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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (24 page)

BOOK: El último deseo
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—Como ves, tenía yo razón. Algo se acaba. Te guste o no, algo se acaba.

—No me gusta que repitas lugares comunes. No me gusta el gesto con que lo haces. ¿Qué pasa contigo? No te reconozco, Geralt. Eh, diablos, cabalguemos pronto hacia el sur, hacia esos países indómitos. En cuanto te ganes el jornal con un par de monstruos, se te pasará la morriña. Y al parecer allí hay monstruos de sobra. Dicen que si una vieja está cansada de la vida, se va más sola que la una al bosque a por carrascas sin llevarse astralejas. Resultado garantizado. Deberías asentarte allí permanentemente.

—Quizás debiera. Pero no lo haré.

—¿Por qué? Allí es más fácil para un brujo el ganarse la vida.

—Ganar dinero, más fácil —Geralt echó un trago—, pero gastarlo, más difícil. Además allí sólo se come cebada y mijo, la cerveza sabe a meado, las muchachas no se lavan y los mosquitos se te comen.

Jaskier se rió con fuerza, apoyando el codo sobre una estantería, sobre el lomo de un libro encuadernado en piel.

—¡... y mosquitos! Esto me recuerda nuestra primera aventura juntos, en el confín del mundo —dijo—. ¿Te acuerdas? Nos conocimos en el festival de Gulet y me convenciste...

—Tú me convenciste a mí. Tenías que largarte de Gulet todo lo deprisa que pudiera tu caballo, porque la moza que te camelaste bajo el estrado de los músicos tenía cuatro hermanos bien crecidos. Te buscaron por todo el lugar amenazando que te echarían y te embadurnarían de serrín y alquitrán. Por eso te pegaste a mí entonces.

—Y tú por poco no te saliste de los pantalones de alegría por encontrar quien te acompañara. Pero como quieras, tienes razón, fue como tú dices. Es cierto que tuve entonces que desaparecer por algún tiempo y el Valle de las Flores me parecía que ni pintado para ello. Decían que era el confín del mundo habitado, la avanzadilla de la civilización y de lo nuevo, el punto más alejado de la frontera entre los dos mundos. ¿Recuerdas?

—Recuerdo, Jaskier.

El confín del mundo
I

Jaskier bajó con cuidado los escalones de la taberna, llevando dos jarras que chorreaban espuma. Maldiciendo en voz baja, se abrió paso por entre el grupo de niños curiosos que se apretaban en torno a él. Atravesó oblicuamente el corral, evitando las numerosas plastas de las vacas.

Alrededor de una mesa puesta en la calle, ante la que el brujo hablaba con el estarosta de la villa, se habían reunido ya unas decenas de colonos. El poeta colocó las jarras, se sentó. Enseguida se dio cuenta de que durante su corta ausencia la conversación no había avanzado ni siquiera una pulgada.

—Soy brujo, señor estarosta —repitió por no se sabe qué vez Geralt, hundiendo los labios en la espuma de la cerveza—. No mercadeo nada. No me ocupo de alistar para el ejército y no sé curar los muermos. Soy brujo.

—Es una especie de profesión —aclaró por no se sabe qué vez Jaskier—. Brujo, ¿comprendéis? Mata estriges, espectros también. Extirpa toda porquería. Como un profesional, por dinero, ¿Comprendéis, estarosta?

—¡Ajá! —La frente del estarosta, surcada por las arrugas provocadas por pensamientos demasiado complicados, se relajó—. ¡Brujo! ¡Haber empezado por ahí!

—Pues claro —afirmó Geralt—. Por eso pregunto: ¿hay faena para mí por estos alrededores?

—Aaah... —El estarosta comenzó a pensar de nuevo en un modo bastante visible—. ¿Faena? Como cuál... Bueno... ¿Elementalos? ¿Preguntáis si no haya acá elementalos?

El brujo se sonrió y asintió con la cabeza, rascándose ligeramente con una falange el párpado cubierto de polvo.

