—¿Para él? ¿Morirse? No. Cuando un viejo llega a ese estado, se desvanece muy rápidamente, sin aferrarse a nada. No sufre lo más mínimo.
—¿Estás segura de eso?
—¿Por qué? —quiso saber ella—. ¿Eso te desilusiona?
Cuarenta minutos después Jude se dirigió al baño a remojarse los pies, que eran grandes y planos, de la talla 45, una constante fuente de molestias y dolores. Encontró a Georgia inclinada sobre el lavabo, chupándose el dedo pulgar. Llevaba una camiseta y unos pantalones de pijama con un lindo diseño de dibujitos rojos, que bien podrían haber sido corazones estampados. Pero cuando uno se acercaba mucho se daba cuenta de que todas aquellas figuritas rojas eran en realidad imágenes de ratas muertas y arrugadas.
Se inclinó sobre ella y le sacó la mano de la boca, para echar un vistazo a su pulgar herido. La yema estaba hinchada y tenía una llaga blanca, de aspecto blando. Le soltó la mano y se volvió, al parecer más tranquilo, para coger una toalla y arrojarla sobre sus hombros.
—Deberías ponerte algo en ese dedo —sugirió—. Antes de que se infecte y se pudra. Hay menos trabajo para bailarinas eróticas con deformidades visibles.
—Eres un perfecto hijo de puta con tu compasión, ¿lo sabías?
—Si quieres compasión, ve a revolcarte con James Taylor.
La miró de refilón cuando salió con paso airado. En cuanto terminó la desagradable frase, una parte de él deseó retirar lo dicho. Pero no lo hizo. A las muchachas como Georgia, con sus brazaletes de metal y su lápiz de labios negro brillante, de niña muerta, les gustaba tratar y ser tratadas con dureza. Querían demostrarse a ellas mismas lo mucho que eran capaces de aguantar, evidenciar que eran duras. Siempre supo que se acercaban a él por esa razón. No las atraía a pesar de las cosas que les decía, o de la manera en que las trataba, sino precisamente debido a ellas. Jude no quería que, cuando acabase la relación, ninguna se fuera decepcionada. Porque era algo sabido que, tarde o temprano, se tenían que ir.
Desde luego él lo sabía, y si ellas lo ignoraban al principio, al final se enteraban siempre.
Uno de los perros estaba en la casa. Jude despertó poco después de las tres de la mañana, al escuchar los ruidos que hacía el animal caminando por el pasillo, además de un crujido y un ligero silbido. Era como si alguien se moviese por allí, inquieto. Sonó un suave golpe en la pared.
Los había dejado en sus casetas poco antes del anochecer. Lo recordaba con toda claridad, pero, al despertarse, no se preocupó por eso. Uno de los perros había entrado de alguna manera en la casa, eso era todo.
Jude permaneció sentado un instante, todavía atontado y confuso por el sueño. Un rayo de luz de luna caía sobre Georgia, dormida boca abajo a su izquierda. Dormida, con el rostro relajado y libre de todo maquillaje, tenía un aspecto casi infantil. Sintió una ternura repentina por ella. Y, sorprendentemente, también una cierta vergüenza, incomodidad por encontrarse en la cama con aquella criatura.
—¿
Angus
? —susurró—. ¿
Bon
?
Georgia no le oyó llamar a los perros. No se movió. Ahora no se escuchaba nada en el pasillo. Se deslizó fuera de la cama. La humedad y el frío le pillaron desprevenido. Había sido el día más frío en varios meses, la primera auténtica jornada de fresco otoñal. El aire se había enfriado a su alrededor, lo cual quería decir que fuera la temperatura sería aún menor. Tal vez ésa era la razón por la que los perros estaban en la casa. Quizá habían excavado por debajo de la pared de la caseta y habían conseguido entrar de alguna manera, desesperados, en busca de un lugar más caliente. Pero eso no tenía sentido. Disponían de casetas con una parte al aire libre y otra interior caldeada, es decir, que podían entrar en el recinto climatizado cuando sintieran frío. Pensó dirigirse hacia la puerta para espiar el pasillo, luego vaciló, fue a la ventana y corrió la cortina para mirar fuera.
Los perros estaban en la parte descubierta de la caseta. Los dos permanecían allí, contra la pared del recinto.
Angus
iba de un lado a otro sobre la paja, con su cuerpo largo y lustroso. Se deslizaba de lado, con movimientos nerviosos.
Bon
estaba sentada en un rincón, con aire inquietante. Tenía la cabeza levantada y la mirada fija en la ventana de Jude, o en él. En la oscuridad, sus ojos reflejaban una luz verde, brillante y poco natural. Estaba demasiado quieta, demasiado fija, como si fuera la estatua de un perro y no un animal de verdad.
Era impresionante mirar por la ventana y descubrirla mirándolo de aquella manera, directamente a él, como si llevara observando el vidrio quién sabe cuánto tiempo a la espera de que él apareciese. Pero eso no era tan preocupante como saber que había algo más en la casa, moviéndose, chocando contra los muebles y las paredes del pasillo.
