condiciones para convertirse en un francotirador escolar: hormonas, miseria, munición. La gente se preguntaba cómo era posible que pudiera ocurrir algo como lo de Columbine. Jude se preguntaba por qué no sucedía más a menudo.

Estaban todas allí: el cartucho de escopeta aplastado, las balas de plata vacías, incluso la bala de cinco centímetros del AR-15, que no debería estar allí porque el director nunca se la devolvió. Era una advertencia. Jude había visto a un hombre muerto durante la noche, el padrastro de Anna, y ésta era su manera de decirle que su misión no había terminado.

Era descabellado pensar tal cosa. Tenía que haber una docena de explicaciones más razonables para la aparición de la caja de las balas. Pero a Jude no le importaba lo que fuera razonable. No era un hombre razonable. A él sólo le importaba lo que era cierto. Había visto a un hombre muerto aquella noche. Tal vez durante algunos minutos, en la soleada oficina de Danny, había podido bloquear sus pensamientos sobre la escalofriante visión, fingir que aquello no había ocurrido. Pero sí había ocurrido.

Ya estaba más tranquilo y empezaba a considerar el asunto de las balas con serenidad. Se le ocurrió que tal vez se trataba de algo más que una advertencia. Quizá también fuese un mensaje. El hombre muerto, el fantasma, le estaba diciendo que se hiciera daño a sí mismo.

Jude pensó en el revólver Super Blackhawk que tenía en la caja fuerte, bajo su escritorio. Pero ¿qué podía hacer con él? Comprendió que el fantasma existía en primer lugar, y sobre todo, en su propia cabeza. Quizá los fantasmas aparecían siempre en las mentes, no en los lugares. Si quisiera disparar al espectro, tendría que apuntar el arma contra su propia sien.

Metió otra vez las balas en la caja de bombones de su madre y la volvió a tapar. Los proyectiles no le harían ningún bien. Pero había otra clase de municiones.

Tenía una colección de libros en el estante situado en un extremo del despacho. Versaban sobre ocultismo y fenómenos de tipo sobrenatural. Más o menos en la época en que Jude comenzó su carrera discográfica, Black Sabbath, la demoníaca banda británica de heavy metal, estaba en su apogeo, y el representante de Jude le sugirió que no le haría ningún daño insinuar que él y Lucifer tenían buenas relaciones. Jude ya había comenzado a hacer estudios de psicología de grupos e hipnosis de masas, convencido de que si los admiradores eran buenos, mejores eran lo fanáticos de algún culto. Añadió a su lista de lecturas libros de Aleister Crowley y Charles Dexter Ward, y los devoró con una cuidadosa y seria concentración, subrayando ideas y datos que le parecieron importantes.

Más adelante, después de haberse convertido en una celebridad, creyentes satánicos, neopaganos y espiritualistas, que al escuchar su música pensaron equivocadamente que compartía sus creencias cuando en realidad le importaban un bledo, ya que para él aquellas pamplinas eran como los pantalones de cuero, sencillamente parte de su circo particular, le enviaron todavía más material de lectura. Sin duda, eran documentos fascinantes: un oscuro manual para realizar exorcismos publicado por la Iglesia católica en la década de 1930; una traducción de un libro de unos quinientos años de antigüedad con salmos perversos escritos por un templario loco, y un libro de cocina para caníbales.

Jude puso la caja de balas en el estante entre sus libros, cuando ya toda intención de encontrar una cejilla y tocar algo de Skynyrd había desaparecido. Recorrió con los dedos los lomos de los libros de tapas duras. Hacía suficiente frío en el estudio como para provocar que las manos estuvieran rígidas y torpes, lo que dificultaba la tarea de hojear los volúmenes. Además, no sabía qué estaba buscando.

Dedicó mucho tiempo al intento de interpretar un denso discurso sobre animales poseídos, criaturas de intensos sentimientos muy ligadas por amor y por sangre a sus amos, y que podían comunicarse directamente con los muertos. Pero estaba escrito en un inextricable inglés del siglo XVIII, sin ningún signo de puntuación. Jude trataba de leer un párrafo esforzándose durante diez minutos, para finalmente no entender ni siquiera lo esencial. Se dio por vencido.

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