—Haya —concluyó el estarosta al cabo de un buen rato—. Mirar allá, ¿veis aquellas sierras? Allá moran los elfos, allá tienen su reino. Los palacios suyos, os digo, por entero son de oro puro. ¡Ay, señores! Los elfos, os digo. Peligro. Quien allá acude, jamás regresa.

—Así lo creo —dijo Geralt con frialdad—. Por eso es por lo que no pienso ir allá.

Jaskier se rió con insolencia. El estarosta, como Geralt se esperaba, se lo pensó durante un largo rato.

—Ajá —dijo por fin—. Clarito, claro. Pero hay otros elementalos acá. De las tierras de los elfos se nos cuelan, por lo visto. Oh, señores, hay de ellos, los hay. Ni se puen contar. Y la peor es la Muaré, ¿acaso miento, paisanos?

Los «paisanos» se reanimaron, rodearon la mesa por todos lados.

—¡La Muaré! —dijo uno—. Sí, sí, con toda razón habla el estarosta. Una moza descolorida, que corre por las casas al alba, ¡y los críos se mueren!

—Y trasgos —añadió otro, soldado en la guardia local—. ¡Les enredan las crines a las caballerías en las cuadras!

—¡Y murciégalos! ¡Murciégalos hay!

—¡Y calvorotes! ¡Por su culpa la gente se llena de granos!

Los siguientes minutos fueron ocupados por un intensivo recuento de los seres que importunaban a los lugareños con sus innobles actos o con su mera existencia. Geralt y Jaskier se enteraron de datos acerca de los trastornones y las mamillas, seres debido a los cuales un labrador honrado no puede encontrar su casa cuando está borracho, sobre las cometas, que vuelan y beben la leche de las vacas, sobre las cabezas con patas de araña que corren por los bosques, sobre los joboldag, que llevan un sombrerito rojo, y sobre los peligrosos lucios, que arrancan la ropa blanca de las manos de las mujeres que están lavando y mira, igual les da por liarse con las propias mujeres. No se quedaron, como era habitual, sin que les informaran de que la vieja Naradkova vuela por las noches subida al atizador y de día provoca abortos, que el molinero mezcla la harina con polvo de bellotas y que un cierto Duda, hablando del capataz real, le llamó a éste ladrón y granuja.

Geralt escuchó con tranquilidad, asintiendo con la cabeza en fingida atención, realizó unas cuantas preguntas relativas sobre todo a los caminos y la topografía del terreno, después de lo cual se levantó y le hizo una seña a Jaskier.

—Entonces, con los dioses, buenas gentes —dijo—. Pronto volveré, entonces veremos qué se deja hacer.

Se fueron en silencio, entre los chozos y las tapias, acompañados del ladrido de los perros y la algarada de los niños.

—Geralt —habló Jaskier, levantándose sobre los estribos y arrancando unas hermosas manzanas de unas ramas que sobresalían por encima de las paredes de un huerto—. Todo el camino te has estado quejando de que cada vez te es más difícil encontrar trabajo. Y por lo que escuché hace unos instantes resulta que podrías trabajar aquí hasta el invierno, y sin descanso. Aquí te ganarías unos duros y yo encontraría bonitos temas para mis romances. Entonces, explícame, ¿por qué seguimos andando?

—No me ganaría aquí ni un real, Jaskier.

—¿Por qué?

—Porque ni una sola palabra de todo lo que dijeron era verdad.

—¿Qué dices?

—Ninguno de los monstruos de los que hablan existe.

—¡Te burlas de mí! —Jaskier escupió las pipas y echó los restos a un perro callejero que estaba muy pegado a los cascos del caballo—. No, no es posible. Me fijé en esas gentes y yo conozco bien a las personas. No mentían.

—No —aceptó el brujo—. No mentían. Creen ciegamente en ello. Lo que no cambia las cosas.

El poeta se mantuvo un rato en silencio.

—Ninguno de esos monstruos... ¿Ninguno? No puede ser. Alguno de los que mencionaron tiene que existir. ¡Aunque no sea más que uno! Reconócelo.