Jude echó un vistazo a los paneles de control situados junto a la puerta del dormitorio. La casa estaba controlada por una red tecnológica de seguridad, dentro y fuera. Había detectores de movimientos en todos los sitios. Los perros no eran lo suficientemente grandes como para activarlos, pero un hombre adulto tropezaría inevitablemente con ellos, y los paneles alertarían del movimiento en cualquier lugar de la casa.
El monitor, sin embargo, mostraba una constante luz verde indicadora de que había normalidad, y sólo decía: «Sistema preparado». Jude se preguntó si el chip era lo bastante inteligente como para apreciar la diferencia entre un perro y un loco desnudo moviéndose a cuatro patas con un cuchillo entre los dientes.
El cantante tenía un arma de fuego, pero estaba en su estudio de grabación privado, en la caja fuerte. Buscó la guitarra Dobro, que estaba contra la pared. Jude no era de los que hacían añicos los instrumentos para llamar la atención. Fue su padre, y no él, quien destrozó su primera guitarra, en un temprano intento de librar al joven de sus ambiciones musicales. Jude no había sido capaz de emular ese acto, ni siquiera en escena, como parte del espectáculo, cuando ya podía permitirse comprar todas las guitarras que quisiera. De todas maneras, estaba completamente dispuesto a usar una como arma para defenderse. En cierto sentido, tenía la impresión de que siempre las había usado como armas.
Oyó que una tabla del suelo crujía en el pasillo, luego otra, y después sonó un suspiro, o mejor dicho un resuello, la respiración de alguien que se detiene. Su sangre se aceleró. Abrió la puerta.
Pero el pasillo estaba vacío. Jude atravesó los largos rectángulos de luz helada que llegaban a través de los tragaluces. Se detuvo ante cada puerta cerrada, escuchó, y luego miró dentro. Una manta arrojada sobre una silla le pareció, por un momento, un enano deforme que lo miraba. En otra habitación encontró detrás de la puerta una figura alta y demacrada, de pie. El corazón saltó en su pecho, y casi golpeó la silueta con la guitarra. Luego se dio cuenta de que no era más que un perchero, y soltó con fuerza el aire contenido en sus pulmones.
Al llegar junto a su despacho, al final del pasillo, pensó en coger el arma de fuego, pero enseguida decidió que no lo haría. No quería llevarla consigo, no porque tuviera miedo de usarla, sino porque no tenía suficiente miedo para hacerlo. Estaba tan tenso que podría reaccionar ante cualquier movimiento repentino que percibiera en la oscuridad apretando el gatillo, haciéndole un agujero a Danny Wooten o al ama de llaves. No había razón para que ninguno de ellos paseara por la casa a esas horas, pero nada era imposible. Regresó al pasillo y bajó las escaleras.
Registró la planta baja y sólo encontró oscuridad y silencio, lo cual, en condiciones normales, tendría que haberle tranquilizado; pero no fue así. Reinaba una quietud rara, una especie de vacío, como el asombro que sigue a una explosión repentina. Los tímpanos le latían por la presión de aquella angustiosa tranquilidad, aquel pesado silencio.
No podía relajarse, pero al final de las escaleras fingió hacerlo, en una farsa que representó para sí mismo. Apoyó la guitarra contra la pared y suspiró ruidosamente.
«¿Qué diablos estás haciendo?», se dijo. Estaba tan tenso que el sonido de su propia voz le turbó, le provocó un estremecimiento frío, picante, que le subió por los brazos. No recordaba haber hablado solo ni una vez en su vida.
Subió las escaleras y deshizo el camino por el pasillo, hacia el dormitorio.
Su mirada se dirigió hacia el anciano que estaba sentado en una antigua silla colonial pegada a la pared. En cuanto lo vio, el pulso le latió alarmado, y apartó la mirada para fijarla en la puerta de su dormitorio, de modo que sólo distinguía al viejo de reojo, en el borde de su campo de visión. En los momentos que siguieron, Jude sintió que era cuestión de vida o muerte no establecer contacto visual con el anciano, que no debía dar señal alguna de que lo había visto. No lo había visto, se dijo Jude. No había nadie allí.
La cabeza del intruso estaba inclinada. Se había quitado el sombrero, que reposaba en sus rodillas. El pelo, corto y tieso, tenía el brillo de la escarcha recién caída. Los botones de su abrigo brillaban en la oscuridad, iluminados por la luz de la luna.
Jude reconoció el traje de inmediato. Lo había visto por última vez doblado en la caja negra con forma de corazón que había ido a parar a la parte de atrás de su armario ropero. Los ojos del anciano estaban cerrados
.
El corazón le latió con más fuerza todavía. Le resultaba difícil respirar, y continuó avanzando hacia la puerta del dormitorio, que estaba en el extremo del pasillo. Al pasar junto a la silla colonial pegada a la pared, a la izquierda, su pierna rozó la rodilla del anciano, y el fantasma levantó la cabeza. Pero en ese momento Jude ya había pasado de largo y estaba casi en la puerta. Evitó correr. No importaba que el anciano le mirara la espalda, lo importante era que no tuvieran contacto visual el uno con el otro. Además, no había ningún anciano.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta con un leve ruido. Se fue directamente a la cama y se metió en ella. De inmediato, comenzó a temblar. Una parte de él quería rodar hacia Georgia y aferrarse a ella, dejar que el cuerpo de la joven le diera calor y apartara el frío; pero se quedó en su lado de la cama para no despertarla. Fijó la mirada en el techo.
Georgia estaba inquieta y gimió, molesta, sin despertarse.
Creyó que estaría en vela sin remedio, pero se quedó dormido al clarear el día, y luego se despertó inusitadamente tarde, después de las nueve. Georgia estaba a su lado, con la pequeña mano y el delicado aliento caldeando su pecho. Salió de la cama apartándose con cuidado de ella, fue hacia el pasillo y bajó.
La guitarra estaba apoyada contra la pared, en la misma posición y el mismo sitio donde la había dejado. El simple hecho de verla hizo que su corazón se sobresaltara una vez más. Intentó fingir que no había visto lo que había visto durante la noche. Se propuso firmemente no pensar en ello. Pero allí estaba la guitarra.
Cuando miró por la ventana, descubrió el coche de Danny aparcado junto al establo. No tenía nada que decirle a su ayudante, y por tanto ninguna razón para molestarlo, pero en un instante se plantó, casi sin proponérselo, en la puerta de la oficina. No pudo evitarlo. El impulso de buscar la compañía de otro ser humano, alguien despierto y sensato, con la cabeza llena de ideas sobre las tonterías cotidianas, era irresistible.
Danny estaba hablando por teléfono, reclinado como un pacha en su sillón de escritorio, riéndose por algo que le contaban. Todavía llevaba puesta su chaqueta de ante. Jude no necesitaba preguntar por qué. Él mismo estaba cubierto con una bata sobre los hombros, abrazándose a sí mismo por debajo de ella. Un frío húmedo invadía la oficina.
Danny vio a Jude, que miraba desde la puerta, y le hizo un guiño, otro de sus hábitos de adulador al estilo de Hollywood. En aquella mañana tan particular, a Jude no le molestó el irritante ademán. El secretario advirtió algo poco habitual en la expresión de su jefe y frunció el ceño.
—¿Se siente bien? —preguntó con voz preocupada; pero Jude no respondió. No lo sabía.
Danny se deshizo del interlocutor que estaba al otro lado del teléfono e hizo girar su sillón para situarse frente al músico y dirigirle una mirada solícita.
—¿Qué ocurre, jefe? Tiene un aspecto terrible.
—Ha aparecido el fantasma —dijo Jude.
—¡No! ¿De verdad ha aparecido? —preguntó Danny con entusiasmo. Luego se abrazó a sí mismo, simulando que sufría un temblor. Al cabo de unos instantes señaló el teléfono con un gesto de la cabeza—. Estaba hablando con la gente de la calefacción. Este lugar está tan frío como una maldita tumba. Enviarán a alguien enseguida para revisar la caldera.
—Quiero llamarla.
—¿A quién?
—A la mujer que nos vendió el fantasma.
Danny bajó una ceja y levantó la otra. Era una de sus formas habituales de decir que en algún momento había perdido el hilo de lo que Jude contaba.
—¿Qué quiere decir exactamente con eso de que ha aparecido el fantasma? ¿De verdad que lo ha visto?
—Sí. El fantasma que compramos. Ha aparecido. Quiero llamarla. Necesito saber algunas cosas.
Danny se concedió unos instantes para asimilar las sensacionales noticias. Hizo medio giro hacia el ordenador y cogió el teléfono, pero su mirada permaneció fija en Jude.
—¿Seguro que se siente bien?
—No —dijo—. Voy a ocuparme de los perros. Busca su número de teléfono, por favor.
Salió cubierto sólo con el albornoz y la ropa interior, y se dirigió al exterior para sacar de sus casetas a
Bon
y
Angus
. La temperatura era baja, menos de diez grados centígrados, y el aire estaba blanqueado por una fina bruma. De todas maneras, era más llevadero que el frío húmedo y pesado de la casa.
Angus
le lamió la mano. Su lengua era áspera y cálida. Le resultó tan real que, por un momento, Jude tuvo un sentimiento casi doloroso de gratitud. Estaba feliz de encontrarse con los perros, con su olor a pelo mojado y su entusiasta afán de jugar. Pasaron corriendo junto a él, persiguiéndose uno a otro, y luego regresaron.
Angus
mordisqueaba el rabo de
Bon
.
Su propio padre había tratado siempre a los perros mejor que a su madre, o que al mismo Jude. Con el tiempo, a él le había ocurrido algo semejante, y poco a poco tendió a tratar a los animales mejor que a sí mismo. Había pasado la mayor parte de la infancia compartiendo la cama con perros, durmiendo con uno a cada lado, y a veces con otro más a los pies. Había sido compañero inseparable de la sucia jauría llena de pulgas propiedad de su padre. Nada le recordaba con más rapidez quién era él y de dónde venía que el olor acre de un perro. Cuando volvió a entrar en la casa se sentía más seguro, más anclado en su propio ser, su realidad habitual.