—Lo reconozco. Es seguro que por aquí hay uno de ellos.

—¡Lo ves! ¿Cuál?

—El murciélago.

Dejaron atrás la última cerca y salieron a una calzada entre bancales amarillos de colza y campos ondulados de trigo. El camino, en dirección contraria, lo recorrían carros cargados. El bardo colocó la pierna sobre el arzón de la silla, apoyó el laúd en la rodilla y rasgueó una nostálgica melodía. De hito en hito, saludaba con la mano a las mozas risueñas y arremangadas que caminaban por los rebordes del camino llevando rastrillos en sus hombros poderosos.

—Geralt —dijo de pronto—. Pero hay monstruos. Puede que no sean tantos como antes, puede que no acechen detrás de cada árbol en el bosque, pero hay. Existen. ¿A qué se debe entonces que la gente además se invente los que no hay? Y por si fuera poco, incluso creen en aquello que se inventaron. ¿Eh? ¿Geralt de Rivia, famoso brujo? ¿No pensaste nunca en ello?

—Pensé en ello, famoso poeta. Y conozco la causa.

—Interesante.

—A la gente —Geralt volvió la cabeza— le gusta inventarse monstruos y monstruosidades. Entonces se parecen menos monstruosos a sí mismos. Cuando beben como una esponja, engañan, roban, le dan de palos a su mujer, matan de hambre a su vieja abuelilla, golpean con un hacha a la raposa atrapada en el cepo o acribillan a flechazos al último unicornio del mundo, les gusta pensar que sin embargo todavía es más monstruosa que ellos la Muaré que entra en las casas a la aurora. Entonces, como que se les quita un peso de encima. Y les resulta más fácil vivir.

—Lo recordaré —dijo Jaskier al cabo de un rato de silencio—. Sacaré unas rimas y compondré un romance sobre ello.

—Componlo. Pero no cuentes con grandes aplausos.

Cabalgaban despacio pero al poco perdieron de vista la última aldea de chozos. No mucho después alcanzaron la línea de unas lomas pobladas de bosques.

—Ah. —Jaskier detuvo el caballo, miró a los lados—. Contempla, Geralt. ¿No es hermoso? Un idilio, así me lleve el diablo. ¡La vista se alegra!

El terreno más allá de las lomas caía levemente en distintas direcciones, formando llanuras a medias cubiertas de un mosaico de cultivos de muchos colores. En medio, redondos y regulares como hojas de trébol, brillaban tres lagos bordeados por oscuros cinturones de matorrales de alisos. El horizonte estaba marcado por una nebulosa línea de montañas de color azul oscuro, alzándose sobre una oscura e informe extensión de bosque.

—Vamos, Jaskier.

La calzada conducía directa hacia los lagos a través de diques de tierra y bandadas de chillones patos salvajes, cercetas, garzas y somorgujos que estaban escondidos en las alisedas. La riqueza de plumíferos asombraba ante la huella evidente de actividad humana: los diques estaban bien cuidados, cubiertos de fajina, las esclusas reforzadas con piedras y maderos. Las compuertas junto a los estanques no estaban podridas en absoluto, el agua corría alegremente. En los juncos de las orillas se veían canoas y embarcaderos, y desde las profundidades se erguían pértigas donde estaban colgadas redes y mallas.

De pronto, Jaskier miró hacia atrás.

—Alguien va detrás de nosotros —dijo nervioso—. ¡En un carro!

—Inaudito —se mofó el brujo sin mirar—. ¿En un carro? Y yo que pensaba que los de aquí iban en murciélagos.

—¿Sabes lo que te digo? —refunfuñó el trovador—. Cuando más cerca del confín del mundo, más agudas se vuelven tus bromas. ¡Asusta pensar a dónde llegarás!

Cabalgaban sin prisa, y como el carro al que iban enganchados dos caballos píos no llevaba carga, les alcanzó muy pronto.

—Prrrrr. —El hombre que conducía sujetó los caballos justo detrás de ellos. Llevaba una zamarra de borrego sobre la piel desnuda y los cabellos le alcanzaban hasta las cejas—. ¡Alabados sean los dioses, caballeros!

—¡Alabados sean! —contestó Jaskier, entendido en costumbres.

—No por mí —masculló el brujo.

—Tapadera me nombran —declaró el arriero—. Os vi a vos, cómo platicasteis con el estarosta de la Posada de Arriba. Sé que brujo sois.

Geralt dejó pasar el carro, permitió a la yegua ramonear las hierbas del camino.

—Oí —continuó el hombre de la zamarra— cómo el estarosta os contó tamaños cuentos. Os lo conocí en vueso gesto y no me fue raro, que ha tiempo que no oía tales mentiras ni embustes.

Jaskier se sonrió. Geralt miró al aldeano atentamente, sin decir nada. El aldeano llamado Tapadera carraspeó.

—¿No querríais liaros con una faena de las buenas, verdadera, señor brujo? —preguntó—. Algo tendría para vos.

—¿El qué?

Tapadera no bajó los ojos.

—Mal se habla de negocios por los caminos. Vayamos a mi casa, a Posada de Abajo. Allá platicaremos. Al cabo, éste es también vueso camino.

—¿Por qué estáis tan seguro?

—Porque aquí no hay otro camino, y vuesos caballos el morro tienen en aquesta dirección, y no a la contraria.

Jaskier se sonrió de nuevo.

—¿Qué dices a esto, Geralt?

—Nada —contestó el brujo—. Mal se habla por los caminos. En marcha pues, señor don Tapadera.

—Atar los caballos a las estacas y encaramaos al carro —propuso el aldeano—. Os será más cómodo. ¿Por qué cansar el culo con la silla?

—Verdad de la buena.

Se subieron al carro. El brujo se tumbó sobre la paja con voluptuosidad. Jaskier, temiendo ensuciar su elegante jubón verde, se sentó en el asiento. Tapadera silbó a los caballos, el vehículo avanzó rechinando por sobre los maderos que reforzaban los diques.

Cruzaron un puente sobre los canales repletos de nenúfares y lentejas de río, atravesaron una franja de campos segados. A todo su alrededor, hasta donde la vista alcanzaba, se extendían campos labrados.

—No se puede creer que esto sea el confín del mundo, el fin de la civilización —dijo Jaskier—. Echa un vistazo, Geralt. Centeno como oro, y entre ese maíz podría esconderse un hombre a caballo. Y mira los nabos, son enormes.

—¿Sabes algo de agricultura?

—Nosotros los poetas debemos saber de todo —afirmó Jaskier con soberbia—. En caso contrario nos comprometeríamos cuando escribimos. Hace falta estudiar, querido mío, estudiar. De la agricultura depende el destino del mundo, por ello está bien saber algo de agricultura. La agricultura proporciona alimento, viste, guarda del frío, provee de entretenimiento y ayuda a las artes.

—Con lo del entretenimiento y las artes creo que te has pasado un poco.

—¿Y de dónde se saca el aguardiente?

—Comprendo.

—Nada comprendes. Estudia. Mira esas florecillas violetas. Son altramuces.

—En verdad que eso son arvejas —le contradijo Tapadera—. ¿Acaso no visteis nunca altramuces? Pero en algo acertasteis, señor. Todo se cría aquí con mucha fuerza y crece que da gloria. Por ello lo llaman el Valle de las Flores y por ello nuesos agüelos se asentaron acá, y echaráronse de aquí a los elfos.

—El Valle de las Flores, es decir Dol Blathanna. —Jaskier le dio con el codo al brujo tendido en sobre la paja—. ¿Te das cuenta? A los elfos echaráronse pero los antiguos nombres elfos no creyeréronse necesario cambiárarse. Les falta fantasía. ¿Y cómo se vive aquí con los elfos, jefe? Al fin y al cabo los tenéis con las montañas de por medio.

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